no ruborizarme, así que me puse a estirarme un poco para continuar con el ensayo.
Cuando una de las puertas principales del salón se abrió, mi corazón se detuvo. La decana Griffin entró, seguida por Helena y él.
Mi corazón se aceleró por completo y en un reflejo comencé a alejarme hasta chocar con alguien, cuando una mano suave me tomó del hombro fue, imposible brincar un poco.
—Luciana, ¿estás bien? —preguntó la profesora con el ceño fruncido.
—Sí, yo... sí. —Volteé a ver de nuevo al hombre—. Estoy bien.
Ella giró a ver al grupo que ocupaba un espacio en las butacas rojizas. Andrés Macall me observaba con intensidad, sentía cómo sus ojos negros escaneaban mi cuerpo, casi sentí que me desnudaba. Por instinto, me abracé, quería salir del escenario, pero estaba como paralizada.
Volteé al lado donde Erín me miraba con preocupación, se giró a ver hacia el hombre y también lo hice, Susana en ese momento se sentó detrás de él.
Cuando Erín me hizo señas, comencé a caminar hacia ella.
—Luciana —la decana me llamó.
¡Diablos!
—El doctor Macall nos ha visitado, quiere ver un poco de los ensayos.
Podía sentir cierto cansancio en la voz de la decana, obviamente era una visita sorpresa y retrasaba los planes ya agendados.
—Desde... —Aclaré mi garganta—. ¿Desde dónde lo tomamos?
—Segundo acto —respondió la señorita Alonso, se colocó de manera protectora frente a mí—. ¿Te parece? —indagó. Con simpleza, asentí.
Cuando me sentí dueña de mis piernas, avancé hacia donde Erín se encontraba.
—¿Estás bien? —preguntó de inmediato.
—Sí, solo me sorprende verlo aquí.
—Tranquila, solo unos minutos más y vamos a almorzar.
Asentí.
La señorita Alonso llegó hacia nosotras, me miró con el ceño fruncido, pero no dijo nada, al menos nada de lo que pensaba.
—¿Estás lista? —preguntó con cordialidad.
—Sí.
—Toma, sécate el sudor. —Me brindó un pañuelo de un exótico tono fucsia—. ¿Qué traes en el rostro?
Fue imposible sonreír, Erín lo hizo también, debido al estrés de los ensayos, mi piel se había tornado loca y el acné me había visitado desde hacía varios días.
Parecía una paciente con varicela gracias a la pomada rojiza que Erín me había colocado, según ella, era mágica.
—Es para el acné —respondí al secarme con su pañuelo de algodón—. Erín dice que es buena.
La señorita Alonso observó a mi amiga y solo negó débilmente, sin duda conocía a Erín y sus excentricidades.
—Creo que ya deberíamos de empezar —musité.
—Sí, claro.
La profesora se alejó de nosotros con su contoneo natural sexy, con un ademán de mano dio la orden y ocupó un lugar en las butacas al lado de la decana.
—Respira —me susurró Erín—, recuerda, no hay nadie ahí, solo estás tú y la música.
Asentí por enésima vez.
Cuando las notas agudas del piano empezaron, avancé hacia el centro del escenario, me detuve en el recién marcado punto y sentí cómo el reflector bañó mi cuerpo de luz.
El segundo acto estaba cargado de tristeza, Antonieta había perdido todo, el amor de su vida la había dejado por otra mujer, su madre había muerto y prácticamente estaba sola.
Acaricié su desesperanza y me deslicé por las tablas, las notas acariciaban mi piel, tiraban de mis manos y piernas, un grave y melancólico violín aceleró mis pasos.
Giré en torno a ella y me sucumbí en la melancolía que la pieza arrastraba, sentía en mi piel vibrar las decisiones, ella era fuerte, ella merecía más, no se iba a arrastrar otra vez.
Ella se iba a amar, como nadie más lo hizo. Cuando abrí mis ojos, suspiré. Escruté a Erín quien tenía ambos pulgares en alto y una enorme sonrisa en su rostro. Del pequeño grupo de espectadores, Andrés Macall se puso de pie y comenzó a aplaudir, unos aplausos graves que aceleraban más mis latidos.
Pronto todos los presentes comenzaron a aplaudir también, la decana Griffin tenía una enorme sonrisa de satisfacción y Helena parecía conmovida de manera genuina.
El doctor Macall compartió unas palabras con la decana y sin decir más, se retiró. Dos hombres que asumí eran sus guardaespaldas, lo siguieron no sin antes fijar sus miradas en mí.
De pronto, la señorita Alonso estaba cerca, me veía de forma maternal.
—Lo hiciste maravillosamente.
—Gracias.
—¿Está todo bien?
—Sí, un poco cansada.
Ella solo cabeceó.
—Bravo, Luciana, espectacular como la primera vez —dijo la decana con orgullo.
—Muchas gracias.
—Bien, tenemos que seguir con nuestra agenda, pueden ir todos a almorzar.
La noticia fue tomada con júbilo. Con celeridad, todos buscamos nuestros respectivos bolsos para cambiarnos, los asistentes ya buscaban la salida del lugar.
—¿Y que se les antoja? —preguntó Susana cuando llegó donde Erín y yo. Nos cambiábamos.
Erín había obtenido un papel secundario y Susana, debido a sus ausencias, no pudo audicionar, pero se ofreció de voluntaria para ayudarme a practicar. Ella comunicó que era mi asistente, aunque, personalmente no me gustó cómo suena eso, he de admitir que fue de auxilio.
—Pan —comentó Erín con voz de hambrienta—, carbohidratos, frituras, ¡dulces! —Fingió llorar.
—Excelente, justo lo que quería.
Las tres estábamos por salir cuando la señorita Alonso me llamó.
—Vayan, ya las alcanzo.
Ellas dudaron un poco, pero buscaron la salida, antes de irse, voltearon a verme, con una sonrisa las animé a seguir.
—¿Sucede algo? —pregunté una vez que me quedé sola con la profesora.
—Ven.
Me ofreció un espacio en una de las primeras butacas, ella se sentó a mi lado y suspiró con pesadez, jamás la había visto tan seria.
—Luciana, ¿tienes algún problema con el doctor Andrés Macall? —soltó de un solo, me tomó por sorpresa.
—No, señorita, para nada, ¿por qué lo dice?
Ella me miró con el ceño fruncido.
—Bueno, he sido profesora por doce años, y sé cuándo una persona está incómoda o incluso le teme a alguien y tú... —suspiró—, te paralizaste cuando viste a ese hombre, así que nuevamente te pregunto, ¿ha sucedido algo?
Contemplé el escenario, miré los bolsos de algunos de mis compañeros ahí, las utilerías que usaríamos como fondo ya casi listo y el arduo trabajo de muchas personas yacían allí.
—No —dije con firmeza—, no ha pasado nada con él, solo me resulta intimidante.
—Lo es, es un magnate poderoso que siente que el mundo le pertenece porque tiene dinero.
—¿Siempre