Valentino Grassetti

El Amanecer Del Pecado


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respuesta del jurado precedió al veredicto del público que se levantó aplaudiendo. Un tributo insólito, donde el entusiasmo de todos era medido, pero completo, como si la exhibición mereciese la admiración y el respeto casi como si fuese una pieza de ópera.

      Mientras la gente aplaudía, los ruidos sordos debajo del escenario eran cada vez más sombríos y profundos.

      Daisy hizo una reverencia. Ese era el momento más importante de su vida. Intranquila, sonreía y daba las gracias.

      Los ruidos sordos aumentaron. Pero, ¿nadie los oye?, pensó mientras el escenario vibraba bajo sus pies, el mástil del micrófono que saltaba delante de sus labios. Echó la culpa a la tensión y pensó en el hermano. Adriano había enfermado debido a un fuerte estrés. Ahora, también ella estaba bajo presión. La imaginación le hizo creer que alguien, o algo, estuviese sepultado en alguna parte. Una presencia atrapada en un lugar oscuro e indefinido que intentaba liberarse. ¿Quizás también ella estaba enferma?

      Advirtió un calambre doloroso en el estómago y temió que fuese a vomitar. A pesar de todo, se esforzaba en sonreír.

      –Daisy, no tengo palabras. Sencillamente, estoy estupefacto –exclamó Sebastian moviendo la cabeza, como para sacarse de encima la emoción que le había causado I’m Rose.

      Isabella Larini estuvo de acuerdo mientras se acariciaba el brazo para tocar la piel de gallina, los ojos que mostraban un brillo de admiración.

      –Señores, personalmente todavía estoy conmocionada. Hemos asistido al nacimiento de una estrella. Una estrella que relucirá durante mucho tiempo en el firmamento de Next Generation –fue el comentario de Circe.

      –Ahora, queremos saber todo, realmente todo sobre ti –dijo Sebastian acariciándose con curiosidad la barba dura y áspera.

      Daisy sintió que los golpes habían parado. El mástil del micrófono ya no saltaba y el escenario dejó de vibrar. Se convenció que los había imaginado. Pasó el dorso de la mano sobre la frente empapada de sudor, los ojos moviéndose entre las gradas. En sus sueño su público siempre era invisible, alguien que la aplaudía pero que sólo ella podía ver. Ahora el público era real. Estaba allí, en carne y hueso, alineado delante de ella despellejándose las manos de tanto aplaudir.

      –Me alegro de que os haya gustado la canción –consiguió decir, casi conmovida.

      En la casa de Daisy se había armado una buena. Amelia, la gruesa esposa de Franz, reía con el rostro rechoncho lleno de satisfacción. Tía Annetta se quitó con el dorso de la mano dos lágrimas por la emoción. El teléfono fijo y los móviles sonaban continuamente. Cada llamada era un amigo, un vecino, un conocido que llamaba para felicitarles. Franz y tío Ambrogio, medio borrachos, pidieron un brindis mientras tenían en la mano pintas de cerveza que desparramaban espuma.

      En ese momento en Castelmuso todos podían vanagloriarse de ser conciudadanos de una celebridad.

      Adriano observaba a Daisy en el escenario de Next Generation. Él la conocía como nadie. Estaba tensa y nerviosa y la sonrisa no era sincera.

      También el joven, como Daisy, se vio sobrepasado por la inquietud.

      –Adriano, eres grande –le dijo el tío abrazándole con un gesto brusco y echando su peso encima para sostenerse.

      –Ya lo había dicho. Yo siempre lo he dicho. No tengo dos sobrinos. Tengo dos fenómenos.

      Adriano se apartó del pariente para liberarse de aquel abrazo engorroso. Salió de la sala y se metió en el pasillo. Subió las escaleras, maldijo cada escalón, maldijo la migraña que se había desatado de repente y maldijo las medicinas que le frenaban los movimientos.

      Entró en la habitación. Abrió el cajón del escritorio para coger un analgésico. En su cabeza todo comenzó a asumir formas borrosas y confusas.

      Rebuscó con la mano en el cajón sin recordar qué estaba buscando. Comenzó a vagar por la estancia con aire desorientado e impresionado, antes de tirarse al suelo con la cabeza entre las manos. En ese momento las alucinaciones volvieron.

      Adriano se convenció de que su cabeza era una maceta llena de tierra, donde se estaban adhiriendo espesos ovillos de raíces, imposibles de extirpar.

      Cogió de la estantería un viejo volumen con las cubiertas pesadas y desgastadas. Las manos temblorosas voltearon las páginas de la Biblia con una lentitud frustrante y resignada.

      Se paró delante de una página particularmente arrugada, consciente de que no le serviría de nada leer, y ni siquiera rezar, como si en ese momento la religión se hubiese convertido en algo lejano y contrario a la verdad.

      Esquizofrenia. Se llama esquizofrenia. Mi mente está enferma. Sólo esto. Sólo esto, repitió lanzando la Biblia a los pies de la cama, las páginas abiertas en el suelo como las alas de un pájaro muerto.

      No. No es esquizofrenia, Adriano. Él está a punto de entrar en escena.

      –Muy bien, Daisy Magnoli –dijo Sebastian. –No sé si te das cuenta, pero tu voz es maravillosa, bailas como una profesional y si no me equivoco sólo tienes dieciséis años, ¿verdad?

      –Cierto. Al menos por lo que respecta a mi edad. Por lo demás me fío de vuestro juicio.

      La respuesta de Daisy fue subrayada por un aplauso del público que pareció agradecer, además de su talento artístico, también su facilidad de palabra.

      –Lo has dicho, bonita –exclamó Circe –La canción fue escrita por tu hermano, ¿cierto? ¿Cómo has dicho que se llama?

      –Adriano. Adriano Magnoli.

      – ¿Quieres hablarnos un poco de él? Un autor tan fantástico merecería estar aquí, junto a ti.

      –Bueno, mi hermano no puede venir. Porque él, cómo lo diría, él… él… está

      – ¿Qué le pasa? Te veo un poco incómoda –dijo frunciendo el ceño Sebastian. – ¿Quizás no te apetece hablar de Adriano?

      Ha llegado el momento de la malicia pensó Daisy. Según lo planeado, ahora me las harán pasar canutas.

      Daisy sabía perfectamente cómo los jueces, en nombre de la audiencia, podían convertirse en algo especialmente odioso, incluso crueles.

      Ella, sin embargo, no tenía ninguna intención de caer en la trampa e intentó concentrarse para hacer frente a sus asaltos.

      –Entonces, ¿dónde está tu hermano? Debería dárnoslo a conocer, querida.

      La voz meliflua de Isabella Larini dio, oficialmente, el comienzo de las provocaciones.

      – ¿Quizás no lo has querido aquí contigo porque estás celosa de él?

      – ¡Adriano! ¿Dónde estás? ¡Adriano! –gritó de improviso Circe apoyando la mano sobre la frente para mirar a lo lejos, provocando la hilaridad entre los espectadores.

      Sandra se había quedado todo el tiempo detrás de las bambalinas. La ejecución de I’m Rose había sido perfecta. Estaba orgullosa de Daisy. Había disfrutado y llorado por la emoción.

      Las telecámaras se habían parado en sus lágrimas, conmoviendo a amas de casa y madres delante del televisor.

      Todo el programa estaba discurriendo como la seda. Estaba la muchachita con el talento fue de serie, una madre emotiva y un hermano compositor que, con su ausencia, estaba alimentando la curiosidad de los telespectadores.

      Todo oxígeno para los niveles de audiencia. Y los niveles de audiencia se convertían en paletadas de euros gracias a los beneficios de los ingresos publicitarios.

      Los contratos de la NCC se basaban sobre las encuestas de popularidad. Cuanto más alto era el índice de audiencia, le pagaban una cuota más consistente al emisor las empresas que publicitaban sus productos. Y cada punto en el nivel de audiencia valía algo así como dos millones de euros.

      Para Sandra, sin embargo, el programa estaba tomando un giro desagradable.

      ¿Por