Varias Autoras

E-Pack Jazmín B&B 1


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se marchó.

      Yelena cerró las puertas de cristal, atravesó el salón y abrió la puerta de entrada.

      Y allí estaba Alex, en mangas de camisa.

      Ella se cerró mejor el albornoz.

      –Iba a darme una ducha.

      –Vale –dijo él, y luego guardó silencio.

      –¿Me necesitabas para algo?

      –Tenemos que hablar.

      Ella suspiró por dentro y abrió la puerta más.

      –Si no te importa esperar, puedes entrar.

      –Gracias.

      Alex no era un hombre paciente. Mientras Yelena estaba en la ducha, estuvo sentado en el sofá unos veinte segundos. Los contó. Luego encendió la televisión, pero enseguida la apagó y empezó a ir y venir por el salón. Finalmente, se quedó mirando por la ventana. Cinco minutos más tarde, había perdido toda la paciencia.

      No podía dejar de preguntarse si Yelena tendría algo que ver con lo que había hecho Carlos, pero según iban pasando los minutos, solo podía pensar en ella. En la ducha. Desnuda. Con el agua deslizándose por su piel suave…

      –¿De qué quieres que hablemos?

      Alex se giró y contuvo un gemido. La vio envuelta en el albornoz, con el pelo mojado sobre la espalda.

      Deseó besarla.

      –¿Alex? ¿Ha pasado algo?

      Él notó la erección y contuvo una carcajada. «Sí, ha pasado algo», pensó. Respiró hondo.

      –He pedido que nos suban la cena.

      –Gracias, pero no era necesario –respondió ella, recogiendo la ropa que había tirada en el suelo.

      –He pensado que podríamos hablar de la campaña durante la cena. Tienes que comer.

      Ella guardó silencio, asintió.

      –Voy a vestirme –dijo por fin.

      Entró en la habitación, se secó y se puso unos pantalones de cachemir rosa y una camiseta negra. Se recogió el pelo en una coleta, se acercó a ver a Bella, que seguía dormida, y se sintió preparada para volver a enfrentarse a Alex. Respiró hondo y salió al salón.

      Nada más verlo, se estremeció. Incluso de espaldas, llamaba la atención. Era alto y fuerte, era Alex. Y siempre la había hecho sentirse femenina, incluso delicada, algo difícil teniendo en cuenta su altura.

      Sintió deseo. Sabía cómo era Alex debajo de aquella ropa, conocía su pecho fuerte, sus bíceps y cómo se contraían sus músculos bajo aquella piel.

      Lo vio hojear los recortes de prensa que ella había dejado sobre la mesa y vio sufrimiento en su rostro.

      Le dolió el corazón por él y la compasión la hizo avanzar.

      –Es una paradoja, ¿verdad? –dijo en voz baja.

      –¿El qué? ¿Ser masacrado por la prensa?

      –Que haya personas que piensen que has matado a tu padre y, además, te acosen con tantas noticias al mismo tiempo.

      –Uno se acostumbra a todo.

      –No, no es verdad. Nadie podría acostumbrarse a algo así.

      –Y tú lo sabes.

      Ella levantó la barbilla, se dio cuenta de que Alex estaba molesto.

      –He estado ahí, Alex. Tal vez en un segundo lugar, y tal vez tuviese solo quince años, pero recuerdo todos los detalles humillantes –dijo, apoyando las manos en las caderas–. La prensa española estuvo semanas hablando de ello. De Gabriella, la hija rebelde de doce años del senador Juan Valero. Nos seguían al colegio, sobornaban a nuestras amigas para que les diesen exclusivas. Y hasta entraban en nuestra casa de veraneo. No podíamos vivir, no podíamos respirar, sin que saliese otro titular. Vinimos a Australia para escapar de eso.

      Hizo una pausa para respirar, tenía el rostro colorado.

      –Así que no me digas que no sé cómo es. Lo he vivido.

      Alex la miró fijamente.

      Ella frunció el ceño.

      –¿Gabriela no te lo contó?

      –No. Solo me dijo que habían trasladado a vuestro padre a la embajada española.

      –Mi padre luchó por conseguir ese puesto, por mucho que le horrorizase a mi madre. Para ella, Australia era una cloaca sin cultura. Mi padre gastó mucho tiempo y dinero, y muchos besos, para asegurarse de borrar nuestro pasado.

      –¿Por eso eres…?

      Yelena arqueó una ceja.

      –Una pacificadora –terminó Alex–. Siempre lo has sido.

      –¿Eso piensas?

      –Sí, nunca te he visto empezar una pelea de manera deliberada.

      –Pues he empezado unas cuantas –replicó Yelena en tono seco.

      –Pero no en público. Supongo que por eso estás donde estás. Porque se te da muy bien.

      Alex pensó que Yelena era la persona indicada para limpiar el apellido Rush. Era apasionada, convincente y comprometida.

      Algo debió de delatarlo, tal vez la expresión de su rostro, porque ella le sonrió. Era la primera sonrisa sincera que le dedicaba desde que había entrado en su despacho de Bennett & Harper.

      –Alex, tengo que preguntarte…

      –¿Sí?

      Yelena tragó saliva al darse cuenta de que Alex la estaba devorando con la mirada.

      En ese momento llamaron al timbre y ella se sobresaltó. Alex, por su parte, sonrió.

      Yelena lo fulminó con la mirada y fue a abrirle la puerta al botones, que entró y empezó a preparar las cosas de la cena.

      Alex había pedido una bandeja de marisco variado, ensalada y patatas fritas.

      –¿Te parece bien? –le preguntó a Yelena.

      –Ya sabes que sí.

      El marisco y las patatas fritas eran sus comidas favoritas, y Alex lo sabía. Ella le sonrió. ¿Querría hacer las paces?

      Alex le ofreció una silla.

      –¿Cenamos?

      A pesar de que Alex había dicho que tenían que hablar de negocios, ambos se sirvieron en silencio.

      Yelena probó la comida y gimió de placer.

      Alex sonrió.

      –Todo el mérito es de Franco, me lo traje del restaurante Icebergs, en Sídney. Prueba las patatas con la salsa alioli.

      Ella obedeció y volvió a gemir. Alex sonrió divertido.

      –Te lo dije –murmuró antes de volver a comerse otro bocado.

      Y Yelena notó que le subía la temperatura. Le costó aclararse la garganta, pero lo hizo.

      –Tengo unas ideas para tu campaña –anunció.

      –Qué rapidez –dijo él sorprendido.

      –Para eso me has contratado.

      Yelena había decidido dirigir la conversación hacia aguas neutrales, ¿por qué le decepcionaba que Alex se hubiese puesto serio de repente?

      –Continúa –la alentó él.

      –Creo que deberíamos empezar a escala local. Hacer una especie de fiesta que incluya a la comunidad y a los empleados de Diamond Bay –dijo, dejando los cubiertos en la mesa e inclinándose hacia delante–. El décimo aniversario