Valentino Grassetti

El Amanecer Del Pecado


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Sebastian, antes de añadir –Perdóname si soy desconsiderado pero me preguntaba cómo un muchacho enfermo mental pueda componer una canción tan fantástica como I’m Rose.

      No, no eres desconsiderado, sólo eres un bastardo, asquerosa mente de mierda pensó Daisy que respondió intentando mantener a freno la rabia:

      –Mi hermano sufre de esquizofrenia paranoide. Se trata de una enfermedad muy grave. Y además, loco o no, amo a mi hermano. Lo amo más que otra cosa en el mundo. Él es sensible. Es delicado. Es un muchacho decente. Y si estoy aquí es sólo gracias a él.

      Un suspiro conmocionado salió del público.

      Catorce con nueve.

      La audiencia todavía subía. La respuesta de Daisy, con esas pocas palabras dictadas por el corazón, había golpeado en lo íntimo a los espectadores.

      Jenny Lio e Isabella Larini lanzaron una ojeada entusiasmada a Sebastian. En el monitor los guionistas escribían mensajes cada vez más implacables.

      Estamos a punto de dar el golpe. ¡Ánimo, ánimo, ánimo! ¡Redondeemos, así de esta manera brindaremos con Moet &Chandon rodeados de putas y maricones de lujo!

      Sebastian se pasó la palma de la mano por la frente empapada de sudor. Era el momento de utilizar la artillería pesada.

      Daisy sintió su mirada malvada encima. Estaba aterrorizada por la próxima pregunta, que se reveló una auténtica obra de arte de la perfidia.

      – ¿Amabas también a tu padre, Daisy?

      La muchacha se quedó blanca. ¿Cómo podían hacerle esto? ¿Cómo podían atreverse a nombrar a su padre?

      – ¿Y bien, Daisy?

      Ella no dijo nada. Se esforzó por ahuyentar el recuerdo de su padre, pero sin conseguirlo. Nunca había logrado superar el trauma del suicidio a pesar de años y años de terapia.

      Los jueces del espectáculo, presionándola sin una brizna de humanidad, lo sacaron todo a relucir, y Daisy revivió el horror que marcó su infancia. Vio de nuevo al padre colgando del árbol con los ojos desencajados mirando al vacío, la lengua colgante al lado del labio, el cuello estirado, las vértebras cervicales destrozadas. Nunca lo había visto en realidad pero siempre lo había imaginado de esta manera.

      – ¿Y bien, Daisy?

      Daisy escuchó a la madre lanzar un chillido y llamar bastardo a alguien. Escuchó también el grito de dolor de Adriano, aunque el hermano no estaba presente y en ese momento pensó que enloquecería.

      – ¿Y bien? Cuéntanos algo sobre tu padre…

      – ¡Basta! ¡Ya basta! –gritó como si hubiera sido golpeada por una crisis h de histeria.

      – ¡Basta, basta, basta!

      De repente, un ruido sordo hizo vibrar el entramado que sujetaba las luces del escenario. Los soportes de acero donde estaban fijados los faros estroboscópicos saltaron. Se oyó otro ruido sordo.

      Los reflectores explotaron uno tras otro entre flases de luz blanquísima.

      El escenario se estremeció, como si alguien, o algo, lo empujase desde abajo.

      Uno de los soportes se inclinó de golpe arrancando los cables eléctricos. Chispas crepitantes se liberaron de los hilos descubiertos. Los tornillos cedieron. El pilar se cayó al suelo llevándose con él cables y reflectores. Daisy lanzó un grito cuando el soporte se abatió sobre la mesa del jurado.

      Jenny Lio sintió un golpe atronador. Había sido rozada por el pilar. Un cable que se agitaba como una serpiente crepitante de energía la golpeó en el rostro. Cayó al suelo desvanecida. La descarga de veinte mil voltios le quemó la cara dejándole un tajo en el cuello, mientras que la oreja derecha se había ennegrecido convirtiéndose en un muñón negro y humeante.

      Isabella Larini estaba tirada por el suelo. Gritaba de dolor por culpa del brazo derecho entrampado debajo de un travesaño del entramado. La posición poco natural de la articulación hacía intuir que se tratase de una horrible fractura.

      Circe había quedado sentada, incólume. Cubierta de sangre que no era suya.

      La visión de Sebastian la hizo gritar horrorizada.

      El jefe del jurado estaba boca abajo encima de la mesa, la espalda rota por el entramado. La sangre caía sobre los monitores encendidos. Los ojos inmóviles y fijos abiertos como platos sobre el monitor, donde brillaba el record histórico de los niveles de audiencia.

      Next Generation se vio interrumpido a las diez y treinta y cinco del jueves diecinueve de noviembre.

      La muerte llevo los niveles de audiencia hasta el cuarenta por ciento.

      7

      Como todas las mañanas, Greta Salimbeni entró en el estudio vistiendo uno de sus trajes de chaqueta gris y severo.

      La ayudante del doctor Salieri conseguía cambiar, de vez en cuando, la impresión que la gente se había hecho sobre ella. Greta podía aparecer fría, coqueta, huraña o sensual, todo sin sen consciente, como si las virtudes y los defectos estuviesen sólo en los ojos de los que la miraban.

      Cuando había comenzado a trabajar en el estudio era una mujer joven casada pero desilusionada con el matrimonio. Uno de sus pensamientos recurrentes era el de poder convertirse pronto en la amante de su jefe. Salieri, sin embargo, estaba enamorado de la esposa. Y un buen matrimonio era el punto de equilibrio necesario para quien desarrollase, como él, la profesión de psiquiatra.

      Quien sanaba la mente de los hombres debía, necesariamente, mantener la vida privada sin conflictos ni tensiones, en caso contrario habría descargado sus frustraciones con sus pacientes.

      Greta estaba enamorada del doctor pero no quería ser el segundo plato. Por esto Salieri se quedó en una pura y sencilla fantasía erótica.

      Greta abrió la puerta para acomodar al paciente.

      Adriano Magnoli entró volviendo a pasar la mirada sobre las porcelanas que decoraban el estudio.

      –Hola, Adriano –lo saludó Salieri enarcando las cejas, la expresión concentrada de quien estudia al paciente hasta el más pequeño detalle.

      –Siento lo que ha sucedido –dijo afligido el muchacho.

      –Sí. No ha sido un buen momento –asintió Salieri cruzando los brazos y echando los hombros hacia el respaldo de la butaca para aliviar el cuerpo desde hacia demasiadas horas inmóvil detrás del escritorio.

      –Me lo contarás todo con calma. Siéntate, por favor.

      Adriano se sentó apoyando los codos sobre la mesa con incrustaciones. Se frotó con nerviosismo las manos, la expresión llena de un sentimiento de culpa. El psiquiatra observó algunos hematomas rojos en el muchacho.

      –Lo siento mucho. Ahora, sin embargo, estoy mejor.

      –Te han quedado marcas –observó Salieri apuntado la pluma a las muñecas de Adriano.

      –Si es por esto, las tengo también en los tobillos –precisó Adriano levantado una rodilla para alzar la pernera del pantalón y bajar un calcetín. La piel de abajo mostraba un hematoma violeta.

      –Durante una crisis ocurre que agredes a las personas –escribió el doctor garabateando un apunte con una grafía nerviosa.

      –No debería haberle mordido. Pero no estaba en mis cabales.

      – ¿Cuánto tiempo te han tenido en la cama? –preguntó Salieri encendiendo el ordenador.

      –Dos días. Las correas fijadas a la cama eran de cuero y yo me he movido mucho. Por eso me han quedado señales.

      –Tres semanas en la sección de psiquiatría. Debió ser bastante duro, muchacho.

      –Cuando el entramado cayó sobre el escenario creí que también Daisy había sido golpeada y es en ese momento cuando he perdido la cabeza.

      – ¿Quieres hablar sobre esto? –preguntó Salieri deslizando el ratón