Valentino Grassetti

El Amanecer Del Pecado


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de sus sueños, de sus seres queridos, de su madre, del padre que ya no está… Los guionistas conocen el suicidio de Paolo, los problemas de Adry. Daisy sólo tiene dieciséis años. No puede manejar una entrevista donde se habla de cosas demasiado grandes para ella. Entonces, ¿por qué se comportan de este modo? ¡No era este el trato, joder!

      En el monitor del jurado aparecieron los índices de audiencia. La media de Next Generation estaba entorno al nueve por ciento. Los jurados se emocionaron cuando leyeron que el índice de audiencia estaba rozando el once.

      Los datos eran calculados en tiempo real gracias a un sofisticado sistema que cruzaba las informaciones de una muestra de veinte mil familias esparcidas por todas las regiones. Y el once por ciento era una fantástica noticia, por esto los guionistas decidieron presionar a Daisy. Era ella, de hecho, la que elevaba el nivel de audiencia.

      Era necesario crear interés alrededor de la muchacha. Mucho interés. Sobre los monitores de los jueces aparecieron, muy remarcados, una serie de sugerencias especialmente cínicas.

      El índice de audiencia sube. ¡Dadle duro a la chavalita!

      Ánimo. Removed en la mierda. ¡Debemos llegar al trece!

      El padre se ha suicidado. Mirad a ver si podéis meterlo por algún sitio.

      Hermano loco, padre suicida. Esto es algo fuerte. Habíamos decidido no hacerlo, ¡al diablo todo! Sacad todo fuera. Pero haced de manera que no se vuelva contra nosotros. Debemos llegar hasta el trece.

      Jenny Lio miraba el monitor entusiasmada. Pensó en la gratificación del jurado, también calculada sobre los niveles de audiencia. Si el nivel de audiencia se pusiese en torno al doce, ella podía cobrar un plus de cincuenta mil euros. Pero para ganar aquella suma debería dar lo mejor de sí misma. Se puso en pie. Sarcástica comenzó a canturrear:

      – ¡Adrianinnno! ¡Adrianinnnno! ¿Por qué juegas al escondite?

      También Isabella Larini, hechas sus cuentas, comenzó con su pérfido show. La jurado fingió indignarse y gritó:

      –Olvídate, Jeny. No seas cabrona. Adriano no está aquí porque tiene un problema. Y estamos hablando de algo serio. ¿No es verdad, Daisy? Por lo que yo sé, Adriano, el autor de tu bellísima canción está… ¿quieres decirlo tú? ¿Quieres hablar de su problema?

      Daisy no estaba preparada para una pregunta de ese tipo. No era aquel el trato. Debía cantar y divertirse. Y si, además, hubiese mostrado ser realmente buena, habría tenido la posibilidad de entrar en el mundo del espectáculo.

      Los jueces, ahora, no estaban respetando ni los acuerdos ni el guión.

      Esperaba que no la obligasen a hablar de las desgracias de su familia.

      En el fondo, I’m Rose, no era sólo una canción.

      Era su historia.

      –Vamos, Daisy. A nosotros nos puedes contar todo. ¿Qué le ocurre a tu hermano? –preguntó Sebastian poniendo los pulgares bajo el mentón, fingiéndose atento y preocupado.

      –Mi hermano no está bien –respondió la muchacha con la odiosa sensación de sentirse como un conejito perdido rodeado de lobos hambrientos.

      En ese momento habría querido tener a su madre a su lado y echarse entre sus brazos para sentirse segura y protegida como cuando era una niña. Miró a los jueces que la presionaban con preguntas cada vez más incómodas e irritantes. Las mejillas se le llenaron de lágrimas y maldijo su estupidez. Debía ser fuerte, debía responder golpe por golpe a esas preguntas insidiosas. En cambio, sólo consiguió llorar.

      Un relámpago de triunfo atravesó la mirada de Jenny Lio. Los indicadores mostraban el índice de audiencia en el trece y medio.

      El llanto de Daisy estaba atrayendo espectadores. Pero, sobre todo, gracias a ella se embolsaría otros treinta mil euros.

      Jenny, Isabella y Sebastian se intercambiaron una mirada llena de satisfacción.

      A los monitores llegaban las directrices de los guionistas que, poco a poco, eran cada vez más malvadas.

      Adelante, aprovechad el momento. Haced decir a la pequeña qué jodida cosa le pasa a su hermano.

      ¡Venga, venga, venga! ¡Si llegamos al quince son cien mil euros!

      Circe, muévete. No estás haciendo nada por elevar el nivel de audiencia. Maltrátala. ¡Pega fuerte con una pregunta de las tuyas!

      Sandra habría querido protestar a alguien pero no sabía a quién acudir. Los dos cámaras que la grababan la siguieron tras las bambalinas hasta que ella se cruzó con uno de los guionistas, un muchacho calvo como un huevo de avestruz con dos enormes auriculares en las orejas y la carpeta con las notas en la mano.

      –Señora Magnoli –dijo perentorio –usted no puede venir aquí, debe permanecer en el área que ha sido asignada a los padres y…

      – ¡Quítate de mi vista, jodido cabrón! –gritó Sandra apuntando las manos sobre el pecho del muchacho, empujándolo lejos.

      –Por favor, cálmese –imploró el guionista empalideciendo.

      Un agente del servicio de seguridad, robusto y discreto, se acercó a Sandra. El guionista hizo una señal con la mano para dar a entender que todo estaba bajo control.

      – ¿Cómo voy a calmarme? ¡Mi hija está llorando en esa mierda de escenario! –vociferó Sandra desesperada.

      –Muchos chavales lloran durante las transmisiones. Es normal para ellos emocionarse –le respondió el joven guionista enfadándose con un cámara que habría querido grabar la escena. La protesta del padre de una menor enviada en directo habría podido desencadenar la polémica. Y muchas asociaciones de consumidores e institutos de vigilancia hubieran sido felices de hacer caer el programa, al considerar la presencia de gente como Circe y Monroe no apropiada para una franja protegida.

      –Os lo advierto. Dejad fuera a mi hijo de esta historia –amenazó Sandra apuntando con el dedo al guionista.

      El joven calvo sabía muy bien cómo la rabia de la mujer estaba más que justificada. No podía no darle la razón pero el dinero en danza era mucho.

      Si la audiencia se incrementaba de nuevo él se embolsaría veinte mil euros. Su nombre, de hecho, aparecía en los títulos de crédito justo inmediatamente después del de Sebastian Monroe, y el joven guionista no tenía ninguna intención de renunciar a una compensación tan generosa. Avisó a dirección de apagar el dron que estaba grabando en bambalinas e hizo apagar las cámaras seis y siete, las que enfocaban a Sandra Magnoli. Hecho esto, ordenó al vigilante de seguridad que volviese a acompañar a la mujer al puesto reservado para los familiares de los concursantes.

      Sandra aceptó con renuencia pero sin ninguna intención de bajar la guardia. Si alguien intentaba herir a sus hijos correría al escenario para sacar a rastras a Daisy, después de haber insultado a los jueces y denunciado en directo a los productores del programa.

      ¡¡¡Estamos en el catorce y medio!!!

      La frase centelleó seguida por una triunfante fila de signos exclamativos.

      Daisy habría deseado escapar del escenario. Pero quedó allí clavada, incapaz de reaccionar. Las preguntas de los jurados se hicieron más precisas, malvadas y ultrajantes.

      Hubo una pausa publicitaria de treinta segundos. El nivel de audiencia tuvo una bajada de dos puntos.

      Cuando el anuncio acabó los índices de audiencia volvieron a subir.

      El rostro límpido de Daisy surcado por las lágrimas saltó a la cabecera de las tendencias del momento de Twitter.

      Sebastian miró de reojo el indicador con una total euforia.

      Estaban en el catorce con ocho, otros dos puntos y se ganaría el plus de cien mil euros. Con ese dinero podría comprar coca de primera calidad y un piercing de oro incrustado de diamantes que ya imaginaba balanceándose del rosado pezón de Christine, su amante menor de edad. Sebastian se había encaprichado de la muchachita cuando ella tenía quince años y nunca había