Julio Carreras

La nave A-122


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N.de A.: salmonete en francés.

      4 Canto de guerra para el ejército del Rhin.

      CAPÍTULO TRES

       UN GRANO EN EL CULO

       27 de diciembre de 2002

      El despacho de Matías Fonseca estaba ubicado en la Jefatura Superior de Policía, un elegante edificio en la vía Laietana. En la tercera planta, al fondo de un interminable pasillo. Una ubicación perfecta, discreta, lejos del ajetreo y molestos visitantes. Al menos así había sido en los últimos años.

      A las nueve menos cuarto de la mañana, quince minutos antes de lo acordado, Laure se presentó allí. Un pequeño cartel de metacrilato junto a la puerta anunciaba con letras granates a su nuevo compañero: «Inspector Fonseca. Brigada Policía Judicial». Quizá pronto tuvieran que cambiarlo por otro con su nombre.

      Y es que desde que Laureano Martínez empezó su carrera en la policía, todo el mundo a su alrededor le vaticinaba una carrera meteórica. Era sagaz y ambicioso, el tipo de persona que siempre da un paso adelante sin detenerse a mirar el hueco que queda atrás. Sus adeptos alababan su capacidad para enfocar los casos, su sexto sentido para centrarse en el sospechoso adecuado y su firmeza para caer sobre él sin piedad, como un zorro que acorrala a un conejo en su madriguera. Sus detractores, que también los tenía, solían achacarle precisamente su falta de escrúpulos al arremeter contra quien él consideraba el culpable sin atender a otras alternativas. Sin embargo, a pesar de su potencial, los años pasaban y su pretensión por alcanzar un puesto al mando de alguna unidad especializada seguía intacta.

      Era la eterna promesa, el «Guti» de la policía. Había resuelto brillantemente varios casos complicados en el área metropolitana de Barcelona: la desarticulación de una banda organizada que se dedicaba al robo de máquinas tragaperras, un feo caso de proxenetismo en el que se había visto envuelto un conocido empresario de la noche, incluso el famoso caso del pedófilo de la Barceloneta, en el que un degenerado se dedicaba a colarse en colegios femeninos para robar ropa interior de la niñas mientras estas hacían gimnasia. Sin embargo, pese a lo laureado que fue en su día por estas proezas, no había logrado captar la atención de «los peces gordos», los que podían abrirle las puertas a participar en asuntos de mayor calado. Necesitaba una buena oportunidad y sin comerlo ni beberlo, esta se había presentado ante su puerta la tarde anterior.

      Un primo de su madre, Enric Torregrossa, era un reputado hombre de negocios. Uno de esos tipos que entre palos de golf y paseos en yate había sido capaz de desarrollar una habilidad innata para saber a qué árbol arrimarse en cada momento con el fin de hacer cada día más grande su fortuna. Sabía dónde estaba la pasta y por ende, sus amigos también. Empresarios y políticos se desvivían por codearse con él, invitarle a comer al Bulli, llevarle al palco VIP del Camp Nou, o pagarle el pase de temporada en el Liceu con la finalidad de sacar también tajada de su intuición por la pasta. Entre sus «nuevos amigos» se encontraba el comisario general de la Pallarés, un alto cargo de la policía catalana, por lo que en cuanto tuvo noticias del extraordinario caso, que había llegado a sus oídos gracias a su amigo Santacreu, no dudó en abordarle para explicarle la situación del hijo de su prima Gertru y animarle a que le hiciera un hueco en la investigación. Tal vez así acabara de una vez con las insistentes directas e indirectas que ella le lanzaba en todas las comidas familiares, acusándole de no hacer lo suficiente por su querido sobrino.

      No es que a Laure le gustara aprovecharse de ese tipo de situaciones, pero si el viento soplaba a favor quizá era el momento de izar la vela. Eso sí, tenía que estar atento para no desaprovechar la oportunidad.

      En el poco tiempo del que dispuso desde la llamada de su superior, se informó a fondo sobre su nuevo compañero. Matías Fonseca era un personaje peculiar: un gran investigador pero también un tipo incómodo, con un pasado turbio, una debilidad que tal vez tuviera oportunidad de utilizar. Pensó tratarle de tú a tú desde el principio, le ayudaría a estar a su nivel, no dar pie a ridículas batallas jerárquicas. Le preocupaba cómo sacar partido en una investigación en la que él no era experto en la materia, pero tendría que improvisar. Su estrategia sería dejar que fuera el veterano policía el que llevara las riendas. Ser su acólito, esperar a que se relajara y buscar el momento adecuado para poder atribuirse todo el mérito. Puede que se granjeara un nuevo enemigo, pero su objetivo iba mucho más allá que dedicarse a investigar coches robados. La oportunidad era única, era ahora o nunca. Desde el año novena y cuatro los Mossos d’Escuadra, la policía de la Generalitat de Catalunya, habían ido paulatinamente atribuyendo las funciones de la Policía Nacional y Guardia Civil en Cataluña. Se avecinaban cambios y Laure, que era un estratega, sabía que aquel era un momento clave para dar un paso al frente.

      Así que allí estaba, a tan solo un paso de franquear la puerta del que algún día sería su despacho. Golpeó dos veces con los nudillos la puerta entreabierta y una voz desde el interior le invitó a pasar sin mucha efusividad. Entró. De inmediato reconoció a aquel hombre calvo que revisaba concienzudamente las notas tomadas en una mugrienta libreta de tapas grises: Matías Fonseca, su nuevo compañero.

      Sin levantar la vista de su tarea, el policía le indicó con un gesto que tomara asiento en una de las dos adustas sillas de madera del despacho. La habitación no era grande y no se podía decir que estuviera muy ordenada. Montones de papeles y carpetas se apilaban en gavetas de plástico, ocupando gran parte del escritorio en forma de ele. Al otro extremo del mismo, un ordenador de sobremesa permanecía en suspenso mientras en el fondo de pantalla se proyectaban imágenes de carátulas de discos de rock. El mobiliario del despacho lo completaban una estantería y dos armarios bajos repletos de libros y archivadores, una planta mustia y un perchero del cual colgaba una chaqueta con remaches metálicos.

      El joven policía se sentó suponiendo que sería cuestión de segundos que su compañero acabara con lo que estaba haciendo y le prestara atención. Se equivocaba, y al cabo de cinco interminables minutos en los que el silencio solo fue interrumpido por el ruido del bolígrafo de Matías al tomar notas, comenzó a tamborilear los dedos sobre su elegante maletín en señal de nerviosismo.

      —La paciencia es la fortaleza del débil y la impaciencia la debilidad del fuerte.

      —Bonita frase —respondió sin darse por aludido.

      —No es mía, es de Kant —contestó Fonseca, por fin levantando la vista.

      —Soy Laureano Martínez. Puedes llamarme Laure.

      Matías hizo caso omiso a la mano tendida por su nuevo compañero, cerró los ojos y se frotó las sienes con gesto de resignación. Aún sin contestarle, se levantó de su silla y se dirigió parsimoniosamente hacia la puerta. Tras cerrarla se sentó de nuevo en su sillón y fue directo al grano.

      —Mira, te voy a ser sincero. No sé por qué te han puesto a trabajar en este caso conmigo y, sinceramente, me importa un comino. Pero considéralo una suerte. Puedes irte a tu casa tranquilamente y yo haré el trabajo. Luego diré que hemos sido los dos. Considérame un filántropo de la ley.

      —Ni pensarlo… —replicó con incredulidad—. Está bromeando, ¿no?

      —No, pero tenía que intentarlo...

      Sabía de sobra que aquello no iba a funcionar, pero de esa manera dejaba patente sus intenciones de ser él quien llevara las riendas. Le observó cuidadosamente. Las fotografías no mentían. Tenía pinta de yupi, de chulo.

      —En fin, chico… Me imagino que no puedo hacer nada por deshacerme de ti. Eres un tipo con suerte. Si te estás calladito y no tocas nada que se pueda romper, aprenderás mucho.

      —Usted también es afortunado, vigilaré por que no le pase nada peligroso. No parece conservarse en buena forma y a su edad…

      —¡Vaya! Si tenemos un gallito en el corral.

      —Me parece que dos.

      Se quedó mirándole unos segundos. Le gustó su arrogancia. Si al final la putada de su jefe hasta le iba a resultar divertida.

      —¡Vamos,