Valentino Grassetti

El Amanecer Del Pecado


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Guido, por ahora, no tiene nada que ver –respondió Daisy saliendo de la ducha.

      –A propósito, ¿cómo ha reaccionado cuando le has propuesto salir? ¿Se ha muerto de golpe de la impresión?

      Daisy la miró con un cierto reproche.

      – ¿Te preguntó yo acerca del tuyo de tercero todo músculos?

      –No. Pero deberías. Así te podría contar cosas sobre su músculo más grueso…

      –Lorena, por favor. ¿Está realmente bien dotado en medio de las piernas? –cacareó Daisy mientras se ponía un suave albornoz de color nata que cerró a la altura de la cintura con dos giros de cinturón.

      –En serio. ¿Te has ya acostado con él?

      –Qué va. Bromeaba. Sabes que nos acabamos de conocer –especificó Lorena envolviéndose en una gruesa toalla que anudó por encima del ombligo. La chavala se acercó a la taquilla con los senos moviéndose, orgullosos de su juventud. La mirad de las estudiantes estaban todavía bajo la ducha envueltas en nubes de vapor: los cuerpos de las muchachas eran flexibles, brillantes de agua y jabón.

      Las más vanidosas perdían el tiempo para presumir del esplendor de su físico. La misma Daisy se quitó el albornoz con un poco de exhibicionismo, arqueando su espalda hacia delante para coger la ropa interior de la bolsa, mostrando su trasero redondo y perfecto.

      Mientras, las muchachas que se consideraban menos atrayentes, se lavaban con prisas. Sólo Filippa Villa andaba desnuda sin ningún problema. Filippa era una chavala alta, robusta, bastante torpe, con una panza prominente, una pelambrera salvaje de cabellos negros peinados sin ningún criterio, los ojos oscuros, móviles e inquietos. Filippa era una joven activista comprometida con el frente de los derechos civiles, y Daisy simpatizaba con luchas de liberación fuesen del género que fuesen.

      Las primeras barricadas contra los sistemas establecidos por otros las había erigido en su infancia. Los primeros en ser refutados fueron los dogmas de sus padres.

      Desde pequeña le había contado muchas fábulas sobre princesas y la cosa incluía, a menudo, la presencia de un príncipe azul. El mismo con el que se casaría cuando creciese. Era la pesadilla recurrente de la pequeña Daisy y de todas las lesbianas del mundo. Y Filippa era claramente lesbiana.

      Un día, escondida entre las nubes de vapor intentó besar a Daisy bajo la ducha. Daisy, por curiosidad, aceptó el beso. No encontró nada de particularmente escandaloso, lástima que unos segundos después se encontró encima la mole de Filippa, que parecía que había perdido la cabeza por el deseo. Le puso una mano a lo bruto en medio de los muslos para tocarla.

      Daisy la empujó. Filippa, jadeante, con los cabellos pegados al rostro, esbozó una excusa y, desde ese momento, dejó de molestarla.

      Daisy estaba ayudando a Lorena a ponerse el sujetador cuando Filippa dijo algo y enseguida todas las muchachas comenzaron a chillar.

      Una de las estudiantes, una rubita pequeña y rechoncha, corría desnuda con una nube de espuma pegada encima, gritando a todas las compañeras que se vistiesen. Otras chavalas comenzaron a gritar y todas corrieron fuera de las duchas. Una de ellas resbaló en el suelo mojando cayendo en el pavimento.

      –Bárbara, ¿qué sucede? –preguntó Daisy a la chavala, una adolescente tímida y delgada, en el límite de la anorexia.

      Bárbara respondió que había escapado porque había sentido miedo debido a los gritos. Daisy se dio cuenta que una buena parte de las compañeras no sabían realmente qué estaba sucediendo, pero todas gritaban, de todas formas, condicionadas por las reacciones de las más histéricas.

      Filippa Vila, calmada y lúcida, lanzó la mirada más allá de la fila de los percheros.

      – ¡Mirada allí arriba! –exclamó apuntando el dedo con enfado hacia una de las tomas de aire. – ¿Lo veis? Hay algo.

      –Justo para un Pulitzer, Guido. ¿Tienes algo gordo entre manos?

      –Venga, ya. ¿Tan predecible son? –respondió Guido cruzándose con Manuel en el pasillo del ala este del instituto.

      –Lo hemos visto todos. No sólo tú. Algo delirante. He sacado algunas fotos, si te hacen falta.

      – ¿Y quién no las ha hecho? Perdona, pero ahora debo largarme.

      Guido debía escribir el artículo deprisa. Delante del colegio alguien se había aplastado con una camioneta pickup contra un Austin de color óxido, haciéndolo volcar de lado. El conductor del coche se había quedado incrustado entre la chapa. Había sido echado fuera de la carretera de manera deliberada, y por lo poco que se podía entender, se trataba de un asunto pasional. Había por medio un marido traicionado lleno de rabia, un entorno de amenazas, insultos y lágrimas de desesperación.

      Esa el tipo de noticia que en Cronache Cittadine podía tener diez mil visitas en un día y para Guido quería decir una gratificación de treinta euros si conseguía que no le pisasen la noticia. Corrió hacia el aula de literatura para encender el ordenador del gabinete.

      Guido había recibido el encargo del director para quedarse más allá del horario lectivo. Cronache Cittadine era, de hecho, la voz más acreditada para el progreso del instituto.

      El jefe de estudios había donado tres mil euros al periódico, justo para mantener la sección cultural. Ningún patrocinador estaba interesado en la cultura pero dado que el colegio tenía un nombre ilustre, el de Giacomo Leopardi, se trataba casi de un deber moral. Y la financiación fue una bocanada de aire para el periódico online.

      Guido debía avisar a su madre que llegaría tarde. Metió la mano en el bolsillo para coger el teléfono móvil pero sólo sintió el fondo duro de la tela. Intentó buscarlo en su taquilla, aunque estaba seguro de no haberlo dejado allí. Abrió la portezuela, apartó los libros y cuadernos, revolvió en los cajones. Nada. Era el segundo teléfono móvil que perdía en el transcurso de un año. Además de la gratificación. El dinero ganado gracias al artículo serviría como anticipo para el nuevo teléfono móvil.

      Con rostro afligido cerró la taquilla y volvió con el ordenador.

      Estaba listo para escribir sobre el accidente cuando un enlace se abrió sin que él tocase en ningún sitio.

      Comenzó la transmisión en vivo de lo que parecía ser un canal pornográfico. En la pantalla aparecieron las formas mórbidas de una muchacha que se estaba enjabonando las ingles, la mano pequeña y blanca explorando los muslos, el rostro cortado fuera de cuadro.

      Como todos los adolescentes Guido se sentía especialmente atraído por los sitios pornográficos. Pero aquel canal le preocupó porque había comenzado automáticamente, como si fuese la obra de un hacker preparado para infectarle el ordenador.

      Estaba a punto de cerrar el enlace, pero aquella chavala enjabonada tenía para él algo de familiar. Fijó la mirada sobre aquella imagen: la espuma cubría el rostro de la joven, que inclinó la cabeza hacia atrás para enjuagarse la cara y el pelo debajo del chorro de la ducha.

      –No. No puede ser.

      El corazón le comenzó a latir en el centro del pecho.

      –No puede ser ella.

      La muchacha era ella.

      Era Daisy Magnoli.

      Observó a su compañera de clase pasar la esponja por las caderas delgadas y perfectas. Observó que el pelo del pubis había sido rasurado y que, maliciosamente, se había tatuado una mariposa en la parte izquierda de la ingle.

      Vio la ranura escondida, aquella que turbaba sus sueños, sin pelo y brillante por el agua. La calva visión de El origen del mundo de Coulbert esta allí, delante de él.

      Guido, excitado y confuso, tuvo una erección. La situación era absurda, casi irreal. Intentó retomar el control esforzándose por mantenerse tranquilo. Se preguntó quién sería el autor de aquel vídeo.

      Se ajustó las gafas en la nariz y pulsó sobre la tecla ESC para reducir la instantánea. Apareció el gráfico alrededor del vídeo. Se dio cuenta de que no se trataba