Valentino Grassetti

El Amanecer Del Pecado


Скачать книгу

tengo ganas pero creo que debo dar testimonio, aunque nadie me crea. Creo que Dios haya visto qué se está incubando bajo las cenizas de nuestro pobre pueblo. Hay un plan oscuro y él lo sabe. Pero no puede dejar que seamos los hombres los que arreglemos las cosas. Necesitamos su intervención. Necesitamos urgentemente su misericordia.

      –Por favor, cuente algunos hechos, quizás sin intentar interpretarlos.

      –Pero estos son los hechos. Luego están los detalles. Y además, tutéame.

      –Vale. Nos tutearemos. Sigue adelante…

      –Como sabes, vivo en la sacristía de la catedral y esto me da la posibilidad, ¿cómo decirlo?, de vivir la iglesia. Porque yo vivo y siento la iglesia. Tengo una relación intensa, diría física, con la catedral. Los arcos, las naves, el techo dorado y artesonado, el cuadro de Lotto, porque La Madonna col Bambino es de Lorenzo Lotto, los estucados, los frescos, todas las cosas que convierten la fe en algo material, para tocar y adorar. Hace años que sufro de insomnio y esa noche, creo que eran cerca de las tres de la madrugada, estaba arrodillado, las manos juntas, rezando un Padrenuestro, cuando sentí un impacto que provenía de la carretera. Justo delante de la iglesia.

      –Sí, recuerdo ese terrible accidente.

      –Esa noche murió una persona. Pero lo supe sólo después. Cuando he escuchado el impacto he corrido para ver qué había sucedido, pero no conseguí salir. Lo intenté pero… pero… vale, ahora me resulta duro seguir adelante…

      –Haz un esfuerzo e intenta explicarme qué sucedió.

      –No es fácil, muchacho. Cuando el horror se vive es una herida que no cicatriza nunca. De todas formas: la puerta que iba de la iglesia a la sacristía se había cerrado de improviso. Un chirrido, y luego un golpe seco, como si alguien la hubiese golpeado. Pensaba en una broma. A continuación se cerraron las otras puertas. En ese momento tuve miedo. Ya no pensé en una broma sino en ladrones. Si algún delincuente entra en la iglesia hay cosas para robar y todas son cosas valiosas, ¿sabes? Creía que era Alberto, un toxicómano que habita en el barrio. Viene a menudo a robar las limosnas. De todas formas, todas las puertas estaban cerradas. La de la nave que lleva a la salida, la de la cripta, donde están los restos del santo. Y justo allí, bajo tierra, ha sucedido algo.

      (Pausa, debida a la entrada de la enfermera. Escondo de nuevo la grabadora. Nadie del personal de la sección de psiquiatría sabe que estoy aquí para una entrevista. La enfermera se va. Vuelvo con las preguntas)

      – ¿Qué ha ocurrido bajo tierra?

      –Algo que no me hizo pensar ni en una broma ni en Alberto el Gualdrapa. Escuché unos ruidos sordos y apagados que me helaron la sangre en las venas mientras que fuera de la iglesia oía los gritos, el crepitar del fuego, el hedor del humo del automóvil que ardía.

      Afuera percibía el terror de la gente del barrio. Pero dentro… dentro de la iglesia oía aquellos ruidos sordos provenir de abajo. Los bancos se movían, saltaban y se arrastraban sobre el mármol del pavimento. Creía que era de nuevo el terremoto pero sólo más tarde comprendí que no había habido ningún temblor de tierra.

      Tuve la sensación de que lo que estaba sucediendo era, cómo decirlo, una prerrogativa de lo terrenal. La manifestación de una voluntad invisible. No sé porqué pero entendí que era algo maligno. Algo que estaba lejos de Dios. ¿La grabadora funciona? ¿Estás grabando todo?

      –Funciona y estoy grabando. Así que las puertas estaban cerradas. Y escuchaste estos golpes.

      –Justo de esa manera. Tenía un miedo mortal y comencé a rezar. Como un viejo ex cura lo hice en latín Agnus Dei, qui tollis percata mundi, miserere nobis. Pero recomendarme a Dios parecía que no servía para nada. Fue en este momento en que se me desencadenó, cómo explicarlo, una rabia insólita. Mira chaval, presumo de ser un tipo tranquilo, uno con un carácter suave y recatado, he aquí la razón por la que me avergüenza recordar lo que hice después…

      (Hay una pausa, está realmente confundido. Retoma su discurso en cuanto encuentra un poco de lucidez)

      –Quiero decir, la cuestión es: ¿por qué no estaba en mis cabales? ¿Por qué me sentía enloquecido? El Señor misericordioso sabe perfectamente que la locura es por lo que yo rezo día y noche. La locura es una plaga querida por Dios, una herida inflingida al pensamiento y lejana del alma, esa alma que es tan querida a nuestro Dios. La locura no es una expresión del maligno. Es por esto que debo escoger estar loco y no otra cosa. ¿Entiendes lo que quiero decir?

      (Asiento sin hacer comentarios)

      –Bueno. Finjamos que no esté loco. Entonces, yo, el susodicho, Simone Pietrangeli, sacristán, hombre que vive en el temor de Dios, esa noche me sentí obligado a hacer cosas horribles. No sé cómo explicártelo…

      –Sé que te hiciste daño.

      –Sí. Pero el dolor, aunque era insoportable, no era nada. Eran las acciones humillantes que había realizado antes de flagelarme, las acciones que ofendían a Dios, las que me destrozaron.

      – ¿Puede entrar en detalles?

      –Yo… yo… no lo consigo.

      –Te ayudo a ir al grano. En el expediente, en la página doce, y excusa la franqueza, hablas de masturbación. Estamos entre adultos. Sabemos que la practicamos todos. Hombres, mujeres, ancianos, muchachos y, porqué no, incluso los sacristanes como tú. No hay nada malo o pecaminoso en esto.

      – ¿Nada de malo? Tú no lo entiendes. Yo no soy sólo un sacristán. Soy un cura excomulgado. Un ex cura que se masturba en la iglesia, delante del altar, ¿y tú no encuentras nada malo en esto? Un cristiano que se saca el pene y goza pulverizando los paramentos sacros de esperma. Yo creo que esto es el Mal. Fuera de la iglesia la gente estaba muriendo, oía los gritos, ¿entiendes? ¿Y yo? ¿Yo qué hacía? ¡Yo disfrutaba! Disfrutaba y reía como un loco. Yo era el demonio que destruía la casa de Dios. Y luego he hecho otras cosas. Cosas innombrables…

      (Llora)

      –Veamos la cosa desde una perspectiva laica. Tenemos loa resultados de los análisis de sangre. Tenía una tasa de alcohol cuatro veces superior a la normal. Una concentración altísima de etanol. Sabes lo que significa, ¿verdad?

      –Te lo ruego, no me muestres mis responsabilidades en manera tan brutal.

      –Estar alcoholizado no es un delito.

      –Entiendo a dónde quieres llegar. Bien, vale, bebo. Tengo un problema con el alcohol, de acuerdo. Pero esa noche los golpes los escuchaba realmente. Provenían de la cripta. Cada vez eran más fuertes. Parecía que el pavimento de mármol se rompía. Recuerdo que después de haber hecho esas cosas repugnantes me arrastré hasta el atril y leí algunos pasajes de la Biblia.

      – ¿Recuerdas cuáles?

      –Recité un versículo del Apocalipsis del apóstol Juan. Aquel que dice: Cuando se hubieren acabado los mil años, será Satanás soltado de su prisión y saldrá a extraviar a las naciones que moran en los cuatro ángulos de la tierra2 A continuación creo que… ¡Dios mío, perdóname! Creo que oriné sobre las Sagradas Escrituras. Fue en ese momento en el que intenté rebelarme.

      –Has hablado de flagelación.

      –Justo. Utilicé el crucifijo de plata. Lo había cogido del altar antes de comenzar a golpearme. Me lo he clavado una y otra vez. Quería hacer salir el mal, el pecado, de mi cuerpo. La sangre salía a borbotones desde debajo de los vestidos rotos. No sé cuántas veces atravesé el riñón derecho, girando dentro la barra del crucifijo. Cuanto más me hería más aumentaba el ruido de los golpes en la cripta. Cada vez los sentía más sombríos y sordos. Esto es lo último que recuerdo.

      (En este momento se encuentra realmente mal. Una enfermera llega y me hace una señal para salir. Dejo de hacer preguntas)

      –Gracias por todo, Simone. Ahora, sin embargo, te dejo descansar. Volveré a verte pronto, prometido.

      –Debes saber que te aprecio, muchacho. Tengo un montón de cosas para contarte. ¡Ah…! Antes de irte, haz que me traigan