Valentino Grassetti

El Amanecer Del Pecado


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el perfil de la colina.

      Por una parte Manuel gritaba haciendo que perdiese los diálogos del jurado, por otra, Leo Fratesi contestaba a los comentarios, con el vicio de subrayar reiteradamente el concepto ya expresado.

      – ¡Por favor! ¿Queréis parar de hacer ruido? –gritó Guido pulsando sobre la tecla del telemando para subir el volumen.

      Había pasado una semana desde que Daisy y Guido habían discutido. Ella pensaba que Guido era un fisgón y quería denunciarlo al director del colegio. Parecía el triste epílogo de una historia no comenzada. Luego había aparecido aquella frase en el ordenador.

      Adriano debe dejar de buscarme. O tendrá un feo final.

      Después de una agotadora explicación donde Guido había intentado convencerla de que no tenía nada que ver con aquella historia, habían hecho las paces, aunque la tan suspirada cita se había pospuesto.

      Daisy, de hecho, había preferido investigar sobre quién había sido el remitente del mensaje, recurriendo a la ayuda de Manuel. El compañero del instituto con los cabellos de rasta era un fantástico friqui, uno de esos capaces de descubrir quién había sido el autor, pero con cada intento el ordenador se bloqueaba, inexplicablemente.

      La seriedad del ataque les hizo descartar la hipótesis de que se tratase de una broma dirigida a Daisy.

      Guido afirmó que, probablemente, Adriano había hecho algo que no debía. Quizás un encuentro virtual que había ido mal. O había pisado el pie a las personas equivocadas, o algo parecido, y por esto lo estaban amenazando. Daisy jamás había considerado seriamente la hipótesis de que se la tuviesen jurada. La costumbre de sentirse el centro de atención la había inducido a pensar que el mensaje estaba dirigido a ella. Probablemente el hermano discapacitado había atraído el odio de alguien y ahora quería descubrir el porqué.

      –Bien, Daisy, ¿qué nos vas a hacer escuchar? –preguntó Sebastian Monroe bebiendo un sorbo de whisky escocés que le hizo musitar de gusto.

      –Bueno, querría cantar una canción. Una canción inédita –respondió ella cogiendo el mástil del micrófono que levantó para adecuarlo a su estatura.

      – ¿Lo habéis oído? –exclamó el jurado girándose hacia el público.

      –Estamos tratando con una cantante –añadió perpleja Circe que buscó entre las gradas alguien que compartiese su escepticismo. Hubo algún murmullo de aprobación.

      –Realmente no la he escrito yo.

      – ¿Podrías ser un poco más prolija o continuamos con los monosílabos?

      Hubo una risotada ente el público.

      –Es una canción escrita por Adriano Magnoli. Mi hermano. La canción se titula: I’m Rose.

      En Castelmuso Adriano observaba el programa con los brazos cruzados, la espalda apoyada en el quicio de la puerta, mientras a su alrededor se había creado mucha expectación.

      – ¡Por Dios, Adry, están hablando de ti! –había gritado Franz haciendo escapar la espuma de la botella de cerveza.

      –En serio, Adriano. Es grandioso –había remarcado el tío Ambrogio, levantando el vaso para pedir otro brindis.

      Las felicitaciones de la gente reunida en el salón del chalet eran sinceras, insistentes, y un poco fastidiosas. En los oídos de Adriano sonaban como Nada mal para un enfermo mental.

      No podía culparles. En el fondo era la verdad.

      –Ahora un poco de silencio, por favor –dijo Sebastian levantando las manos para hacer callar al público mientras el ojo despiadado de la telecámara se posó sobre el dedo de Circe apuntando al escenario.

      –Daisy Magnoli. ¡Ha llegado tu momento!

      Daisy cerró los ojos buscando la máxima inspiración.

      Se elevó el dulce sonido de un piano. Unas pocas notas una detrás de otra, ligeras. La música, suave y evocadora, parecía conducir a un jardín de rosas perfumadas. Una melodía que evocaba colores tenues, vuelos delicados de mariposas y cielos despejados llenos de armonía.

      La música de Adriano comenzó como un viaje tranquilo en el alma.

      Daisy, con la sensación de cabalgar sobre un arco iris de emociones, comenzó a cantar.

      Mi corazón atravesado por soles cegadores

      Mis lágrimas, duras armas de cristal

      Es la belleza

      Es la dicha del amor

      Pero hay una sombra escondida entre las arrugas de mi alma.

      Las palabras, susurradas como el canto de un ruiseñor, no provocaron ninguna reacción por parte del público.

      Según lo planeado, si durante la exhibición el artista mostraba poco talento, o ninguno, se comenzaba a gritar y a silbar, pero cuando la destreza era innegable empezaban los aplausos y los gritos de entusiasmo. Con Daisy no sucedió nada. Nadie se expresaba. Todo estaba parado, suspendido en el vacío.

      De repente el suspiro del piano se convirtió en un ruido de truenos. Un bajo potente y sombrío desencadenó una impresionante energía. Melodía y ritmo explotaron en un fragmento rock con atmósfera gótica. Batería y guitarra se fundieron, en segundo plano un coro de voces profundas. Era un antiguo canto gregoriano traducido del latín, las voces moduladas con tonos proféticos. Una advertencia que hablaba de belleza, amor y condenación.

      El amor es el espejo de lo oscuro

      Lo oscuro será mi esposo

      El manto negro de la Parca caerá sobre mi rostro, pesado como un sudario

      Belleza y condenación…

      Luego el coro calló. Sobre el escenario descendió un humo denso y gris.

      La voz de Daisy se elevó límpida y vibrante.

      El pecado se insinuó entre las nieblas de mi inocencia

      El ángel oscuro es gozo e inocencia

      El ángel oscuro es gozo y perversión

      Yo soy la rosa

      Él es la condenación…

      Los pasos de baile acariciaban el escenario con toques ligeros y ágiles, un tamborileo se liberó como una sucesión de truenos amenazadores, el coro creaba una atmósfera de advertencia y presagios.

      Hacia el final de la canción las guitarras interpretaron un solo acrobático, un contrapunto perfecto para celebrar la muerte del sonido de los tambores.

      Luego, de repente, la música se disolvió.

      La canción había acabado.

      Daisy se quedó quieta, el rostro vuelto hacia el cielo, el sudor que le regaba las sienes, los mechones de cabello pegados sobre las mejillas sonrojadas, la rodilla hacia el suelo y el brazo tieso vuelto hacia el cielo, en una espléndida pose épica.

      Daisy sonrió al jurado conteniendo los jadeos, el corazón le latía fuerte en el medio del pecho.

      Era el momento del veredicto.

      Alrededor, un pesado e insondable silencio.

      Daisy miró fijamente a Sebastian Monroe. Sabía que la sentencia pasaría a través de sus ojos. El neozelandés, casi siempre arrogante y claro en sus juicios, tenía una mirada indecisa, y todo su aplomo hacía pensar en una inseguridad que nadie reconocía. Incluso los otros jueces se mostraban nerviosos e indecisos.

      Daisy, a la espera de la respuesta, tuvo la sensación de oír unos ruidos provenientes de abajo del escenario.

      Oyó a un técnico blasfemar detrás de las bambalinas. Las bombas de humo no tendrían que haber comenzado. Daisy, en efecto, se había quedado sorprendida. Durante las pruebas nadie le había dicho que debería bailar en medio a una desagradable niebla fría.

      –I’m Rose –dijo finalmente Sebastian. –Es, cómo