Meyling Soza

Danzando con el diablo


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tres semanas, cuando te lo presentamos, el doctor Macall salió unos segundos después que tú, ¿no se cruzaron?

      Suspiré, ¿qué podría pasar si le hubiese dicho lo que ese hombre hizo? La señorita Alonso no se quedaría callada, le diría sin dudarlo a la decana. ¿Le reclamaría a él? Si sucedía así, él sin duda retiraría su dinero y todo se acabaría.

      —Luciana —insistió la profesora.

      —Me invitó a cenar —respondí—, le dije que no y, bueno, me pareció que se molestó un poco

      —¿Por eso te sorprendió que haya invertido en la obra?

      —Así es.

      Ella sonrió con ironía. Analizó el escenario.

      —Hombres como él piensan que todas las personas tienen un precio.

      —Yo no —mascullé de inmediato.

      —Lo sé. —Me sonrió—. Quiero que tengas la confianza de contarme lo que sea, Luciana, nada, absolutamente nada, ni nadie, vale más que tu seguridad, ¿está bien?

      —Sí, señorita.

      —Excelente. —Se puso de pie, hice lo mismo—. Vamos a almorzar que necesitamos estar bien alimentadas para lo que viene.

      Caminamos hacia la salida hablando de vestuarios, música y algunas técnicas de danza. Fue muy agradable saber que tenía personas interesadas en mi seguridad y antes de despedirme de la señorita Alonso, la abracé sin pensarlo.

      —Gracias —musité.

      —No hay por qué, Lucy.

      Mis amigas estaban esperándome apoyadas contra un ventanal, cuando me vieron, comenzaron a llenarme de preguntas y les conté con rapidez lo que había pasado.

      —Debiste de haberle dicho —me dijo Susana—, después de todo, fue una agresión.

      —Pero no es como que me haya violado —justifiqué.

      Ambas se detuvieron en seco y me miraron con reproche.

      —Luciana, agresión es agresión, cualquier invasión de tu espacio privado es una falta de respeto. —Susana hablaba con firmeza—. Considerar que nada pasa si no te tocan es muy tonto, ¿lo entendiste?

      Me veían con ojos inquisidores, esperaban una respuesta.

      —Sí, está bien —resoplé.

      —Además, ese tipo te mira raro —continuó Susana—, como si fueras un enorme trozo de carne.

      —Qué asco —se quejó Erín.

      Suspiré con pesadez, si bien ellas tenían razón y quizá debí decirle a la señorita Alonso, no quería arruinar la obra por la falta de respeto de un hombre.

      —Ya, chicas, no pasó nada, ¿está bien? La obra va genial, ya casi está lista y la verdad ahorita solo quiero comer.

      —Sí, porque si tu estómago sigue rugiendo así, va a hacer retumbar el edificio —se burló Susana.

      Cuando llegamos a la cafetería, estaba ya casi llena, cada una tomó su bandeja con una ensalada verde, un sándwich de pavo y Erín llevaba otra con tres temblorosas gelatinas para el postre.

      —Odio las dietas —masculló mi morena amiga dándole un bocado a su sándwich.

      De todas, la que quizá más sufría por los cambios en el plan alimenticio, era ella, quien era amante de las golosinas, postres y cualquier cosa que tuviera que ver con frituras.

      –¿Sabían que la obra la escribo una chica? —pregunté.

      —Sí, Helena Mollins, es estudiante de Literatura —respondió Erín—, todos los años hacen un concurso previo a la obra, y el libreto ganador es el que montan.

      —A veces se me olvida que estás en tercer año —respondí.

      —Sobre todo porque se comporta como de seis años —se burló Susana.

      Erín le sacó la lengua, haciéndonos reír. En tiempo récord su sándwich había desaparecido y con mala cara intentaba comer su ensalada.

      —Deberíamos ir a McDonald›s a cenar, nos están matando de hambre —musitó.

      —Creo que tengo unos brownies en la habitación —respondió Susana—, mi mamá los envió, y se me había olvidado.

      —Por Dios, qué bien.

      —Hablando de madres —susurré.

      Saqué mi celular de mi bolso y llamé a mi madre, tenía dos llamadas perdidas de ella por la mañana, pero ahora no respondía ninguna de las mías.

      —Deja de intentarlo, niña —sugirió Susana—, deben estar haciéndote un hermanito.

      —¡Oh, no! Susana—bufé.

      —¿Qué? Su única hija ya está en la universidad y están haciendo su segunda luna de miel ¿Cómo crees que han pasado el tiempo?

      Comenzó a moverse en su silla y a emitir gemidos, logró que muchos se vieran.

      —¡Susana!

      Ella no dejaba de reírse, le tiré un trozo de lechuga y por fin se detuvo.

      —Mínimo cuando te respondan te dirán que tendrán un Lucianito —interrumpió Erín.

      —¿Por qué le pondrían Luciano? —preguntó Susana.

      Mientras ellas discutían sobre el nombre de mi imaginario hermano, marqué una vez más a mi madre. Al no recibir respuesta, les envié un mensaje de texto a ambos.

      Por fortuna, la conversación cambió con rapidez; hablamos de la obra, la próxima película que iríamos a ver y Erín insistió con la visita a McDonald›s que la dejamos para el fin de semana.

      Por la noche dejamos programada una noche de brownies, mascarillas y películas en nuestra habitación, dado que, según Erín, su mágica poción hacía efecto en mi acné, pero necesitaba refuerzo.

      Las observé. Las amigas que se reían a carcajadas frente a mí, me dieron un sentimiento de plenitud, de una forma que había olvidado cómo se sentía.

      Hacía lo que amaba, estaba donde pertenecía, crecía como bailarina y como persona, ¿estaba feliz? Por supuesto que sí.

      Teníamos dos horas de almuerzo. Después de almorzar, dimos un paseo por el campus para hacer un poco la digestión. Susana de pronto se quedó quieta, volteamos a verla.

      —¿Qué pasa? —pregunté.

      —Algo suena, ¿no lo escuchan?

      En el viento una melodía se escuchaba, era mi teléfono, lo saqué del bolso. Al fin mi madre me llamaba, mas no logré responder a tiempo, así que le marqué. Después de tres repiques, me respondió.

      —Hija, lo siento. —Se escuchaba una fuerte interferencia.

      —Mamá, ¿me escuchas?

      —Sí, sí, ¿tú no?

      —Escucho mucha interferencia, como viento, ¿dónde están?

      —Tu papá alquiló un convertible y estamos dando un paseo, hemos tenido problema con la señal.

      —Con razón, los he llamado como quince veces, pero no importa, ya te escuché.

      La sentí sonreír del otro lado.

      —¿Qué tal está todo? ¿Cómo van los ensayos?

      —Maravillosos, ya está bastante pulida la obra y en un par de semanas tendremos la prueba de vestuario.

      —Qué maravilla, hija, estaremos en primera fila viéndote, te lo prometo.

      —Gracias, mamá.