¿Sabía qué? Lo único seguro era que intentaría enterarse de todo.
Sonó el timbre de salida. Graciela guardó todo en la mochila y se acercó al banco de los chicos.
—En la plaza no se puede –les dijo–. Se enteró Miriam.
—¿Miriam? –Fabián no lo podía creer– ¿Cómo hizo la gorda para leer el papel?
—¿Cómo hizo? ¿Cómo hizo? Lo leyó –Fede estaba furioso–. Lo leyó porque ustedes son dos salames que se andan pasando papelitos delante de ella.
—¡Pero yo me lo guardé en el bolsillo! –se defendió Fabián–. ¿Qué tiene Miriam, rayos láser?
—No, ella no tiene rayos láser, vos tenés el bolsillo agujereado, gil –le contestó Federico.
—Bueno, paren. Lo que es seguro es que hay que cambiar de lugar –dijo Graciela.
—Podemos reunirnos en casa –propuso Fabián.
—¿Para qué vamos a ir a tu casa...? –sonó la vocecita chillona de Miriam en sus orejas.
—Para matar a una gorda metida, ¿querés venir? –le contestó Fede.
—¡Tarado!
Y con esa respuesta, Miriam se fue a formar, ofendida, pero con la oreja atenta a pescar en qué andaban sus compañeros.
El encuentro de esa tarde estaba resuelto: a las cinco en la casa de Fabián. Se despidieron en la puerta después de recomendarse mil veces que nadie hablara del asunto ni con el espejo.
Capítulo 2
Si se iban a encontrar esa tarde debía ser para algo importante, iba pensando Miriam, mientras golpeaba las paredes con el rollo de cartulina que había llevado para hacer la lámina del aparato respiratorio. La maestra no había dado ningún trabajo en grupo, así que no se iban a reunir para hacer tarea. Tampoco era el cumpleaños de nadie. No iban a ir a la plaza para andar en bicicleta, porque cuando los chicos salían en bici siempre iban solos, no con las chicas.
Si iba Graciela, seguro que también iba Paula, porque siempre andaban juntas. Y si iba Fabián, seguro que también iba Fede, porque a Fabián solo, nunca se le ocurría nada.
Había cuatro, seguro, en esa reunión, pero, ¿iba alguien más? Eso lo podía averiguar por teléfono. Podía llamar a uno por uno y preguntarles si esa tarde iban a la casa de Fabián.
¿Y si todo el grado iba a la casa de Fabián y no la habían invitado? No. No creía. Nunca nadie había podido organizar una fiesta sin que ella se enterara. No era una fiesta, aunque... ¡la fiesta la podía organizar ella! Aunque, si ella no podía ir a lo de Fabián porque no la habían invitado, lo que sí podía hacer; ¡era arruinarles la reunión, o la fiesta, o lo que fuera!
Contenta con su idea metió la cartulina en la mochila y apuró el paso. Tenía poco tiempo, si quería que todo saliera bien.
A las cinco de la tarde, sonó el primer timbre en la casa de Fabián. Fabián atendió el portero eléctrico y escuchó la voz de la madre de Paula.
—Fabiancito…, ¿está tu mamá?
—Se está bañando –mintió Fabián rápidamente.
—Bueno, acá la dejo a Paulita. A las siete la vengo a buscar. Pórtense bien.
Fabián salió a esperar a Paula al ascensor.
—¡Hola! –saludó, mientras abría la puerta del ascensor con un aparatito de control remoto que acababa de inventar–. ¿Cómo hiciste para que te dejaran venir?
—Le dije a mi mamá que teníamos que preparar un trabajo en grupo para Naturales –dijo Paula mientras intentaba cerrar la puerta del ascensor–. Che, se trabó la puerta –avisó.
—Ya sé. Mi control remoto sirve para abrirla, pero se traba en la mitad y después no cierra. Lo tengo que perfeccionar.
—¿Lo hiciste vos? –a Paula le sorprendían los inventos de Fabián, aunque no podía entender cómo le divertía perder el tiempo con eso.
—Sí, nena, ¿no te acordás que te conté? Pero así no sirve. Para mí, es la botonera. Esperá que lo desarmo.
Fabián se metió en su casa y dejó a Paula forcejeando con la puerta del ascensor.
—¡Fabián! –gritó Paula–. No la puedo cerrar.
Pero Fabián ya estaba sumergido en su control remoto con pinzas raras, destornilladores y alambres. Paula tuvo que entrar a buscarlo.
—Te digo que la puerta no cierra –le repitió.
—Bueno, dejala así.
—¿Abierta?
—Sí, ahora voy.
—¿Por qué no llamás a tu mamá? –sugirió Paula que ya se estaba poniendo nerviosa.
—Porque no está –le confesó Fabián sin sacar la nariz del soldador.
—¿Pero no se estaba bañando? –Paula estaba cada vez más nerviosa: si su mamá se enteraba de que estaba sola con Fabián y que además, habían roto la puerta del ascensor, se iba a comer una penitencia de aquellas.
—No. Dije que se estaba bañando para que tu mamá te dejara entrar –le explicó Fabián–. No creo que lo pueda arreglar ahora, se me acabó el estaño.
—Bueno, dejalo y vamos a cerrar la puerta –Paula insistía. Por lo menos que nadie fuera a quejarse.
—Vamos. Traé ese martillo –le dijo Fabián desde el pasillo.
Paula salía con el martillo en la mano cuando sonó el timbre del portero.
—¡Mi mamá! –se sobresaltó Paula.
—No, debe ser alguno de los chicos.
—Seguro que es mi mamá.
—Mirá, quedate tranquila, porque si es tu mamá, no puede subir porque no hay ascensor.
Fabián atendió el portero eléctrico. Paula tenía la oreja pegada al tubo, pero no escuchaba nada.
—No, señora. Mi mamá no está… Paula está conmigo, sí… ¿Los chicos? No, no viene nadie más, estamos solos, pero no podemos bajar porque Paula rompió el ascensor.
A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas. Las piernas le temblaban.
—¿Que se la lleva a su casa? Bueno, pero suba por la escalera porque el ascensor no anda. Tu mamá –confirmó Fabián.
Paula, muda para siempre, agarró su mochila y sin soltar el martillo empezó a caminar hacia la puerta. Escuchaba pasos en la escalera cada vez más cercanos. No se le ocurría pensar, ni siquiera, una excusa para salvarse.
Terminaron los pasos en los escalones y avanzaron por el pasillo. Sonó el timbre del departamento y, sin esperar respuesta, se abrió la puerta. A Paula se le cayó el martillo de la mano.
—Hola… –saludó el papá de Fabián.
Paula se largó a llorar, no sabía bien si del susto o porque el martillo le había dado en el pie.
—¿Pasa algo? –preguntó el padre de Fabián extrañado.
—No, nada, que se trabó la puerta del ascensor –le contestó Fabián haciéndose el desentendido.
—¿Y por eso está llorando? –volvió a preguntar el padre de Fabián, sospechando que le ocultaban algo.
—Eh… sí. Ella, cada vez que se rompe algo, llora. Es muy… sensible. Mirá, llora hasta cuando se le rompe la mina de un lápiz –Fabián se dio cuenta de que no había sido muy convincente–. Cuando la madre hace la comida y rompe un huevo, también se pone a llorar.
Paula