estábamos en el baño, ¿no?, y cuando tocó el timbre escuchamos una canilla abierta y entonces nos subimos…
—¡Para de hablar, cotorra! –le dijo Federico tapándole la boca–. Vamos.
Cuando cerraron la puerta quedaron en total oscuridad. Solo distinguían el reflejo de sus delantales blancos. Se agarraron de la mano y empezaron a caminar.
En el aula, Miriam, sonriente, esperó la llegada de sus compañeros. Suponía que cada uno traía una bombita llena de agua, escondida en algún lado. A medida que entraban los miraba como diciendo: “Y… ¿todo listo?”. Pero nadie le contestaba.
Esperó a que llegara Federico. Por ahí, era el único que lo sabía. Pero Federico no llegó, ni llegó Fabián, ni Paula, ni Graciela. La Foca comenzó la clase. Los chicos no aparecían y Miriam empezó a sospechar que le habían tomado el pelo. Lo primero que pensó fue en vengarse de ellos diciéndole a la Foca que faltaban cuatro compañeros, pero no se animó. Además, mejor iba a ser descubrir ella misma dónde se habían metido. Fingiendo que copiaba el mapa hacía conjeturas para adivinar dónde podían estar. Trató de recordar todo lo que había escuchado los últimos días. La Foca seguía dibujando.
Capítulo 4
—Che, ¿cerraste la puerta con llave? –preguntó Federico que caminaba adelante.
—No –contestó Fabián.
—No cierres –dijo Graciela–, a ver si nos quedamos encerrados acá adentro.
—Yo mejor me voy –lloriqueó Paula.
—No te podés ir ahora, no va a pasar nada –la tranquilizó Fabián.
—¿Y si viene alguien? –siguió Paula.
—¿Quién va a venir, nena? ¡Cortala! –le dijo Federico de mal modo–. Cállense y síganme a mí.
Iban avanzando por un pasillo angosto y con techo muy bajo. No había nada de luz.
Por el ruido, en el suelo debían haber papeles y maderas. Caminaban muy despacio para no tropezarse. En algún lugar debía empezar la escalera. Se apretaban las manos muy fuerte. De repente, Graciela pegó un alarido.
—¿Qué pasó? –preguntaron los chicos que iban adelante.
—¡Una araña! –dijo Graciela sacudiéndose las telas de la mano.
—¡Uy, nena! ¿Qué querías encontrar en un sótano? ¿Cortinitas blancas con voladitos? Debe haber millones de arañas y ratas también, así que no chilles más.
Las chicas ahogaron un gritito de asco.
—¡Paren! –ordenó Federico–. Acá empieza la escalera. Pero cuidado que el piso está roto y se pueden ir para abajo.
—¡Pará, Fede! ¿Cómo sabemos lo que hay ahí abajo? –lo frenó Graciela.
—Un sótano, qué va a haber…
—Yo no puedo pasar por ahí, me voy a caer –dijo Paula.
—Hacé lo mismo que hago yo. Vení, dame la mano –le ofreció Fabián.
De a uno, fueron bordeando el pozo por una madera que tenía atravesada y empezaron a bajar los escalones. La escalera también estaba rota. Fede seguía adelante buscando la manera más segura de bajarla. De vez en cuando, algo crujía bajo sus pies. Paula tenía las uñas clavadas en la mano de Fabián. Estaban descendiendo al centro de la Tierra. Esa escalera era interminable.
—¡Che, acá no se ve nada! –dijo Fabián.
—¿Y para qué trajiste la linterna, salame? –le contestó Federico.
—Para mirarle las piernas a Graciela –Fabián se había puesto chistoso de repente. La verdad es que, con el susto, se había olvidado de que tenía una linterna. La sacó del bolsillo y la prendió. ¡Maldición! Se le estaban acabando las pilas. No iluminaba más allá de sus pies.
—Pasámela, que yo voy adelante –le pidió Fede.
Fabián le dio la linterna y Fede iluminó los escalones. Esa linterna servía menos que un fósforo apagado. Ojalá que las otras cosas que había traído Fabián fueran un poco más útiles…
—¿Estás seguro de que no nos vio nadie? –preguntó Paula.
—No, dale, bajá –contestó Federico.
—¿Y Ramón, no estaba en el pasillo? –volvió a preguntar Paula.
—No, dale, bajá.
—Pero Ramón a veces se queda en el pasillo –insistió.
—Bajá o te juro que te estrellás en caída libre –le gritó Fede.
Paula iba a protestar cuando escuchó el grito de Federico:
—¡¡¡Tierra!!!
Apuraron el paso. El último escalón era más alto y había que pegar un salto. Ayudaron a bajar a las chicas. Se quedaron los cuatro apretujados contra la escalera. Por delante tenían un gran agujero negro. No se veían las paredes del sótano, podía ser inmenso como toda la escuela, o chiquito como el baño. Federico levantó la linterna pero apenas si pudo ver un montón de bancos rotos, apilados muy cerca de él. Más allá, el agujero oscuro. Levantó una madera del suelo y la tiró lejos, para ver si pegaba contra algo. La madera cayó al suelo y el ruido retumbó.
Era enorme. Eso les dio más miedo todavía. ¿Y si en el sótano había alguien más? Se quedaron callados, escuchando. Ningún ruido. Estaban solos. Fabián se animó con un hilito de voz estrangulada:
—¡Eh! ¡Oe! Nos salvamos de la Foca…
La voz retumbó en el sótano.
—¡Eh! ¡Oe! ¡Nos salvamos de la Foca! –volvió a canturrear un poco más fuerte.
Federico se le unió:
—¡Eh! ¡Oe! ¡Nos salvamos de la Foca! –cantaron a todo pulmón, con la alegría de haberlo logrado y con la necesidad de conquistar ese lugar desconocido. El sótano ya no era tan negro y el miedo ya no era tan grande.
—¡Damas y caballeros de esta tripulación! ¡Hemos tomado posesión de la Tierra de Nadie, ubicada en la latitud sótano, longitud escalera de este podrido colegio! –gritó Fabián casi sin aire, recordando a los antiguos conquistadores.
—Esta sí que la Foca no la tiene en los mapas –se rió Fede.
—No le digan la Foca, tampoco es tan mala, pobre –la defendió Paula.
—¿Mala? –saltó Fabián–. Esa es una guacha que debería hundirse de cabeza en un planisferio número tres, cerca de la Antártida.
—¿Se la imaginan a la Foca de cabeza en el planisferio, sacudiendo las patitas? –Federico la imitó–. Alumnos, glu-glu, cuántas veces les dije que este no es el mar Ártico, glu-glu, sino el Antártico…
—¿El Antártico cuál es, el que está arriba o el que está abajo? –preguntó Paula, que siempre tenía que arruinarlo todo.
—¡Qué te importa, nena! –le dijo Fabián–. Los que estamos abajo somos nosotros.
—Che, paren –propuso Federico–, vamos a investigar. Tengan cuidado de no tragarse nada.
Fabián y Federico se apartaron. Iban avanzando con los brazos estirados para no chocarse y arrastrando los pies entre los papeles. Graciela y Paula avanzaron por el otro lado pero de la mano, de costado, juntando pie con pie.
—Che, Fede –llamó Graciela–. ¿No sabés si hay una luz por acá?
—Sí, al lado de la tele –le gritó Federico con una voz que parecía venir desde muy lejos.
—¡Ay! Qué gracioso… Fabián, prestame la linterna –pidió Graciela.