Julio Carreras

La nave A-122


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      Encendió su portátil, mirando de reojo cómo su compañero ya se había puesto manos a la obra. No se le veía muy ducho manejando el ordenador. ¡Por Dios! Si hasta tecleaba con un solo dedo. Aquel tipo era un dinosaurio… Mejor para él.

      Mientras esperaba impacientemente a que acabaran de cargarse los programas, se entretuvo acariciándose uno de los caracolillos de pelo rubio que le asomaban por la nuca, una pequeña manía que siempre le sobrevenía cuando estaba en tensión. Tenía que tomar la delantera de una vez por todas.

      —¿Te importa si pongo algo de música? —preguntó Matías a los cinco minutos de haber comenzado el trabajo. Algo insólito en él, que no solía molestarse ni en preguntar.

      —Bien, si es tranquila… Algo de chill-out si tienes.

      —Chill-out —respondió con voz socarrona—. Creo que tengo algo por aquí… A ver que vea… no. ¡Vaya, me debo haber dejado el CD en el coche!

      Al cabo de unos segundos, las incomparables voces de Bowie y Mercury emergieron del pequeño equipo de música de Matías inundando la habitación.

       Pressure pushing down on me Pressing down on you, no man ask for Under pressure that burns a building down Splits a family in two Puts people on streets

      «Al menos era soportable», se dijo Laure para sus adentros.

      Pasaron cerca de dos horas buscando patrones comunes entre aquellos coches, alguna pista para averiguar por qué los habían robado, pero por mucho que escudriñaron no fueron capaces de encontrar nada.

      —¿Y si no hay ningún patrón? —le preguntó Laure, harto de la infructífera tarea.

      —Tiene que haberlo. ¿Por qué si no cogieron esos coches y no otros? Nadie roba algo porque sí. Si hubieran robado los que estaban más cerca de la puerta, o los que eran más fáciles de maniobrar, no me lo preguntaría. Pero todo apunta a que la elección no ha sido al azar.

      —¿Y si simplemente se llevaron aquellos de los cuáles habían podido copiar la llave?

      —Entonces puede que tuviera sentido que lo hicieran de manera aleatoria. Pero alguien que se molesta, según creemos, en copiar tantas llaves, ¿no se preocuparía antes de elegirlas? Averiguarlo es importante porque si lo sabemos, podemos determinar por qué quería esos coches, y a partir de aquí será más sencillo investigar quién está detrás de todo esto —concluyó en modo aleccionador—. Agotemos posibilidades.

      Laure se quedó pensativo unos segundos.

      — Creo que estamos haciendo esto mal… —dijo poniéndose en pie—. ¡Dejémonos de programas y miremos con los ojos!

      Matías se pasó la mano por la cabeza. No le gustaba que lo dijera él, pero tal vez tuviera razón. A lo mejor el patrón no tenía nada que ver con números, datos o precios.

      —¿A la antigua?

      —¡Exactamente! Como cuando tú estudiabas.

      Un gesto de aprobación por parte del veterano inspector sirvió para que los dos se pusieran manos a la obra.

      Mientras su joven compañero imprimía las fotos, Matías, refunfuñando, ordenó su despacho por primera vez en mucho tiempo. Quizá ordenar fuera una palabra demasiado fuerte para referirse a la reubicación de papelorios que hizo en poco menos de diez minutos. Las gavetas con documentos se trasladaron a los huecos que encontró en la estantería. Los libros, habitualmente amontonados en la parte superior de sus armarios, pasaron a formar parte de una tan alta como irregular torre en una esquina del despacho. Al final, solo la planta mustia conservó el privilegio de mantener su posición.

      —¡Vaya! —exclamó asombrado—. Tanto tiempo quejándome del despacho y al final no es tan pequeño.

      Acto seguido los dos hombres comenzaron a distribuir las ciento veinte fotografías por encima de la mesa y el suelo para luego marcar las de los coches robados con una equis en rojo en el borde superior. Ahora tocaba devanarse los sesos de nuevo.

      Tras cerca de media hora haciendo y deshaciendo montones de fotos de coches como si de dos chiquillos cambiando cromos en el recreo del colegio se tratara, por fin uno de ellos se iluminó y lo vio claro.

      —¡Lo tengo! —dijo Matías con aire triunfal.

      —¿Qué?

      —¡Es tan fácil que parece ridículo! Han robado los coches menos llamativos.

      Su compañero de inmediato lo vio con la misma claridad. Los prototipos, el extravagante papamóvil, coches de competición, los concept cars y otros originales vehículos, pese a tener un alto valor no habían sido robados. Tampoco los coches deportivos, pintados en llamativos colores. Simplemente se habían llevado los que podrían verse, no sin cierta sorpresa y evocación de tiempos pasados por cualquier ciudad de España sin provocar el instinto inmediato de llamar a la policía.

      CAPÍTULO CUATRO

       UNA HOSTIL BIENVENIDA

       30 de diciembre de 2002

      Llevaba varios minutos esperando en el promontorio donde se cruzaban aquellas dos desgastadas y angostas carreteras. No sabía de dónde venían, ni a dónde se dirigían, ni siquiera cómo había llegado hasta allí. Las verdes colinas se extendían hasta donde su vista podía alcanzar y solo los desperdigados pazos, diminutos en la lejanía, rompían la monotonía de los prados. El cielo, plomizo, vaticinaba tormenta y la humedad comenzaba a adueñarse de sus huesos.

      El sonido del motor de un coche rompió el silencio. Avanzaba lentamente hacia su posición por una de las sinuosas carreteras que recorrían aquellos parajes. Conforme se fue acercando reconoció la familiar silueta de un Seat 124 blanco. El mismo modelo que tenía su difunto padre. Sintió una inquietante sensación de curiosidad; no era consciente del todo de qué estaba sucediendo ni era capaz de recordar a quién estaba esperando.

      El coche se detuvo a cien metros de distancia, en medio del camino, y de él salió Ramiro. Lo reconoció por su característica manera de moverse, flotando, como si todo en su vida fuera felicidad. No llevaba las gafas y a su edad empezaba a costarle distinguir las caras a cierta distancia; pero sí, era él, no podía tratarse de otra persona.

      Ramiro cerró con cuidado la puerta, como si no quisiera hacer daño al coche, y avanzó hacia donde él estaba. Conforme fue acercándose constató que no se había equivocado, su sonrisa era inconfundible. «Ramiro… —pensó para sus adentros—, siempre inmerso en problemas, siempre inclinándose hacia la decisión incorrecta, pero inquebrantablemente optimista». Le tenía un gran afecto a ese chico, pero si algún día tenía un hijo esperaba que no fuera como él.

      Entonces se percató de la mancha de color que se extendía por la camisa de Ramiro. Era roja, brillaba y se le pegaba al cuerpo de manera viscosa. En seguida se dio cuenta del motivo: un corte atravesaba su cuello de lado a lado y de él brotaba la sangre de manera escandalosa. A pesar de eso, no dejaba de sonreír y con una mueca inmóvil continuaba avanzando hacia su posición.

      Un sudor frío recorrió su cuerpo. Quería moverse y no podía. Quería gritar y no podía. Sentía angustia. La muerte, personificada en Ramiro, avanzaba hacia donde él estaba. Por fin la voz salió de su garganta y profirió un desgarrador alarido.

      Se despertó empapado en sudor, jadeando, y una inmensa tristeza le invadió por dentro. Hacía tiempo que no soñaba con Ramiro, con esa parte oscura de su vida que deseaba olvidar pero que siempre volvía.

      Le costó unos minutos tranquilizarse, habían vuelto los fantasmas. Cuando por fin notó que su pulso volvía a la normalidad, Matías se incorporó y dio un largo trago al vaso de agua que presidía su mesita de noche. Miró el despertador. Eran las cinco de la mañana. Sabía que no podría volver a conciliar el sueño, así que se levantó. Aún tenía algo de tiempo