Valentino Grassetti

El Amanecer Del Pecado


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atormentado por la angustia y la incertidumbre.

      –Daisy, te debo hablar… espera… uff… deja que me recupere –dijo él sin aliento y doblado en dos, las manos sobre los muslos para recuperar el aliento.

      Se quitó las gafas empañadas para limpiar los cristales y cuando se las puso de nuevo vio la delicada mano de Daisy empuñando su teléfono móvil casi con repulsión. Ella lo miró altanera, sorprendiéndose de sentir un escalofrío de satisfacción al ver su cara volverse gris.

      –Ahora me dirás que tú no tienes nada que ver.

      –No he sido yo. Te lo juro. Lo juro por Dios. Por mi familia. Por todo aquello que me es más querido.

      Remarcó que me es más querido mirándola fijamente con una expresión intensa, como si en el juramento también estuviese incluida ella.

      A Daisy le pareció sincero pero esto no era suficiente para hacer desaparecer el disgusto que sentía en ese momento. La situación era muy seria y requería un comportamiento duro, malvado y rencoroso.

      – ¿Quién me asegura que no eres un puerco fisgón? –preguntó furiosa.

      –Porque no lo soy –se defendió él.

      –No te creo. Vosotros los chavales sois todos unos puercos. Y tú probablemente eres el rey de los cerdos –dijo golpeándole con el teléfono móvil en la mano.

      –Daisy, escucha…

      –No tenemos nada que decirnos –exclamó ella cruzando los brazos sobre el pecho.

      – ¿No lo entiendes? Alguien me ha robado el teléfono

      – ¡Te lo han robado! Ah, esta sí que es buena –lo interrumpió ella agitando la mano para cortar el discurso.

      –Espera. Déjame acabar. Sí, me lo han robado. Pero no es esta la cuestión. La cuestión es que hay algo extraño en esta historia. Mira, quiero mostrarte una cosa.

      Guido deslizó las cintas de la mochila sacándola de la espalda, la apoyó sobre el banco del camino, se sentó y extrajo el ordenador.

      –Debía escribir un artículo cuando has aparecido en la pantalla –exclamó encendiendo el ordenador. –Te he visto en la ducha. Estaba confuso y sorprendido. He pensado en mil cosas. Incluso que tú… –se interrumpió, dudando si ser sincero hasta el final.

      – ¿Qué has pensado? –respondió ella furiosa, intuyendo lo que estaba a punto de insinuar.

      –Vale. Te lo digo. Entre miles de cosas he pensado que te habías grabado adrede.

      – ¿Estás de broma? –exclamó ella enfadada.

      –Escucha. Estoy convencido de que no tienes nada que ver. Sin embargo, reflexiona. ¿Cómo podía saber en que plato de ducha te podrías meter? Después de los entrenamientos uno, a menudo, se mete en una ducha siguiendo un criterio al azar. Podría haber gente que entra y sale, el agua caliente que no funciona, alguna tubería rota… demasiados imprevistos. Por lo tanto yo me pregunto: ¿te ha grabado una amiga tuya? Ni siquiera creo en esto. Imagino que alguien habrá escondido mi teléfono móvil en algún sitio. Pero, ¿cómo sabría a dónde apuntar? Hay muchas cosas extrañas. Y esto no es todo…

      Ella lo interrumpió estupefacta.

      – ¿Quizás estás insinuando que he robado yo misma el teléfono móvil para ponerlo en la ducha de las chicas para que tú te hicieses una paja?

      –No. Yo… no estoy diciendo esto –respondió inseguro.

      – ¡Justo estás diciendo esto! Intentas defenderte echándome la culpa. Pero yo, guapo, no soy como tú. Tú llevas un pervertido dentro. Lo llevas en el ADN. Un ADN que si lo desenrollas está hecho de kilómetros de mierda. ¿Sabes que te digo? Voy a ver al director. Le cuento todo y hago que te echen del colegio.

      Daisy se desvió del portón que llevaba a la salida y caminó a grandes pasos por el camino del patio. Se había desfogado. Había sido impulsiva, se había enfurecido fingiendo no haber escuchado las explicaciones de Guido mientras que, en realidad, había prestado atención a cada una de las palabras. Su razonamiento era perfecto. Nadie podía saber en cuál plato de ducha se lavaría. Pero, por algún extraño motivo, había preferido insultarlo antes que darle la razón.

      Daisy calculó los pasos que la separaban de la puerta de secretaría sin saber bien qué hacer. Detrás de las ventanas del vestíbulo observó la melena algodonosa de la secretaria. No sabía si denunciar o no lo ocurrido. Puso la uña brillante de esmalte sobre el timbre, indecisa si pulsar el botón.

      Advirtió la respiración contenida de Guido detrás de ella, pero no se volvió, yendo a su rollo.

      –No me has dejado terminar –dijo él a su espalda.

      Guido miró pensativo el pequeño y compacto ordenador que tenía estrechado entre las manos.

      –Quería decirte que junto con la película ha llegado un mensaje. Un comentario extraño.

      Daisy cruzó los brazos esperando todo lo que tenía que decir; le lanzó una mirada de fastidio, como si tolerase a duras penas su presencia.

      Guido giró el ordenador hacia Daisy. Ella buscó con aire medio enfadado las dos líneas adjuntadas al vídeo, donde se la veía meter las manos entre los muslos para enjabonarse las ingles con la espuma.

      Daisy leyó el mensaje y empalideció.

      Adriano debe dejar de buscarme. O tendrá un feo final.

      Otra vez alguien estaba amenazando a su hermano.

      Archivo clasificado nº 3

      La redacción ha recibido la documentación grabada

      Entrevistando al testigo (omitido)

      GRABACIÓN COMPLETA

      Los ruidos se deben al ir y venir de la enfermera, a los sensores de los aparatos sanitarios y a las idas y venidas del personal fuera de la habitación.

      – ¿Cómo se siente hoy?

      –Mejor. El buen Dios vigila mi martirio. Por favor ¿podrías presionar ese botón a los pies del lecho? Sirve para levantar la almohada.

      –No sé si puedo hacerlo. Espere que llame a la enfermera.

      –Aquí está, Beatrice. Gracias. Así está mejor. Sólo que ahora tengo un poco de sueño. No sé si conseguiré decirlo todo.

      –Si quiere reposar, puedo volver más tarde.

      –Pero, no. En el fondo me haces compañía. Así que: ¿qué decir sobre aquel día? No era yo, de verdad. Nunca he pensando en comportarme de esa manera. Mi vida es la oración. Rezo mucho, ¿sabes? Rezo todo el día y pienso en la iglesia. Mi vida la gasto en ella y sólo por ella: La Santa Madre Iglesia. Y… espera. Antes de continuar querría saber una cosa. ¿Los médicos qué dicen? ¿Me pondré bueno enseguida?

      –Claro que se pondrá bueno, no se preocupe. Es más, estoy convencido que dentro de unos días volverá a casa.

      –Sin embargo, me tienen atado a la cama. Las correas me tiran de las muñecas. Pero es mejor así. Si me muevo se reabren las heridas

      (El entrevistado en realidad no tiene ninguna herida)

      –Ha habido muchos muertos y debemos comprender qué ha sucedido esa noche.

      –Yo… yo no lo sé. Si hablo condenaré para siempre mi apostolado. La verdad me alejará de la catedral.

      –Esté tranquilo. Nadie lo echará.

      –Es verdad, y… ¿morfina has dicho? ¿Realmente me dan morfina? ¿Pero no produce alucinaciones?

      –No sabría decirle. Creo que sí.

      (No está bajo los efectos de la morfina, aunque está convencido de que es así)

      – ¿Puede confirmar todo lo que ha declarado en la iglesia?

      – ¿Cuándo me han encontrado los paramédicos,