Valentino Grassetti

El Amanecer Del Pecado


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Magnoli se limitaba a fumar seis cigarrillos al día y ninguno en el trabajo, a pesar de que sus compañeros lo hacían habitualmente.

      Era una empleada de segundo nivel en la oficina de inmigración del ayuntamiento de Castelmuso y se ocupaba de reagrupamientos familiares, de trabajo temporal y procedimientos para los permisos de residencia.

      Había mucha burocracia en sus funciones pero también la oportunidad de hacer algo en concreto por una masa de desesperados que llamaban a las puertas del rico occidente. Sobre el escritorio había una serie de expedientes a través de los cuales necesitaba decidir el destino de un número impreciso de prófugos afganos, de disidentes coreanos agotados por un régimen comunista ajeno a la historia, y de la recolocación de los inmigrantes que llegaban desde Lampedusa. En su oficina las miserias ignoraban el color de la piel.

      Cuando la Freecorporation Media, la sociedad que organizaba Next Generation, le envió los billetes para el viaje, Sandra pensó en rechazarlos pero el director la quería gratificar concediéndole una semana de vacaciones pendientes. Para Daisy, su hija, aquel sería su primer viaje a Milano.

      Las dos mujeres embarcaron en el aeropuerto de Falconara y aterrizaron en el de Malpensa. Ese día, a causa de una huelga de transportes, madre e hija no encontraron conexiones demasiado cómodas. Daisy y Sandra, sin embargo, tenían a su disposición el auto de la Freecorporation Media, una berlina de color champaña con el logo del programa televisivo estampado en los laterales.

      Un cámara taciturno con el gorrito de la empresa puesto sobre los ojos y un guionista pegajoso que vestía una aburrida chaqueta y pantalón grises, estaban al completo servicio de Daisy.

      Las dos mujeres se alojaron en el hotel Cosmopolitan, a dos pasos del teatro de la Scala. El templo de la gran música estaba allí, vigilando severo los hermosos sueños de una chavalita de dieciséis años. A lo largo de dos días Daisy fue instruida sobre cómo debería comportarse en el palco del Millennium Arena. Esta era una carpa que surgía al oeste de la capital lombarda, un fascinante monstruo hecho de cables, tirantes y fibra de vidrio. Podía contener a cerca de ocho mil personas.

      Visto desde afuera, el palacete mostraba formas curvas, ligeras y armónicas, y era una auténtica pena que fuese desmantelado después de cada una de las ediciones de Next Generation. El ayuntamiento de Milano era propietario del área donde se alzaba el Millennium. El contrato preveía que los veinte mil metros cuadrados alquilados fuesen ocupados por no más de tres meses al año, con un coste de trescientos mil euros al mes. El Millennium era elegante y evanescente, una ave fénix árabe hecha de tubos, teflón y poliéster, como fue definido por un crítico teatral.

      Ahora, dentro del estadio, y delante de millones de personas, estaban a punto de exhibirse los finalistas de uno de los concursos de talentos más seguidos de Italia.

      Adriano miraba los reflejos plateados y brillantes de la luna extenderse sobre las aguas oscuras del mar.

      La cura prescripta por el doctor Salieri era una potente mezcla de nortriptilina y flufenacina3. La calidad de vida había mejorado realmente. Ya no balbuceaba, el temblor de las manos había disminuido y caminaba sin tambalearse como un muerto viviente.

      En el piso de abajo, los huéspedes estaban esperando la conexión. La sala era amplia y luminosa gracias a un ventanal enorme que ocupaba el espacio de dos paredes. El mobiliario, moderno y refinado, con la mesa de cristal, el minibar, las butacas y los sofás de piel color crema abarrotados de amigos y parientes de la familia Magnoli.

      Charlas y risas resonaban desde el hueco de las escaleras. Adriano oía destapar las cervezas, el tintinear de los brindis, la tía que se esforzaba en hacer los honores, la voz de barítono del tío Ambrogio que incitaba a los amigos a comer hamburguesas y tartaletas de crema de salmón.

      – ¡Adry, está a punto de comenzar! ¡Venga, baja, que con el telemando Sky no entiendo un carajo! –gritó su tía Annetta, asomándose a las escaleras.

      Adriano bajó al salón disfrutando el hecho de moverse, si no con desenvoltura, por lo menos con una discreta seguridad.

      – ¡Adriano, eres un fenómeno! Daisy está en televisión gracias a ti, ¿te das cuenta? –lo felicitó Franco Leni, llamado Franz, el vecino barbudo con la piel clara, la panza de bebedor de cerveza y la cara de alemán.

      Franz había traído a su gorda mujer, sus tres hijos, y una cantidad considerable de grandes salchichas hechas a la brasa.

      –Si tú no hubieses escrito aquella canción no estaríamos aquí para darte la lata –había exclamado el tío, un tipo delgado y nervioso que para la ocasión vestía con orgullo un traje de lana peinada gris que parecía que iba a las fiestas del pueblo.

      Todos habían observado cuánto había mejorado Adriano. El efecto de los nuevos medicamentos se sostendría por lo menos un par de meses. Luego, a causa de la tolerancia, volvería a tener alucinaciones. Llegado a ese punto el psiquiatra establecería un nuevo tratamiento.

      La rotación de los medicamentos era indispensable para permitir al muchacho una calidad de vida digna, arriesgándose, sin embargo, a intoxicar gravemente algunos órganos.

      El hígado, naturalmente, era el que corría más riesgo. Pero su juventud, unida a una dieta que no incluía el consumo de alcohol, representaban un buen antídoto que lo tendría a salvo de los efectos secundarios de las medicinas. Y Adriano aquella noche se sentía especialmente bien.

      El programa estaba a punto de comenzar. Los tíos se habían hundido en el sofá, atentos y emocionados, y Annetta temblaba por la tensión. Franz estaba sentado al lado de su mujer, mantenida, sin embargo, a una discreta distancia de una fila de botellas de cerveza, mientras que los hijos iban y venían por el jardín, ruidosos y participando del aire festivo. Antonio Bruzzi, el otro vecino, era un comandante jubilado con un pasado en la Marina. Se había sentado sensatamente en la butaca más apartada del televisor.

      Desde que la esposa había muerto, el jubilado sufría de depresión y creía que, a su edad, ya nada tenía demasiado sentido.

      Había aceptado la invitación de Sandra por pura cortesía. Pero ahora que estaba allí debía admitir que encontraba placentera la compañía de toda aquella gente entusiasta y alegre.

      Después de un montón de grandilocuentes anuncios que patrocinaban el evento, apareció el tema musical de Next Generation.

      En el salón se elevó un ruido endiablado. Daisy, la pequeña Daisy, su Daisy, estaba a punto de debutar en un concurso de talentos.

      En el escenario, deslumbrada por potentes rayos láser, apareció la figura esbelta de una mujer joven.

      –Ahí está. ¡Es ella! –gritó Annetta dando saltos, el dedo apuntando la pantalla como el cañón de una pistola.

      –Esa es la presentadora. ¡No montes alboroto y siéntate! –le dijo el marido tirando de un trozo de la manga del jersey y haciendo que cayese su culo sobre los cojines suaves del sofá.

      – ¿Pero cuándo la enfocarán? –preguntó impaciente la esposa de Franz manteniendo las manos sobre el pecho, el corazón que le martilleaba.

      –Todavía es pronto –explicó el tío de Adriano, el único que seguía con regularidad todos los episodios del concurso de talentos transmitidos por el Canale 104. –Primero presentan a los jurados. En realidad son ellos los protagonistas del espectáculo. Llegado a un cierto punto llamarán a los concursantes uno a uno. Los chavales cantarán y bailarán durante un minuto. Los buenos pasan el turno. Los otros vuelven a su casa.

      Adriano observó el grupo reunido alrededor de la televisión. Sabía que eran considerados un poco sus guardaespaldas. La madre los había invitado con el objetivo de no dejarlo solo. Sandra llamó desde Milano para saber si todo estaba en su sitio. La hermana la tranquilizó. Un saludo veloz al hijo y todos cruzaron los dedos.

      Sandra estaba detrás de las bambalinas del Millennium Arena, más aturdida que emocionada. Los rayos láser cortaban el escenario. Los jefe de estudio diseminados a los pies de las gradas sudaban bajo los auriculares y se quedaban