Meyling Soza

Danzando con el diablo


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la orden y todos empezamos los ejercicios, eran mucho más intensos que el calentamiento. Lentamente sentí cómo mis músculos se calentaban y en pocos minutos hervían, mi cuerpo producía una excesiva cantidad de sudor y mi compañero estaba igual que yo y parecía avergonzarse de su tono rojizo, pero me parecía algo muy tierno, Sentí que el ejercicio duró más que los veinte minutos del grupo anterior, mas fue la misma cantidad.

      Cuando el tiempo se terminó, busqué con desesperación el oxígeno que se había escapado de mis pulmones y mi compañero me ofreció de su botella de agua. Aunque suena exagerado, ya se había tomado más de la mitad de un solo trago, pero el gesto fue muy atento, así que no lo rechacé. Erín se acercó con un frasco sellado luego que el muchacho se marchó.

      Con dos palmadas, el profesor nos obligó a ubicarnos en las dos filas del inicio, terminamos los últimos diez minutos de la hora con el enfriamiento que no resultó ser tan diferente al calentamiento. Todos aplaudimos mientras el maestro inclinaba su cabeza en una especie de reverencia, luego señaló a los músicos que nos acompañaron en toda la hora con el sonido constante y grave del timbal, ellos también tuvieron su reverencia y un minuto de aplausos.

      Todos salimos en silencio del salón, Erín se colocó a mi lado como si fuera un imán atraída por algo metálico, llevaba una sonrisa dibujada en su rostro y pronto me contagié de una. Antes de salir por completo del salón, la voz del profesor detuvo a Erín quien avanzó pensativa hacia él. Terminé de salir, pero aguardé pegada a la pared a que saliera. Después de unos segundos, salió casi brincando del lugar. Como si fuera posible, la sonrisa era mucho más grande y hasta sus ojos tenían un brillo diferente

      —Tengo excelentes noticias, estoy muy emocionada, yo sabía que tenías potencial.

      No sabía a qué se refería, mas era obvia su emoción. Fue el hecho que hablaba de mí lo que pronto me llamó la atención.

      —¿Potencial? ¿De qué hablas?

      —El profesor Delong dijo que tienes una figura hermosa y eres perfecta para el papel de la obra de Navidad. Es emocionante, ¿no crees? Tendrías un papel en la obra y apenas en primer año, eso sin duda ayudará muchísimo en tu currículo.

      Lo que me decía no tenía sentido. ¿Yo en una obra? Ni siquiera sabía cuál era y ya me sentía nerviosa.

      —¿Por qué no dices nada? ¿No te emociona? —Me volteó a ver a la espera de alguna respuesta.

      —Claro que sí… solo que no entiendo por qué. Es la primera clase que me da. ¿No debería de ver mi desarrollo o algo así antes de suponer?

      Parecía no convencerse mucho con mi respuesta y borró su sonrisa por unos segundos hasta que dio un brinco y quedó frente a mí.

      —Creo que si me lo dijo es para que mejores y des lo mejor de ti cada día, de esa manera no solo él te querrá en la obra, sino todos los demás profesores, ¿entiendes?

      Aplaudió un poco ante su idea que parecía genial, pero a mí solo me confundía y preocupaba lo que había dicho el profesor.

      Traté de poner mi mejor semblante, pero, al parecer, no logré convencerla. Avanzamos en silencio hasta el segundo pabellón donde estaba el salón de la segunda clase.

      El tono rojo escarlata era abrumador, la profesora se contoneaba de un extremo a otro, ataviada en un ajustadísimo traje negro que resaltaba a la perfección sus curvas y el escote dejaba ver la piel de sus senos, parecía no tener más de treinta y cinco años. Logré ver cómo mis compañeros se sonreían y codeaban cada vez que uno entraba al salón, las chicas lucían un poco cautelosas e incluso amenazadas ante la maestra que no dejaba de sonreír. Nos pegamos a la pared para formar una perfecta línea.

      —Bien, mis jóvenes muchachos, bienvenidos a su clase de flamenco. —La profesora se movía de extremo a extremo sin dejar de contonear sus caderas en forma de ocho—. Mi nombre es Fernanda Alonso, mi país natal es España, nací en Galicia, así que se reserven todos los chistes sobre gallegos. —Los chicos sonrieron un poco, parecía que lo decía muy en serio—. Muy bien, chicas, cambien sus zapatillas de jazz por los zapatos que están en aquel armario, los chicos el día de hoy solo observarán.

      Avanzamos hacia el armario, los zapatos negros de tacón cuadrado estaban ordenados por tallas.

      Mis compañeras parecían no muy convencidas de utilizarlos y algunas ya hacían comentarios sobre la profesora, tomé un par de la talla siete y Erín uno dos tallas más grande.

      —Saqué los pies de mi padre. —Lucía algo resignada y graciosa al decirlo.

      Formamos un círculo en el centro del salón, la profesora giraba en torno a nosotras y luego se puso en medio. Desde cualquier ángulo, todas éramos capaces de apreciar los movimientos que ella hiciera. La música empezó a sonar, el sonido de las castañas acompañado de un instrumento de percusión era abrumador y enigmático. La maestra empezó a moverse en su posición, primero sus caderas y luego sus brazos que se movían con delicadeza como una tela de seda al viento, el tacón resonó en el piso de madera y la falda parecía más amplia cada vez que la estiraba y movía con fuerza.

      Algunas de las chicas lucían maravilladas como yo, otras un poco aburridas o quizá no se impresionaban con facilidad. Después de unos minutos, la música concluyó y con ella el baile de la profesora. El resto de la hora fue muy monótona pero cansada, y comprendió en hacer sonar nuestro tacón y la punta del zapato.

      —Talón, punta, talón, punta— repetía la maestra al girar aún dentro del círculo.

      A pesar de ser un sencillo ejercicio, algunas se confundían mucho y otras sudaban más, coordinar el talón y la punta no era tan fácil como parecía y rápidamente las piernas se cansaban.

      Cuando por fin terminó la hora, todas nos encontrábamos cansadas, pero ya teníamos de memoria el paso básico de talón-punta. Cuando me quité el zapato, empecé a caminar de esa misma manera y a decir verdad era muy cómodo.

      La profesora conversaba animada con Erín que pronto empezó a bailar muy tal cual ella lo había hecho, movía con celeridad sus pies y el tacón resonaba con armonía en el piso, parecía que el mismo sonido creaba una melodía. Algunos chicos se detuvieron a verla.

      Tenía ese rostro solemne de la primera vez que la vi bailar hasta que una de las notas no combinaba con el resto de la melodía y ella misma se echó a reír a carcajadas, solo ella podía reírse de sus errores.

      La profesora le dio unas palmaditas en la espalda y luego salió del salón sin dejar de contonear sus caderas, los chicos parecían tomarles fotos mentales al curvilíneo cuerpo que pasaba frente a ellos. Me ruboricé por pensar en qué usarían esos recuerdos.

      Cuando Erín se me acercó, recordé que en realidad ella estaba en segundo año. No entendía por qué llevaba clases de primero y lucía muy cómoda en ellas y a los profesores parecía no importarle su presencia, incluso algunos lucían felices.

      —¿Por qué aún recibes clases de primer año? ¿A qué hora son tus clases? Las que te corresponden.

      Me miró con cierta duda y luego sonrió.

      —Mis clases son los miércoles y viernes en la noche, sábados y domingos de ocho a doce. No tengo nada más por hacer los otros días, por lo que hablé con los profesores y todos me autorizaron asistir a sus clases, me sirven de refuerzo y mejoro mis técnicas. Me sorprende que hasta ahora me hayas hecho esa pregunta.

      Tenía suficiente lógica su argumento, así que solo sonreí.

      —Es que te has comportado como una alumna más en estas clases, sigues las instrucciones, no alardeas de lo que ya sabes… Es seguro que muchos ni saben que eres de segundo.

      —Mejor, ¿no lo crees? Tal vez tenga oportunidad con alguno de los chicos, son muy lindos.

      Reímos ante su comentario, recordé que muchos de ellos la habían visto con cierta admiración, obviamente no eran indiferentes a la bailarina color canela.