Meyling Soza

Danzando con el diablo


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parecía que el mismo viento obligaba a sus curvas femeninas a lanzarse a una batalla marcada por el suave ritmo del timbal, sus manos eran como armas afiladas que herían al viento cada vez que las extendía y sus piernas parecían de bronce que fluía a través de sus medias caladas.

      La delicada tela del tutú blanco se sacudía con su cuerpo y en un movimiento un tanto sobrenatural, su cuerpo descansaba sobre la punta de los dedos de sus pies, la sonrisa de su rostro no se borraba y las pequeñas gotas de sudor hacían brillar la piel canela de su frente. Toda su cara tenía una especie de rubor y su pecho parecía arder como las llamas, por completo rojo, contrataba de manera exagerada con el tono broncíneo de sus brazos. El sonido grave del timbal se detuvo y, con él, la bailarina que parecía pedir a gritos el oxígeno que le hacía falta a sus pulmones, sus labios abiertos formaban una pequeña O y competían por aire con su fina nariz.

      La profesora se levantó del sillón cubierto de cuero rojo, ese pequeño gesto significaba que era hora de iniciar. Corrí con los demás bailarines a buscar un espacio en la barra que flotaba sobre el piso. Todo mi ser se vio reflejado en los enormes espejos y rápidamente aparté mi mirada, odiaba verme.

      Coloqué mi cuerpo en una posición recta, de este modo obligué a mis vértebras a encontrar su verdadero lugar, mis pies paralelos a mis hombros y mis manos firmes, pero no rígidas, mi pelvis alineada con toda mi columna y a pesar de todo, era una posición muy cómoda.

      La bailarina, una vez recuperada, iba a buscar un espacio en la barra, mas fue detenida por la profesora.

      Su piel contrastaba con su edad, aunque ya superaba los sesenta, era tersa y con pocas arrugas. Su sencillo traje negro era mucho más austero que el de la joven bailarina, y un bastón delgado que terminaba en una curva dorada que tenía el diseño de una enredadera era sostenido por sus largos y bien cuidados dedos. La muchacha se colocó en la misma posición recta que todos nosotros, una mueca de duda cruzaba su rostro, era obvio que no sabía por qué había sido detenida en medió del salón y todos estábamos a la expectativa de la situación.

      La profesora extendió su delgado bastón negro, tocó con delicadeza la espalda de la bailarina, que al simple contacto se irguió un poco más, tocó luego sus brazos y ella los cambió a una posición un poco más robótica.

      —Buenos días, jóvenes estudiantes. Mi nombre es Leslie Miller, esta es la primera lección de baile que tendrán en todo este periodo y quizá la que nunca olvidarán. —La voz de la profesora era hermosa y solemne, no necesitaba gritar para que su tono retumbara en toda la habitación.

      Mi corazón latía con muchísima fuerza y un nudo se formaba en mi estómago, pero el grado de emoción, superaba cualquiera de las otras sensaciones. Luego de unos minutos de un muy profundo y algo tenebroso discurso, el salón quedó en silencio. Entonces, nos introdujo a la bella bailarina, su nombre era Erín; tenía ya dos años en la academia, lo cual explicaba la belleza de sus movimientos y la fluidez de su cuerpo. Nos regaló una agradable sonrisa, se quitó su delicado tutú y tomó un espacio en la barra. A pesar de sus años de experiencia, prefería aprender con los principiantes.

      La voz de la profesora dio la orden y todos nos colocamos en primera posición; coloqué mis piernas en paralelo y mis pies formaron una línea con los talones juntos y las puntas hacia afuera, mis manos a la altura del pecho y la espalda ya recta. Sentí cómo el delgado bastón tocó con delicadez mis omóplatos, alineé mi cadera y bajé un poco más el cuerpo.

      El bastón se retiró con la misma suavidad. La profesora se movía con delicadeza, su cuerpo mantenía una posición erguida perfecta y fluía con parsimonia con cada paso. Nos mantuvimos en la primera posición alrededor de diez minutos, algunos no resistieron todo el tiempo e hicieron pequeños intervalos de descanso y volvían a la primera posición.

      Después de dos horas cambiando a las cinco posiciones básicas del ballet, mi cuerpo estaba agotado, el leotardo de tela delgada estaba adherido como una segunda piel debido al sudor, pero aquel cansancio provocaba una gran satisfacción en todo mi ser. Me sentía como un pez que nadaba con fluidez en el amplio océano o como un ave que emprendía su vuelo en el cielo abierto.

      Hicimos veinte minutos de estiramiento y la clase terminó, la profesora nos dio una pequeña, pero muy elegante reverencia y todos aplaudimos a su majestuosa habilidad para dar clases. Busqué mi botella de agua e hidraté mi cuerpo, algunos de mis compañeros rodearon a Erín y le hicieron diferentes preguntas sobre la escuela, los maestros y las clases. Contestaba cada una siempre con una sonrisa.

      Tomé el bolso color canela que mi madre me había obsequiado una semana después de recibir la carta de aceptación, acaricié el suave cuero con el que estaba fabricado, mis iniciales estaban grabadas en una delicada letra cursiva en uno de sus pequeños bolsillos.

      Estaba a punto de salir cuando una suave voz me detuvo, Erín caminó hacia mí con la misma armonía con la que bailaba. Estando al lado de ella, me di cuenta de que era unos centímetros más baja que yo, pese a lucir enorme e impotente mientras danzaba con la misma fluidez del viento.

      —Al parecer, tenemos los mismos gustos, al menos en accesorios —comentó con amabilidad.

      Me mostró su bolso color chocolate oscuro, era igual al mío, solo que el de ella lucía un poco más gastado, pero al mismo tiempo muy bien cuidado, con algunos broches de una banda que no conocía, lo que le daba un toque aún más personal.

      —Mi madre me lo obsequió.

      —Dile que tiene un excelente gusto. Soy Erín, por cierto.

      Sonreí ante su comentario y ella también.

      —Lucy. —Extendió su mano que presioné con delicadeza—. Bueno, es Luciana, pero me dicen Lucy.

      —Lindo nombre. —Rizó más los labios.

      Su dentadura era perfecta y una pequeña arruga se formaba en su frente cada vez que la mostraba. Caminamos en silencio por unos minutos, pasamos los salones donde los profesores gritaban un tanto desesperados y las respiraciones cansadas de los bailarines se movían en el ambiente.

      —Odio que los profesores se exalten con los principiantes, si ya supieran bailar no estarían aquí, ¿no crees? —musitó.

      Me concentré en los gritos y efectivamente las clases eran de los nuevos, como yo.

      —Tienes razón, cuanto más gritan, menos los escuchamos, pero así son algunos seres humanos, creen que a través de los gritos serán más escuchados, cuando no entienden que dialogando es como se aprende y enseña.

      —Qué profunda eres, chica —observó.

      Su comentario me causó gracia, no era la primera persona que me decía algo así.

      —Muchas gracias, me gusta analizar las cosas desde un punto de vista diferente, no solo dejarme guiar por lo que todos pueden pensar o decir.

      —Eso es excelente, algunas personas solo deciden seguir la corriente y jamás sacan sus ideas y pensamientos. Eso es muy triste, se van de este mundo siendo uno más sin dejar una huella o algún pensamiento que desafíe al de las masas.

      —Por lo que veo, tú también eres profunda.

      Se carcajeó. Continuamos con la charla sobre la originalidad y la falta de firmeza en los principios de cada individuo, un tema quizás un poco profundo para dos chicas menores de veinte años.

      Cuando llegamos al edificio donde estaban las habitaciones, me invitó a la cafetería ubicada en el primer piso, estaba algo vacía salvo por una mesa donde conversaban en voz baja y con mucha rapidez cuatro chicas que nos observaron con cierto desprecio al entrar. Jamás las había visto en la semana que llevaba allí, pero parecía que Erín las conocía muy bien, pues dibujó una enorme sonrisa en su fino rostro, pero algo en ella no coincidía con esa muestra de afecto.

      —¿Las conoces?

      Erín sonrió un poco más.

      —Bueno, la rubia de ojos azules se llama Gabriela y la morena se llama Noemí, están en tercer