María Inés Falconi

Caídos del Mapa


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elaborando un plan y terminó convenciéndolos. ¿Qué problema había en decirle que sí? Total… nunca conseguirían la llave. Pero Fede tenía todo muy bien pensado y lo iba a lograr.

      El sótano era un misterio para todos los chicos de la escuela. Estaba cerrado con llave y no se abría jamás. Muy de vez en cuando, Ramón, el portero, bajaba con algún mueble en desuso o alguna caja llena de cosas, y lo volvía a cerrar. A veces, también, alguien decía que había escuchado ruidos en el sótano y entonces empezaban a circular historias sobre fantasmas y espíritus, pero después de un tiempo, todo el mundo se olvidaba.

      Ratearse al sótano era bueno para salvarse de la hora de la Foca, pero era mucho mejor para pasar un rato en un lugar desconocido, donde nadie los pudiera encontrar, bajo tierra, los cuatro juntos.

      Hoy era el día. Jueves, durante la última hora. Fabián había tardado mucho en conseguir la llave. Con la excusa de pedirle herramientas a Ramón o de ayudarlo a arreglar algo, Fabián tenía que conseguir el llavero, probar cuando nadie lo viera las millones de llaves que Ramón llevaba colgando en la cintura hasta encontrar la del sótano, y sacarla. En realidad, esto no era difícil para Fabián porque Ramón, con frecuencia, le daba el llavero para que busque algo en el cuartito de limpieza o en algún armario. Pero se había demorado porque tenía mucho miedo de que lo descubrieran.

      Hoy tenían la llave. Era muy poco probable que la Foca se diera cuenta de su ausencia. Por lo general, los jueves a la última hora no tomaba lección y dibujaba en el pizarrón mapas interminables que todos copiaban. Jamás se daba vuelta, salvo para pegarle un grito a alguien que estaba hablando. Pero como ellos no iban a estar, no tenía por qué gritarles.

      Miriam llegó esa mañana contentísima, esperando la bronca de los chicos por lo que les había hecho el día anterior para poder reírse en sus propias narices. Pero los cuatro estaban tan preocupados con la rateada, que ninguno le dio bolilla. Y para colmo, el resto del grado no hacía más que hablar de lo bien que lo habían pasado en la casa de Fabián. Miriam se mordía los codos de bronca. Últimamente nada le estaba saliendo bien. Ella sabía que nadie la soportaba en el grado, pero eso no era lo que le preocupaba. Pensaba que nadie la tragaba por envidia, porque todas las maestras la trataban bien, porque su papá era el Presidente de la Cooperadora desde hacía mucho… Pero lo que sí le daba bronca, era molestar a sus compañeros y que ellos no se enojaran. Esto la ponía furiosa. Claro que pasaba muy pocas veces, porque las bromas de Miriam eran pesadas, desagradables y antipáticas y más de una vez se había tenido que pelear a las piñas con algunos de sus compañeros. Total… ella tenía más fuerza que muchos de ellos.

      Esto de ayer había sido una obra maestra de maldad y parecía no importarle a nadie. Algo estaba sucediendo. Había que vigilar.

      Durante la hora de Lengua, Paula y Graciela no pudieron dejar de cuchichear. Graciela había traído galletitas y un peine. Nadie entendía para qué podía servirles un peine en el sótano, pero ella afirmaba que a lo mejor se despeinaban y que si salían despeinados alguien podía sospechar.

      —De mí van a sospechar si me ven peinado –le dijo Federico que usaba el cómodo sistema de peinarse con la mano.

      —Vos, si no querés, no te peines, pero yo no pienso salir del sótano hecha una bruja –y con eso, Graciela dio por terminado el tema.

      Paula había estado pensando todo el día en qué podía necesitar en el sótano. Pensó en una escoba por si estaba muy sucio, pero le pareció muy sospechoso venir con la escoba a la escuela. Se decidió por un repasador por si tenía que sentarse en el suelo para no ensuciarse el delantal. Después pensó en las cosas que llevaba su mamá cuando salían de vacaciones, y metió todo lo que pudo en la mochila: curitas, alcohol, pomada para los golpes, gotas para la nariz, aguja e hilo y un par de botones.

      Decididamente, las chicas no tenían idea, pensó Federico, casi arrepentido de haberles dicho, aunque a él tampoco se le ocurría demasiado qué llevar. Se decidió por algo para comer y una revista de historietas, por si resultaba aburrido.

      El que cargó con un verdadero arsenal de artefactos fue Fabián. Una linterna por si no había luz, su mp3, una soga, un destornillador, algunos alambres y tornillos y su último invento, el control remoto, porque nunca se sabe con qué puede encontrarse uno ahí abajo.

      La hora de Música fue insoportable. Las canciones eran chicle. La voz de pito de la profesora les agujereaba los oídos y Miriam se había instalado justo en la fila de atrás. No los dejaba ni respirar. Preguntaba para qué a todo lo que les escuchaba decir, hasta cuando estornudaban. Ni las amenazas de Federico lograron espantarla esta vez.

      El problema iba a ser deshacerse de ella en el recreo. Los chicos podían esconderse en el baño, pero las chicas no iban a poder escapar tan fácilmente. Si no podían sacarse a Miriam de encima, chau sótano.

      Federico tuvo una idea. La llamó y le dijo:

      —Si vos prometés ayudarnos, te contamos lo que vamos a hacerle a la Foca.

      Miriam entró sin sospechar nada. ¡Por fin iba a enterarse de lo que estaba pasando!

      —Durante el recreo vamos a llenar bombitas de agua en el baño y cuando empiece la clase, las vamos a vaciar contra la pared y le decimos a la Foca que pierde un caño y que se está inundando el aula. Entonces no va a dar clase o, por lo menos, va a perder un montón de tiempo –le explicó Federico.

      —¿Y yo qué tengo que hacer? –preguntó Miriam, que de tan entusiasmada que estaba porque le habían avisado, no se daba cuenta de que era un plan descabellado.

      —Vos tenés que entretener a la maestra. Traela al aula en el recreo y le mostrás la carpeta, no sé, lo que quieras. Algo se te va a ocurrir a vos que sos tan inteligente.

      Miriam no lo podía creer. ¡Federico confiaba en ella! Claro que era inteligente, iba a inventar algo bárbaro.

      —¡Ojo! –recalcó Fede– que no vaya a salir del aula.

      —No te preocupes, dejame a mí –lo tranquilizó.

      Listo. Con eso, Miriam se iba a pasar el recreo ocupada y, por suerte, la Foca también. Había sido redondo.

      En ese recreo, los chicos no pudieron ni jugar, ni hablar, ni nada de nada. A cada rato les parecía que alguien los miraba, que toda la escuela los vigilaba. Antes de que tocara el timbre, se fueron al baño y ahí esperaron. Miriam había cumplido con lo suyo: la Foca ni apareció.

      Se escondieron en el baño. Paula aprovechó para hacer pis como cinco veces. Escucharon el timbre. Escucharon a las maestras llamando a formar. Las voces de los chicos que se callaban. El típico grito de la de cuarto grado pidiendo silencio. Las puertas que se iban cerrando.

      Fabián fue el primero en salir. Nadie en el pasillo. El sótano estaba frente al baño, apenas unos metros más allá. No había aulas en esa zona. Fabián cruzó silbando y puso la llave en la cerradura. Si alguien lo veía, podía decir que Ramón lo había mandado a buscar algo. Pero nadie pasó. Entró y dejó la puerta entornada. Atrás de él se metió Federico, como una ráfaga.

      —¿Y las chicas? –preguntó Fabián.

      —Qué sé yo –dijo Fede–. Se estarán peinando.

      —¿Cómo se van a estar peinando?... Por ahí se arrepintieron.

      —Entonces, vamos –Federico empezó a caminar.

      —No, pará –lo detuvo Fabián–. Esperemos un cachito. Por ahí no pudieron salir.

      Y era cierto. Justo cuando estaban por salir del baño escucharon que la canilla de la pileta estaba abierta. Se subieron al inodoro para que no les vieran los pies. Paula ahogó un estornudo que le hizo perder el equilibrio y meter el pie en el inodoro. Graciela se retorcía de risa y nervios. ¿Quién podía lavarse las manos tanto tiempo? La canilla no se cerraba nunca. Si seguían tardando, los chicos se iban a ir sin ellas. Graciela se estiró para mirar por arriba de la puerta. ¡No había nadie en el baño! La canilla había quedado abierta. Nunca había habido nadie.

      Salieron,