Julio Carreras

La nave A-122


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términos anglosajones a todo para que parezca más moderno) de la unidad del inspector Fonseca.

      El encuentro tuvo lugar en una de las salas multiuso del edificio de la Vía Laietana. Una espaciosa habitación de paredes claras, con varias sillas de oficina color gris, presidida por una foto del rey. La luz era enfermiza y los tubos de neón que iluminaban la estancia emitían un casi imperceptible pero molesto zumbido. Demasiado impersonal, demasiado blanco, demasiado artificial.

      Laureano Martínez, al igual que el resto del equipo, acudió puntualmente a la cita. No se esperaba una calurosa bienvenida por parte de los hombres de Fonseca, aunque a decir verdad, tampoco se imaginaba que fuera a ser tan fría. Se sentía incómodo, como un chico engominado con polo fucsia y jersey anudado a los hombros en un garito gótico. Ninguno de los presentes le obsequió con algo más que no fuera un gélido saludo de cortesía. No creía posible que todos fueran unos estúpidos insociables, así que supuso que su incorporación no había sido «bien vendida» por su nuevo socio. Tenía un duro trabajo por delante para ganarse a aquellos hombres, pero su autoestima era alta. Lo conseguiría. Estaba seguro.

      Matías les informó de manera oficial de la buena noticia: la incorporación de Laure al equipo y del rango de igual a igual que tenían en la investigación. Nadie podría acusarle de hacerlo, pero el tono socarrón en su bienvenida era una clara declaración de intenciones. No hacía falta puntualizarlo, pero estaba seguro que sus hombres comprendieron perfectamente que cualquier novedad sobre el caso se la debían transmitir personalmente a él en primer lugar.

      Tras las escuetas presentaciones de rigor, dio paso a sus agentes para que le pusieran al día de sus averiguaciones en torno al caso. Los primeros en hablar fueron Miquel Coll y Maikel Antunes, los Jacksons.

      —En ninguna de las ferreterías que hemos visitado, y han sido unas cuantas, reconocen haber duplicado las llaves —comenzó explicando Maikel—. La opción que barajamos es que alguno de los trabajadores se las llevara a su casa y, una a una, las fuera copiando.

      —León, el mecánico, nos dijo que él personalmente cerraba cada día el armario metálico donde se guardan las llaves. Se hubiera dado cuenta si faltara alguna —apuntó Laure.

      —En ese chunche hay ciento veinte llaves. Cualquiera puede haber puesto una llave falsa guindada de uno de los ganchos… Nadie se daría cuenta.

      —Continúe, Coll…

      —Hemos elaborado una lista con todas las personas que tenían acceso a las llaves e información sobre los vehículos. Unas trece personas. Los siete trabajadores de la nave A-122, tres personas de mantenimiento, la limpiadora y dos cargos por encima que tienen acceso a todo —dijo mientras le tendía un folio con una serie de nombres.

      Matías le dio un vistazo y se la pasó directamente a Laure, gesto que no pasó desapercibido para ninguno de los presentes. Su jefe estaba cumpliendo a rajatabla las órdenes de arriba, algo extraño en él. Algunos de los nombres le eran familiares, con buena parte de ellos había hablado el día anterior.

      —Hemos estado buceando en su pasado, pero no hemos encontrado nada turbio —puntualizó el mulato.

      —Wiggum nos ha pasado el listado de teléfonos —continuó su compañero lanzando una mirada de agradecimiento hacia el fornido policía que estaba repantigado en su silla— y hemos comprobado que ninguno de ellos hizo o recibió llamadas desde la Zona Franca durante el robo. Más aún, hemos podido constatar sus coartadas. Todos estaban donde nos dijeron ayer.

      —¿Siguientes pasos?

      —Seguir indagando sobre ellos… y visitar ferreterías cerca de sus casas.

      —¡Macanudo! ¡Más ferreterías! —se quejó Antunes—. Si de ahí no vamos a poder rascar nada, jefe.

      —Antunes, la gota horada la roca no por su fuerza sino por su constancia —recitó Matías en alto.

      —¿Es suya? —preguntó Laure a Sonia en voz baja.

      —No. Las saca de los azucarcillos del café —le respondió la agente en un susurro.

      La información entre su equipo fluía de manera natural. Todos sabían perfectamente lo que le podía y no podía interesar al resto. Aquella era la clave de su éxito, la rapidez, transparencia y ausencia de personalismos. Algo, esto último, a lo que Laure no estaba muy acostumbrado.

      Wiggum, sin mover ni un solo músculo de su cómoda postura, aprovechó la mención para indicar que había revisado uno por uno los números de teléfono de los trabajadores, había desechado también las llamadas hechas a fijos, pero aún le quedaba mucho por hacer para poder localizar algún número sospechoso. «Un trabajo de chinos», añadió.

      —¡Buen trabajo! Seguid buscando, ampliad la lista si es necesario.

      Tras explicarles brevemente la conversación mantenida el día anterior con León, las conclusiones que habían sacado sobre el uso de camiones de transporte y la más que factible posibilidad de que alguien de dentro estuviera involucrado, se centró en las indagaciones que había estado haciendo la otra pareja de agentes.

      —¿Y ustedes? —dijo mirando directamente a la agente Moyá—. Ayer me pasé todo el día esperando que me dijeran algo sobre las cámaras.

      —No tenemos nada… Pero eso es lo más interesante de todo. Ya sabemos por qué los vigilantes no vieron nada extraño. Resulta que hace tiempo alguien introdujo un virus en el sistema informático del Consorci. El virus ha estado latente, oculto, hasta que hace unos días se activó. Puede que utilizaran algún troyano para…

      —¡Moyá…que parece una persiana! —bramó Fonseca impaciente ante la dilatada explicación de la agente.

      —El sistema de vigilancia por videocámara fue boicoteado —resumió Wiggum.

      —¿Cómo? —aquello era algo que podía dar la vuelta al caso—. ¡Explíquese!

      La mañana anterior, Moyá y Capdevila habían acudido a la sede principal del Consorci, la empresa encargada de la gestión de la Zona Franca, para solicitar las imágenes captadas por sus cámaras de seguridad. Aquellas imágenes echarían un poco de luz sobre el asunto. Como mínimo servirían para averiguar cómo se habían llevado los coches, y a partir de ahí podrían centrar el tiro de las investigaciones. Con suerte hasta podrían hacerse con alguna imagen de los ladrones. Para su sorpresa, en lugar de ser la típica visita en la que solicitaban información y un alto mando con voz condescendiente les informaba que tan pronto como pudieran se la enviarían, la reunión fue mucho más operativa de lo que imaginaban.

      —Nos recibió un ingeniero informático llamado Ignacio Brey. Tenía que haber visto a ese tipo —puntualizó Moyá—. ¡Vaya friki!

      La agente continuó.

      —Brey nos informó sobre el ataque cibernético que sufrieron el día de Navidad. Según parece, tiempo atrás alguien se había colado en sus sistemas y alojado un virus informático. Aún no han podido averiguar ni cómo ni cuándo, pero están en ello. Por su entusiasmo al describir cómo actuaba el virus, parecía que estaba narrando un hito en la historia de la informática moderna.

      El programa había permanecido en estado de letargo y se había activado el veinticuatro de diciembre a las nueve de la noche, precisamente cuando todos, incluso los vigilantes de seguridad, se preparaban para cenar y felicitarse las fiestas entre turrones, polvorones y cava. El virus actuaba recuperando imágenes antiguas, tomadas en fin de semana a la misma hora que la actual y sustituyendo estas por las nuevas. De este modo, los vigilantes difícilmente se darían cuenta de que lo que veían y grababan las cámaras no era lo que estaba sucediendo en la realidad. La peculiaridad del ataque, según lo que habían podido averiguar, es que el engaño solo había ocurrido con determinadas cámaras, justo las que cubrían el sector que ocupaban las instalaciones donde había tenido lugar el robo.

      Su explicación concluyó con una disertación, bastante subjetiva, sobre la repugnancia que le daba tener que trabajar con Windows, y que eso con un Mac no habría pasado