Julio Carreras

La nave A-122


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Matías se dirigió a su nuevo compañero.

      —¿Qué te parece, chico?

      Laure le miró a mitad camino entre la desesperación y la resignación. Le había dicho en varias ocasiones que le llamara por su nombre. No le gustaba eso de «chico», pero el inspector Fonseca no daba su brazo a torcer con facilidad.

      —Coincido con él. Todo indica que alguien de dentro ha colaborado. Demasiado evidente quizá, y eso me mosquea.

      —A mí también. Seguiremos esa teoría pero sin descuidar la otra alternativa.

      —¿Que no usaran las llaves? No le veo lógica a que forzaran la cerradura de todos esos coches teniendo las llaves a mano.

      —Me refiero a que cogieran las llaves para robar los coches y luego las devolvieran.

      —Pero… ¡eso no tiene ningún sentido!

      —Tampoco robar sesenta y nueve coches antiguos. Tú mismo me lo has dicho esta mañana.

      El principal motivo por el que habían vuelto a la nave, aparte de una primera toma de contacto con los trabajadores, era tratar de determinar de qué manera habían sustraído los coches de aquel lugar. Aún no disponían de las grabaciones captadas por las cámaras de vigilancia ni de la información sobre las primeras pesquisas del resto del equipo, al que por cierto Laure aún no conocía, por lo que solo podían hacer conjeturas. En cualquier otro caso Matías hubiera optado por esperar a tener algo más de información en el briefing que había programado al día siguiente. Pero aquel no era «cualquier otro caso». Su jefe se lo había avisado aquella mañana a primera hora, cuando fue a insistirle para que reconsiderara lo de meter a Laureano en su equipo. Aquella investigación era prioritaria, querían evitar cualquier filtración y esperaban resultados… «¡Pronto!», le advirtió antes de salir de su despacho.

      A falta de comprobar las grabaciones, los vigilantes de seguridad de la zona, los mismos que habían estado en todo momento delante de las imágenes captadas por esas mismas cámaras, habían afirmado en sus declaraciones la mañana anterior que no habían visto nada. Aquello era algo que le escamaba. Tenía un mal presentimiento. ¿Y si no habían visto nada porque no había nada que pudieran ver? Aquella variable, desde luego, afectaba en gran medida a sus teorías sobre el robo.

      Por muchas vueltas que le había dado la noche anterior al son de algunos de sus vinilos preferidos, solo barajaba tres opciones diferentes para hacer desaparecer sesenta y nueve coches.

      La primera, la más plausible, es que los ladrones hubieran utilizado trailers para el transporte de vehículos. Podrían haberlos aparcado directamente en la puerta de la nave, cargarlos y ponerlos rumbo a cualquier parte del mundo. En ese caso tendrían que haber empleado por lo menos ocho trailers para llevarse los sesenta y nueve coches. Dado que solo había una puerta de salida y que en cargar cada remolque se tarda aproximadamente hora y media, la operación podría haber durado toda la noche. Un tiempo exageradamente alto para un robo. Era raro por lo tanto que ningún vigilante se hubiera percatado de la presencia de tal cantidad de camiones y el consiguiente ajetreo en un día festivo.

      La segunda de las opciones es que los ladrones hubieran tratado de llevarse los coches cargándolos en contenedores. La Zona Franca no era solo un área industrial, sino que también contaba con una importante parte destinada a fines logísticos, por lo que la circulación de contenedores por sus calles era habitual. La principal dificultad en ese caso sería el mover los coches hasta la zona de carga. No era tarea fácil, pero tampoco imposible. En primer lugar, habría que conducirlos por las calles aledañas a la nave, evitando los controles de la zona aduanera, para luego cargarlos uno a uno en contenedores. El problema, según le explicó Fonseca a Laure, es que cargar un vehículo en un contenedor no es coser y cantar… ¡Y estaban hablando de sesenta y nueve coches! Quince personas operando a la vez, dos por cada desplazamiento, habrían tardado por lo menos veinte horas. Algo que se antojaba casi más difícil que ver a Willy Toledo en el desfile de tropas del día de la Hispanidad agitando una banderita rojigualda.

      La tercera posibilidad era más extravagante si cabe: llevarse los coches por carretera. Desde el punto de vista de burlar la vigilancia quizá era la más sencilla. Si los ladrones conocieran la frecuencia de paso de las patrullas de seguridad y la periodicidad con la que se emitían las imágenes de cada cámara en el centro de control, podrían haber esquivado la seguridad del Consorci. Aun así, para eso hubieran necesitado coordinar a sesenta y nueve personas. Aquello hubiera sido un auténtico circo.

      Las tres opciones eran casi imposibles, pero por muchas vueltas que le dio, no veía otra alternativa, y Laure tampoco fue de mucha ayuda a la hora de plantear nuevos escenarios. Por el momento, seguían condenados a tener que esperar las imágenes grabadas por las cámaras de seguridad para ver cómo demonios habían sacado los coches de allí. Hasta entonces todo serían castillos en el aire.

      Necesitaban de nuevo a León. Tal vez el veterano empleado podría ayudarles a echar algo de luz sobre el asunto.

      El mecánico se encontraba enfrascado en el acondicionamiento de un llamativo Cupra GT en la otra punta de la nave. Tenía medio cuerpo metido bajo el capó del coche y a su lado, una pequeña radio de bolsillo retransmitía el último parte de las noticias. Estaba tan concentrado en su trabajo que no vio aproximarse a la pareja de policías.

      —¿Cómo crees que han sacado los coches? —le disparó Laure sin más preámbulo.

      León, sin prisas, acabó de ajustar la pieza en la que estaba trabajando, se limpió las manos de grasa con el trapo rojo que colgaba de su cintura y levantó la vista hacia él. Fue un breve instante, milésimas de segundo, pero su mirada lo dijo todo: no le gustaba que le interrumpieran, no le gustaba ese asunto y tampoco le gustaba Laure. Rápidamente, como si se hubiera dado cuenta, cambió el gesto y volvió a ser el dispuesto y amable hombre que habían conocido hasta el momento.

      —En tráileres.

      —¿Tan claro lo tiene?

      —Sí. No veo otra opción.

      —¿Y sacarlos conduciendo? —Fonseca no se contentaba con la respuesta, quería exprimir todas las posibilidades.

      —Es algo… digamos que absurdo.

      Ambos hombres se quedaron mirándole intrigados y, sin pronunciar palabra, los dos hicieron el mismo gesto a la vez para que continuara.

      —Como comprenderán, estos coches no tienen siempre el depósito lleno de combustible. No tendría sentido. Disponemos de unos bidones que utilizamos para poner la gasolina que necesitamos en cada momento —dijo señalando al fondo de la nave.

      —La gasolina la utilizamos para comprobar que el motor funciona, incluso para hacer pequeños desplazamientos—continuó León—, nunca más de unos pocos kilómetros. Si se necesita más, para transportarlos a un evento o similar, los llevamos a la gasolinera.

      La opción de los contenedores de carga ni se la había planteado, pero una vez escuchó la teoría del inspector Fonseca, también la dio por imposible. Requería no solo mucho tiempo sino también destreza. Los coches que habían robado eran muy dispares en su tamaño y forma, con lo que acomodar cada uno de ellos a un contendor de manera que no se movieran en el transporte supondría una gran cantidad de tiempo.

      Aquel hombre no daba puntada sin hilo. En cualquier caso, fuera como fuese, no podían descartar ninguna vía hasta que no vieran los vídeos.

      —¿Necesitan algo más de mí? Debería volver al trabajo—añadió León con una sonrisa.

      —No… por ahora no.

      —Parece divertirle este asunto… —inquirió esta vez Laure.

      —Para nada señor. Estos coches son parte de mi vida. Solo que estoy tan asombrado como ustedes por cómo se ha producido el robo —aquel maldito mecánico les tenía calados — que me hace gracia sentirme parte de esta historia.

      Antes de retirarse, Matías y Laure se entrevistaron con el resto de trabajadores de la nave A-122. Nada de lo que les dijeron