Valentino Grassetti

El Amanecer Del Pecado


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el de su teléfono móvil.

      En los vestuarios las muchachas se apelotonaron en el punto más alejado del aire acondicionado.

      Filippa observó detrás de la grieta de la reja de aluminio un objeto pequeño y compacto.

      No se habría dado cuenta si la condensación del vapor posada sobre el objeto no hubiese comenzado a gotear sobre el banco donde había apoyado sus cosas. Filippa no se apartaba nunca de sus costumbres. Debido a esto ponía el chándal, los pantalones cortos y la camiseta de voleibol siempre en el mismo sitio, doblados de la misma manera, bajo una de los cuatro conductos de ventilación. Estaba cogiendo una compresa de la bolsa cuando el goteo le humedeció el dorso de la mano.

      Le bastó levantar la mirada para ver el teléfono móvil detrás de la rejilla, el ojo implacable de la videocámara apuntado a las duchas.

      Daisy cogió el taburete y lo posicionó debajo del conducto de ventilación, subió a él y aferró los bordes de la rejilla que se separó sin ningún esfuerzo.

      Alguien había quitado los cuatro tornillos que la fijaban a la pared. Agarró el teléfono móvil, la versión 5 del Galatic P6. Ella misma poseía ese mismo modelo. La familiaridad con las funciones del teléfono móvil ayudó a Daisy a desactivar la videocámara.

      – ¿Pero quién es el mierda que se ha divertido filmándonos? –exclamó Lorena poniéndose rápidamente la camiseta.

      –Seguramente un grandísimo bastardo o una grandísima hijaputa –sentenció Filippa que, junto con las otras chavalas, se había puesto detrás de Daisy para observar mejor el teléfono móvil. Las muchachas, furiosas, eran presas de aquella animosidad que aparece cada vez que ocurre algo que hace sentir vergüenza e incomodidad sin tener la culpa.

      –Imaginad si ese bastardo hubiese recuperado el teléfono móvil y puesto en la red –dijo Lorena imaginando escenarios inquietantes como acabar en algún Chat porno o en los teléfonos móviles de los muchachos del instituto.

      –Nosotras, que andamos desnudas en las duchas… ¿os dais cuenta? Tetas y culos al viento al alcance de todos. ¿Os imagináis que puto descrédito?

      Daisy, sentada en el banco, estrechaba el teléfono móvil con un gesto de desprecio, como si el sólo hecho de tenerlo entre las manos le repugnase. Observó la filmación con disgusto y sentenció:

      –Esto no es una broma, estoy segura. Parece más la obra de algún maníaco pervertido –y añadió –Tengo una mala noticia que daros: nos estaban filmando en directo.

      El pánico comenzó a insinuarse rápidamente entre las muchachas, aunque alguna de ellas, en el fondo, se excitó con la idea de haber sido observada a escondidas. Pero las más púdicas, que eran mayoría, se quedaron aterrorizadas con la idea de que el vídeo pudiese convertirse en viral. Ninguna habría tenido el valor de salir de sus casas. Daisy las tranquilizó:

      –Si observáis con atención, no habéis sido filmadas, por lo tanto no os debéis preocupar.

      Daisy se puso pálida cuando vio cuál era la única muchacha que había sido filmada desnuda. Titubeante, levantó el teléfono móvil para mostrar a las compañeras las imágenes que poco a poco se desplazaban por la pantalla.

      – ¿Lo veis? No estáis en ningún encuadre. Sólo… sólo yo he sido filmada. Por lo tanto la mierda del descrédito sólo me atañe a mí.

      Las muchachas callaron. La noticia las alivió y dejaron de desesperarse. Su reputación estaba a salvo. Alguna seguía fingiendo preocuparse porque, de todas maneras, pensaba que fuese correcto mostrar solidariedad con respecto a Daisy. La muchacha desplazó el menú del teléfono para comprender de quién era, dando por descontada la imposibilidad de identificar al propietario. Nadie, de hecho, podía ser tan tonto como para usar el propio teléfono móvil para llevar a cabo una acción de ese tipo. Violar la privacidad era ilegal y en los casos más graves se podía incluso acabar en la cárcel. Daisy desplazó el pulgar sobre la pantalla y leyó las aplicaciones puestas en orden alfabético: App, Calendario, Cinetrailer, Facebook, Juegos, Tiempo, Mensajes…

      –Mensajes. ¡Lo encontré! Ahora veamos los sms de este bastardo.

      La atención de las chavalas aumentó.

      – ¿Consigues saber de quién es? –exclamó ansiosa Lorena.

      –Espera un segundo. Vale. Sí. Lo he conseguido –dijo Daisy observando que bajo la palabra mensajes había una decena de sms. Leyó febrilmente los más recientes.

      ¡Hola, bestia! Te espero esta noche a las nueve. ¡Yo llevo la cerveza y tus las chavalas! Oh, perdona. Olvido siempre que eres una nenaza. Quiero decir que me conformaré con la cerveza. ¡No llegues tarde!

      Buenos días señor director. Espero que el artículo esté bien. En caso contrario lo sustituyo con uno de sucesos.

      Manuel, mañana tengo un examen. ¿Podrías prestarme el diccionario de francés?

      Daisy leyó otros mensajes. Con cada línea sentía salir las lágrimas de los ojos.

      –Entonces, ¿has encontrado algo?

      Daisy no consiguió responder con rapidez.

      –Yo no creo… que… –murmuró, cada sílaba era un quejido.

      –Daisy, ¿estás bien? –se preocupó Lorena al verla pálida, los labios casi temblorosos, algo que presagiaba una llorera.

      –El teléfono móvil, no consigo entender… de quién es –mintió. –Si estás de acuerdo se lo llevaré al director –propuso, la frase truncada por un sollozo interior.

      Las muchachas asintieron con la expresión distraída de quién creía que la cuestión ya no les incumbía.

      Daisy acabó de vestirse. Se despidió de Lorena, que tenía una cita con el chaval, y se dirigió hacia el baño del vestuario.

      Se miró en el espejo para dar un cepillado a la melena húmeda.

      Observándose con atención se enfadó consigo misma por la inquietud y el sufrimiento que su rostro mostraba.

      Guido no podía ser tan importante, mucho menos ahora que se había revelado una especie de maníaco. No quería llorar. Aquel idiota no merecía sus lágrimas. Debía sentir sólo un sano cabreo con aquel bastardo. Nada más.

      Puso la bolsa de gimnasia en bandolera y se encaminó hacia la salida con paso lento, el teléfono bien sujeto entre las manos, con el deseo insoportable de arrojarlo al suelo.

      Recorrió el camino que separaba los vestuarios del colegio caminando con la cabeza baja.

      Observó las hojas amarillentas que crujían sobre las baldosas de pórfido. Estaba perdida en sus propios pensamientos, pero de vez en cuando volvía en sí, confusa como quien non sabe exactamente dónde se encuentra y a dónde va. De vez en cuando, se limitaba a responder a los saludos de los muchachos con los que se cruzaba.

      –Hasta luego Nico, sí, me va bien. No lo parece, ¿dices? Es que estoy preocupada… no, no tengo miedo de ir a la televisión…

      – ¿El pelo? No, nada de gel, están sólo mojado…

      –Sí Rosy. Nos vemos en clase…

      Luego volvía a alejarse. Mientras caminaba por el camino volvió a lo dicho en el vestuario.

      –Nos tomarán por putas… nos echarán.

      –Qué va, sois más capullas que putas –dijo en voz alta, justo para escuchar las palabras resonar en sus orejas y complacerse por ello. Estaba enfadada por la hipocresía de las compañeras hacia ella, pero en ese momento pensó que era inútil pensar en ellas. Ahora debía concentrarse en Guido.

      Había prometido llevar el teléfono móvil a dirección pero no estaba muy seguro de quererlo hacer.

      – ¿Cómo ha podido hacer algo parecido? Y sin embargo no parece un maníaco. Lo que, a pesar de todo, no es para nada tranquilizador. A menudo son los que