Meyling Soza

Danzando con el diablo


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ser una fanática de mi danza.

      Nuestro mesero estrella nos llevó nuevas bebidas, y aprovechó para quedarse unos minutos para charlar más con Susana.

      —¿Estás nerviosa por la obra? —preguntó Cristal—. Desde que Helena te vio en un video, no ha dejado de hablar de ti. Eres excelente.

      —Yo se lo he dicho, pero no me cree —respondió Erín, dejó un sonoro beso en mi mejilla.

      Santiago me presentó con Bob, quien ya parecía ser un gran amigo de mi morena amiga, hablaban como si tuvieran años de conocerse.

      —Debo admitir que al inicio no me convenciste —me dijo Helena.

      —¿En serio?

      —Sí, es que… —Se alzó de hombros—. Te veías muy dulce, como si fueras de porcelana en tu fotografía.

      —¿De porcelana? —Su descripción me sorprendió.

      —Sí, frágil, pero luego vi tu audición y entendí que eras perfecta, tienes todo lo que imaginé de Antonieta.

      —Te lo dije —soltó con una gran sonrisa Cristal antes de sorber de su margarita—, está fascinada contigo, ambas lo estamos, ya queremos que llegue el gran día.

      —El lunes es la prueba de vestuario —expuse.

      —Sí, ya verás las bellezas que hicieron para ti.

      Podía ver en Helena ese orgullo que te inundaba cuando cumplías un sueño y me sentía genial de saber que yo era parte de ese proceso.

      En la mesa, los tragos iban y venían, una hambrienta Erín pidió alitas y nachos para todos, antes de volver a la pista esta vez con Santiago como pareja.

      A eso de la medianoche, el chico que nos atendía se unió, ya su turno había terminado, se llamaba Joey, quien media hora después de haberse sentado con nosotros, se comía a besos con Susana, al parecer, alguien sí tendría sexo duro esa noche.

      Iba y venía de la pista de baile, Helena y Cristal bailaban con un ritmo distinto, era como si tuvieran su propia burbuja, si algo debía admitir, es que se miraban muy enamoradas y eso era hermoso de presenciar.

      Susana nos hizo seña, todos regresamos. La comida lucía muy bien y tal parece que estábamos más hambrientos de lo que habíamos pensado.

      —Voy al baño —le dije a Bob, él solo asintió.

      El espejo captó mi rostro, el labial carmesí que me había colocado Susana ya se había extinguido, lucia sonrojada y estando de pie me di cuenta de que quizá los cocteles ya hacían efecto.

      Sequé el sudor y traté de acomodar mi cabello, aún caía lacio en mi espalda, pero comenzaba a llenarse de friz por el sudor, así que antes de salir, me hice una coleta alta.

      Al salir, choqué con un hombre y me tambaleé un poco sobre mis medianos tacones, pero una mano firme me sostuvo, la aversión de inmediato me invadió, así que me lo sacudí con brusquedad.

      —Pensé que alguien que luce como usted sería más delicada. —Su simple voz me incomodaba.

      El pasillo estaba muy poco iluminado, pero podía saber quién era, sus ojos negros estaban sobre mí, pasó la punta de su lengua por su labio inferior y sonrió un poco.

      —¿Te has quedado muda, bailarina? —preguntó con arrogancia.

      Estaba por avanzar, pero él me bloqueó, intenté por el otro lado, pero igual se movió.

      —¿Qué tiene, cinco años? —reclamé—. Déjeme pasar, por favor.

      Se inclinó un poco hacia mí. Otra vez invadió mi espacio, estaba por alejarme, mas su mano me sostuvo del brazo.

      —Me gusta cuando piden —susurró cerca de mi rostro—. Disfruta tu noche, bailarina.

      Se hizo a un lado y me dejó avanzar, si bien caminaba hasta la mesa, no había podido procesar lo que acababa de pasar. ¿Qué hacía un hombre como él allí?, ¿me había seguido? No, ¿por qué lo haría?

      Desde la vez que llegó a ver el ensayo, no había vuelto a la universidad y definitivamente ese era el lugar en el que jamás esperé hallarlo.

      Al llegar a la mesa, todos hablaban animados, ya atacaban ambos platos mientras conversaban sobre viajes y, bueno, sexo.

      —¿Estás bien? —curioseó Susana.

      Los observé, traté de encontrar la mesa donde el molesto doctor pudiese estar.

      —¿Lucy? —preguntó Helena y presionó mi mano.

      —Sí, todo bien —respondí al fin.

      —¿Segura? —inquirió Erín—. Extrañamente te ves más pálida que de costumbre.

      Busqué entre los presentes al hombre, pero la pista de baile estaba muy llena y el lugar en las horas que llevábamos, había alcanzado su capacidad de comensales.

      —¡Luciana! —gritaron todos al unísono, brinqué.

      —¿Qué? Sí, sí estoy bien. Solo tengo hambre.

      Al ver comer se sintieron un poco más tranquilos, poco a poco la conversación volvió a fluir y si bien tenía como una piedra en mi estómago, no dejaría que este encuentro con ese intimidante hombre arruinara mi noche.

      La nueva chica que nos atendía llegó hacia nosotros con dos botellas de champán.

      —No ordenamos eso —hablé, extrañada.

      —Cortesía del señor. —Señaló hacia un espacio.

      El hombre salía. No obstante, sintió mi mirada, pues se giró en nuestra dirección. Andrés Macall me sonrió de forma tétrica y se retiró, el cortejo de personas detrás de él me resultaba exagerado.

      —¿Quién lo mando? —preguntó Santiago al beberse de un solo trago su copa—. Vaya, qué buena está.

      La chica colocó una copa para mí, se la regresé de inmediato.

      —Yo no quiero —le dije con firmeza. Santi también se tomó esa copa de un solo.

      —¿Quién la envió? —indagó Erín. Buscó entre los presentes.

      —Él, él lo hizo —respondí.

      —¿Quién? —interrumpió Helena, confundida.

      —Andrés Macall, un hombre que invirtió en la obra y...

      —Sí, yo sé quién es, me reuní con él antes de empezar los ensayos.

      Todos comenzaron a buscarlo, me sentía incómoda, pero, sobre todo, molesta.

      —¡Ya se fue! —exclamé, exasperada—, ¿quién se cree? ¿Con qué objetivo nos mandó esto?

      Me observaban con tanto recelo, que tal vez exageraba. Quizás ese nudo en mi estómago era de estrés y el escalofrío que me causaba su mirada era una tontería. Tomé un trago de la cerveza de Joey.

      —¿Estás bien? —Erín presionó mi mano sobre la mesa.

      —Sí, es solo que ahora siento que lo encuentro donde sea.

      —¿Te topaste con el cuándo fuiste al baño? Por eso venías rara, intentó...

      —No —musité, no quería que nadie más supiera lo que pasó aquella noche—. Solo me saludó, pero él es un hombre...

      —Raro —respondió Santiago—. Me ha tocado estar en dos reuniones con él y siempre me pareció impaciente, como aburrido.

      —¿En serio? —soltó Erín—. A mí siempre me pareció arrogante, como si se sintiera la última botella de agua en el desierto.

      —Es un hombre pedante —agregué.

      —¿Segura