María Inés Falconi

Caídos del Mapa


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está –dijo–. Me tengo que acordar de avisarle al portero que esta puerta se traba todo el tiempo.

      Fabián y Paula se miraron. Las paces estaban hechas. El padre de Fabián se metió en la cocina, ellos se volvieron a mirar, miraron hacia la cocina y se tentaron. Fabián escondió el control remoto y Paula se sacó la media para ver cómo tenía el pie. Él pensó que Paula tenía pies muy chiquitos.Ella se puso colorada cuando se dio cuenta de que Fabián la estaba mirando. ¿Por qué esa desgracia de ponerse colorada por cualquier cosa? Sonó el timbre. Era Graciela.

      —¿Y Fede? –preguntó Graciela mientras entraba.

      —Todavía no llegó –le contestó Fabián.

      —Espero que no tarde, a mí me vienen a buscar a las siete –dijo Paula.

      —Entonces empecemos –les propuso Graciela.

      —No, che, esperemos a Fede –dijo Fabián.

      —¡Quién sabe a qué hora viene! –protestó Paula.

      —Está bien, lo esperamos diez minutos –Graciela no quería empezar sin Federico. Después de todo, él había ideado el plan.

      —Esperen que busco galletitas. ¿Quieren Coca? –les preguntó Fabián.

      —Bueno.

      ¿Para qué había ofrecido Coca si era seguro que no había? Ni siquiera sabía si había galletitas. Algo iba a encontrar. Sí, el tarro de las galletitas abierto y vacío. Su papá se había comido las últimas.

      Fabián volvió con dos panes y un sifón.

      —Es lo único que encontré –les dijo–. No hay ni manteca.

      Lo salvó el timbre.

      —¡Fede! –gritaron los tres al mismo tiempo.

      Fabián fue a atender.

      —Che… ¿alguien le dijo a Roxana que venga? –preguntó cuando volvió de la cocina.

      —¿A Roxana? –dudó Graciela–. No. Le habrá dicho Fede.

      Llegó Roxana con una Coca en la mano.

      —¡Uy! ¡Coca! Mató –fue el saludo de Fabián.

      Roxana se sacó la campera y se sentó en el sofá. Nadie hablaba.

      —¿Hicieron la tarea de la Foca? –preguntó por decir algo.

      —No.

      Los chicos se miraron: ¿sabía o no sabía?

      —Yo tampoco. No compré ni el mapa todavía –siguió Roxana.

      Se volvieron a callar. Mejor que llegara Fede antes de preguntarle nada. Volvió a sonar el timbre.

      —¡Fede! –gritaron Paula y Graciela.

      —No, Pablo –anunció Fabián asomándose desde la cocina. Y el timbre volvió a sonar.

      —¡Fede! –repitieron las chicas.

      —Mariana y Lucía.

      Entró Pablo con un paquete de papas fritas, Mariana y Lucía con más Cocas. Siguió sonando el timbre. Llegaron Martín, Juani y María Sol. Martín traía una pila de cds y los puso en el equipo. Algunos empezaron a bailar. Fabián seguía atendiendo el portero y trayendo vasos. Las chicas seguían gritando “¡Fede!” cada vez que sonaba el timbre. Llegaron Marina, Guadalupe y Romina. Llegó Diego. Se sumaron al baile. Fabián, Graciela y Paula se miraban. No podían hablar. ¿Por qué no llegaba Fede? Les había hecho una broma pesada. ¿Habría invitado realmente a todo el grado? Lo único que faltaba es que también viniera Miriam. Timbre otra vez.

      —¡Fede! –repitieron las chicas incansables.

      —Sí, Fede.

      Los tres suspiraron aliviados y corrieron a esperarlo al ascensor.

      —¿Se puede saber por qué les dijiste a todos? –lo atajó Graciela, furiosa.

      —¿A qué todos? –Fede no entendía nada.

      —A todo el grado, dejá de hacerte el idiota –le dijo Paula.

      —¿Están locos? ¿Qué le dije a todo el grado qué?

      —Que vengan a mi casa –le aclaró Fabián.

      —¡¡Uy!! Qué plomos están. Está bien, che, disculpen. Se me hizo tarde, no es para ponerse así tampoco, ¿no? –dijo Fede mientras abría la puerta del departamento–. ¿Y esto qué es? –gritó cuando vio a sus compañeros.

      —Eso es lo que queremos que "vos" nos expliques –le dijo Graciela.

      —¿Yo?

      —Sí, vos, que les dijiste que vengan –le reprochó Paula.

      —¿Qué te pasa, nena? Yo no le dije nada a nadie –se defendió Fede.

      —¿Estás seguro? –le preguntó Fabián.

      —No sé –dijo Fede–. Por ahí soy sonámbulo y hablo dormido.

      —¿Entonces quién les avisó? –Fabián estaba asombrado y, además rogaba que su mamá no llegara justo en ese momento.

      —Averigüemos –Federico paró la música y ante la sorpresa de todos gritó–: ¿Se puede saber quién organizó esta fiesta?

      —¡Fabián! –dijeron todos a coro.

      —No, yo no fui –se defendió Fabián.

      —¡Qué no! A mí me avisó Miriam. Me dijo que vos tenías el teléfono roto y que no podías llamar a todos.

      Así que había sido un plan de Miriam. Federico quería irse hasta la casa y reventarla a piñas. Lo convencieron de que era inútil. Evidentemente, en medio del baile, no podían planear la rateada de mañana. La única esperanza era que los vinieran a buscar a todos antes que a ellos tres. Imposible. Miriam había dicho que la fiesta era hasta las diez. Fabián estaba listo. Su mamá iba a volver a las ocho. No había forma de que no se encontrara con la fiesta sorpresa y era difícil que le creyera esta pavada.

      Decidieron que lo de mañana iba a ser sin planificar y que cada uno llevaría lo que le pareciera necesario. Y que, en vista de las circunstancias, lo mejor era ponerse a bailar ellos también.

      A Paula la vinieron a buscar a las siete en punto, y a Graciela a las siete y media. Federico también se tuvo que ir y Fabián se quedó bailando hasta que se fue el último.

      Esa noche, en sus casas, los cuatro estuvieron dando vueltas hasta tarde. Iban poniendo en la mochila todo lo que creían que podía ser útil en un sótano. Después sacaban la mitad, lo volvían a poner. Se durmieron tardísimo, pensando si no se habían olvidado nada; y, con miedo de que alguien pudiera sospechar, pero armando y desarmando una y mil veces ese sueño, ahora posible, que era descubrir un lugar secreto para los cuatro, lejos del mapa de la Foca.

      A la mañana siguiente todos se despertaron antes de que los llamaran. Todos menos Federico que, por supuesto, se quedó dormido y llegó tarde al colegio.

      Capítulo 3

      El jueves era un día plomo en la escuela. Tres horas de Lengua, una de Música y una de Geografía con “la Foca”. De las cuatro maestras que tenían los séptimos, esta era la más odiada. Pertenecía a la clase de maestras “podridas”: todo el tiempo pedía mapas prolijitos, dibujos pintaditos, daba pilas de tarea, tomaba lecciones o pruebas todas las clases, era aburrida, no dejaba hablar, no dejaba correr en los recreos, gritaba y palmeaba todo el tiempo como una… foca. Además era vieja y fea, con unos anteojos que se le resbalaban por la nariz ganchuda, hasta que casi parecía sostenerlos con esos horribles dientes salientes que tenía.

      Desde el comienzo del año, los chicos buscaban la forma de desaparecer de su clase, pero sabían que era imposible.