Julio Carreras

La nave A-122


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durante la conversación. El único caso diferente fue el de Bernardino, un hombre regordete y de nariz chata, excesivamente nervioso, que hasta les enseñó fotos de toda su familia para justificar que había viajado hasta casa de su suegra en Cadaqués para tomar su tradicional bou estofat, del cual también enseñó foto. Como cabría esperar, el sentimiento de todos los trabajadores era de desconcierto. Se sabían sospechosos, pero eran incapaces de concebir quién de ellos podía haber orquestado algo así.

      * * *

      —Créame, si hubiera hecho sesenta y nueve copias de llaves de coches antiguos a la misma persona me acordaría.

      —Haga memoria por favor.

      —Oiga, yo no me puedo acordar de todos los trabajos que me encargan. Si tuviera esa memoria sería registrador de la propiedad y no trabajaría de sol a sol en la ferretería de mi padre.

      — Y su padre, ¿también chambea aquí?

      —¿Qué?

      —Disculpe. Que si también trabaja aquí.

      A pesar de llevar diez años en España, Antunes se negaba a abandonar la jerga de su país. «Lo único que me ata aún a mi tierra. Mi pequeña aportación a la construcción de la lengua de Cervantes», solía argumentar para defender sus reticencias a hablar en cristiano.

      —¡Válgame Dios! Dónde hemos ido a parar… ¿Cuántos años se cree que tengo? Mi padre tiene ochenta y tres años. ¡Cómo cojones va a trabajar aquí!

      Aquel enjuto hombre de aspecto aparentemente afable, con gafas de pasta demodé y jersey gastado, resultó ser un saco de malas pulgas.

      Aquella era la decimosexta ferretería que visitaban. La última en el radio de un par de kilómetros que se habían marcado como distancia prudencial alrededor de la nave A-122. Si uno de los empleados había utilizado las paradas de las comidas o almuerzos para copiar las llaves, no tenía sentido que hubiera ido más lejos.

      —Discúlpeme —dijo un esforzado Coll en un último intento de llevar la conversación a buen puerto—. Pongamos que no ha sido una persona sola, pongamos que hayan sido varias... ¿Alguno de estos hombres le resulta familiar?

      —El encargado de la ferretería miró con gesto de hastío las fotos que había desplegado Miquel sobre el mostrador.

      —No. No conozco a ninguno.

      —¿Está seguro?

      —No hizo falta que respondiera. Una mirada bastó para saber que aquel hombre ya les había dicho todo lo que les tenía que decir.

      —Muchas gracias por su colaboración, señor —dijo el agente a la vez que recogía lentamente las fotos del mostrador—. ¡Qué tenga un buen día!

      De nuevo en la calle los dos hombres se miraron con resignación. No habían tenido suerte. Seguían sin encontrar una sola pista.

      —¡Vaya «chancludo» el viejo!

      —Así le va —respondió Coll aludiendo a que era la única de todas las ferreterías en las que no había ni un solo cliente.

      —Estoy «a verga» de andar —dijo Antunes—. ¿Vamos a tomarnos unas chelas?

      —¿Qué?

      —Cervezas.

      —Estamos de servicio.

      —Vamos, Coll, relájate un poco, para mí una chela y para ti, zumo de zarzaparrilla.

      —Bueno, supongo que por una vez…

      Se sentaron en un pequeño bar de barrio que hacía esquina por Santa Eulalia, uno de esos sitios con barra de metal, olor a tabaco y comida barata, en los que los clientes se conocen por el nombre y el camarero sabe hasta qué punto puede fiar a cada cada uno. Pidieron las bebidas, y al cabo de unos minutos ya tenían delante un par de cervezas heladas, acompañadas por un ridículo platito de olivas partidas y otro de cacahuetes salados.

      —Esto pinta mal. Seguro que el jefe nos hace chequear todas las ferreterías de aquí a Lima.

      —Bueno… ya le conoces. No le gusta dejar cabos sueltos. Además, me parece que se juega mucho en este caso.

      —¿Por lo de Gallart? ¡Eso es una «pendejada»!

      —No…, bueno, sí... Bueno, sí y no. Ya sabemos su obsesión por alcanzar el récord de casos seguidos resueltos, pero yo creo que lo que más le preocupa es lo de ese nuevo compañero.

      —Ese chico nos va a chingar.

      —Imagínate! Llamarnos uno a uno a todos para decirnos que nos anduviéramos con ojo.

      —Está mal del ala ese «joputa».

      Miquel miró a su compañero con reprobación. Aunque a veces se comportara como un capullo, tenía un gran respeto por Matías. En realidad, todos ellos lo tenían. Detrás de esa facha de amargado había un jefe que siempre se preocupaba por ellos. Confiaba en su equipo, les dejaba hacer y sabían que jamás les dejaría con el culo al aire.

      —¡No jodas vos! Que estoy bromeando. A ese «chele» le quiero yo más que a mi padre.

      * * *

      Antes de volver de nuevo a la comisaría, Matías y Laure se detuvieron a tomar una comida ligera en un bar cerca de la Zona Franca. Ninguno de los dos tenía mucho apetito: Laure porque no abusaba de la comida que no fuera estrictamente la marcada por la dietista personal de su mujer, Tanushree, una hindú experta en ayurveda; y Matías, simplemente porque después de los abusos durante las fiestas, tenía un ardor de estómago insoportable.

      Aprovecharon el almuerzo para tantearse y al final, ambos llegaron a la misma conclusión: preferían trabajar solos. Al veterano policía su nuevo compañero le pareció un petulante. Era un tipo listo, lo reconocía, pero demasiado preocupado por salir en la foto. Estaba «castigado» a trabajar con él, así que lo mejor era aprovechar sus cualidades y acabar cuanto antes con aquello. A Laure, por su parte, Matías le pareció un infeliz, un tipo acomodado en su puesto, con aires de grandeza, pero a la larga, condenado al ostracismo. Alguien que utilizaba la arrogancia para protegerse ante sus limitaciones. A pesar de todo tenía que camelárselo, y eso pasaba por reírle las gracias y jugar a su juego; solo así podría adelantarse y poder ponerse las medallas con sus jefes.

      Ninguno de los dos disfrutó de la comida.

      Ya de vuelta en la Jefatura de policía los dos hombres dedicaron la tarde a revisar la información que, poco antes de irse, les había proporcionado León en una memoria USB color plateado con el nombre de la empresa en letras rojas. La relación de todos los coches robados, imágenes y la información de la que disponían en la base de datos interna. Según les dijo el responsable de la nave A-122, por muchas vueltas que le había dado la noche anterior no había sido capaz de establecer una conexión clara. «No se preocupe, seis ojos ven más que dos», le respondió el policía tratando de aligerar su sentimiento de culpabilidad.

      Buscar un patrón que les aclarara el porqué habían robado esos coches y no otros no iba a ser tarea fácil. Sobre todo si la persona que mejor los conocía no había sido capaz de encontrarlo. Sin embargo, la policía contaba con programas informáticos que podían facilitar esa tarea mediante complicados algoritmos.

      Matías propuso que trabajaran en paralelo, algo bien recibido por Laure, que era un maestro en el uso de ese tipo de herramientas. Aquello le daría una oportunidad de demostrar sus habilidades.

      —Pues entonces, ¡vamos allá! Busca un hueco por donde puedas mientras me copio la información de la memoria USB. Yo empezaré por el precio de mercado y tú por el año de fabricación.

      —De acuerdo, pero lo del hueco no lo veo sencillo sin que antes ordenes un poco tus papeles.

      —Joder, ¡pareces mi madre! El orden consiste en saber dónde está cada cosa. ¡Ni se te ocurra tocar nada!

      Laure se las apañó para encontrar un hueco en el que situar