Varias Autoras

E-Pack Jazmín B&B 1


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miró a Alex, que tenía el ceño fruncido, y bajó la mano de nuevo.

      –¿Cómo lo sabes? –le preguntó a Chelsea sonriendo–. Gabriela no… –tragó saliva antes de continuar–. Hace años que no trabaja de modelo.

      –Sé que es agente de Cat Walker Models, en Sídney, ¿verdad? Sigo el blog de la agencia. He leído que iban a mandar a gente para seguir los desfiles, y he imaginado que habrían elegido a Gabriela.

      Yelena sintió que se le encogía el corazón de dolor, pero consiguió devolverle la sonrisa a Chelsea.

      –Creo que lo tuyo por la moda es más que un poco de interés –le dijo.

      –Sí –murmuró la chica, apartando la vista y haciendo una mueca.

      Cuando volvió a mirar a Yelena, lo hizo de forma… diferente. Más dura. Como si hubiese cumplido diez años en dos segundos.

      –Pero papá siempre decía que era una pérdida de tiempo.

      Luego tomó su batido y empezó a chupar la pajita.

      Yelena miró a Alex, pero no consiguió sacar nada de sus contenidos ojos azules.

      «Demasiado contenidos», pensó ella, sin poder evitar preguntarse qué estaba pasando allí. Intentó atar cabos, pero no sacó nada tangible. Solo tenía la sensación de que Alex no le había contado toda la verdad. Después de meses, años, coqueteando a escondidas y charlando en distintos actos sociales, podía sentirlo. Lo sentía siempre que se hablaba de la familia Rush. Y lo sentía después de haber compartido con él tres momentos clandestinos de apasionados besos.

      En uno de los raros momentos de perspicacia de Gabriela, su hermana había comparado a Alex con un volcán inactivo: bello y tranquilo por fuera, pero toda una masa de fuego por dentro.

      «Cuídalo, Yelena. Es uno de los buenos».

      Yelena miró fijamente su taza. Se maldijo. Había intentado olvidar el consejo que le había dado Gabriela del mismo modo que se había obligado a sí misma a no pensar en Alex, pero las cosas volvían a complicarse.

      De repente, dejó la cucharilla encima del plato y se echó hacia delante.

      –Te diré una cosa, Chelsea. Conozco a varias personas en Sídney que, si te interesa, podrían conseguirnos entradas para el desfile de David Jones del mes que viene.

      Chelsea abrió los ojos como platos.

      –¿De verdad?

      –Si a tu madre le parece bien, por supuesto.

      –¿Mamá? Por favor, por favor, por favor.

      –¿Y tus entrenamientos? –inquirió Alex–. ¿Y las clases?

      La joven lo desafió con la mirada.

      –¿Qué?

      –Pensé que estabas centrada en el tenis –comentó su madre.

      Chelsea miró el mantel y murmuró algo ininteligible.

      –¿Qué? –preguntó Alex.

      –He dicho que dudo que haga nada.

      –Entonces, ¿quieres dejarlo? –le preguntó él, visiblemente molesto–. ¿Es eso lo que quieres? ¿Después de tanto tiempo y tanto esfuerzo?

      La expresión de Chelsea se ensombreció.

      –¿Por qué no empiezas a gritarme que te has gastado miles de dólares en mi carrera como tenista? Así sí que te parecerías realmente a papá.

      Si Chelsea lo hubiese apuñalado con su cucharilla, Alex no se habría mostrado más dolido.

      –Cariño… –intervino Pam.

      Yelena observó la situación fascinada, pero desconcertada.

      –Si lo deseas tanto… –empezó Pam.

      Chelsea se puso en pie de repente, con el rostro colorado.

      –No te atrevas a repetir las frases de papá. Ahora no, no después de…

      –¡Chelsea! –la regañó Alex.

      Ella lo miró con el ceño fruncido.

      –¡Y tú no deberías defenderlo! ¡Da asco! ¡Todo da asco!

      Y, dicho aquello, salió de la cafetería.

      Alex hizo ademán de levantarse, pero Pam puso una mano en su brazo para detenerlo. Él se quedó donde estaba, con expresión turbulenta, y se hizo un incómodo silencio.

      Yelena miró a Pam, que tenía la vista clavada en la taza de café vacía.

      –Me encantaría ver tu invernadero –le dijo en tono decidido–, si tienes tiempo.

      La otra mujer levantó la vista.

      –¿Ahora?

      –Claro –contestó Yelena sonriendo–. El trabajo puede esperar. Me encantan las plantas, aunque no tenga mano para ellas.

      –¿Y eso?

      –Siempre se me marchitan, por mucho empeño que ponga.

      Pam le dedicó una sonrisa temblorosa, como agradeciéndole el cambio de conversación, pero la expresión de Alex siguió siendo indescifrable.

      Yelena se levantó y entrelazó su brazo con el de la otra mujer, pero se sintió confundida al notar que esta… ¿se estremecía? La miró fijamente a los ojos, pero no vio nada en ellos, y se dijo a sí misma que no podía ser.

      –¿Te veré en la cena, cariño? –le preguntó Pam a Alex.

      Yelena no quería mirarlo, pero se obligó a hacerlo. Alex seguía sentado, en silencio, pensativo.

      Él levantó la vista.

      –Es probable que tenga que trabajar, pero ya te avisaré –luego, añadió–: ¿Y Chelsea?

      Pam sacudió la cabeza.

      –Lleva dos semanas enfadada. Estoy intentando dejarle algo de espacio, así que, por favor, no la agobies. Necesita –hizo una pausa, como midiendo sus palabras–… averiguar quién es y lo que quiere. Ya sabes cómo es, a esa edad.

      –Sí.

      Yelena no pudo evitar fijarse en el ceño fruncido de Alex. Luego ambas mujeres se marcharon.

      Alex estaba haciendo números, solo con media cabeza puesta en la tarea, cuando Yelena entró en su despacho una hora más tarde.

      –Tienes que contárselo a tu madre.

      Él dejó la pluma Montblanc muy despacio encima de los papeles y se echó hacia atrás.

      –¿Qué le has dicho?

      –Nada –respondió ella, poniendo los brazos en jarras, sin saber que aquella postura realzaba todavía más sus curvas–, pero nunca he trabajado en una campaña sin tener el apoyo del cliente.

      –Yo soy tu cliente.

      Ella cambió de postura y Alex contuvo la respiración.

      –Dime una cosa, si no hubiese sido por Pam y Chelsea, ¿me habrías contratado? –le preguntó.

      «Si no hubiese sido por Carlos, ninguna de las dos estaría aquí», pensó él.

      –No –respondió sin más, poniéndose de pie, cada vez más consciente de la atracción que sentía por Yelena–. ¿De qué habéis estado hablando?

      –Bueno, pues me ha preguntado dónde trabajo, así que no creo que tarde en atar cabos –respondió ella, sacudiendo la cabeza.

      Un mechón de pelo se le escapó de la coleta y Yelena se lo retiró de la cara con impaciencia.

      –También tengo la sensación de que piensa que tú y yo… –hizo una pausa y se llevó la mano al colgante–