Meyling Soza

Danzando con el diablo


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almohadones y los dos peluches con los que he dormido desde que tengo memoria; una pared estaba cubierta casi en su totalidad por fotos de mi familia y, sobre todo, de mis amigas de secundaria. Me encantaba revivir esos momentos que hace un año eran mi presente y con el tiempo solo formaron parte de mi pasado, aunque es inevitable no sonreír al ver las poses nada serias que hacíamos y los lugares que visité.

      Me despojé del vestido y me metí a la ducha. El agua tibia era un relajante excepcional y fue en ese momento que entendí por qué nuestro almuerzo era tan elaborado: mi padre volvía hoy. Era piloto y trabajaba para una aerolínea muy prestigiosa y por seis largos meses viajaba a través de todo el mundo. Adoraba su trabajo, pero sabía que adoraba el tiempo que pasaba en casa y gracias a Dios eran seis meses del año que disfrutaba al máximo, lo que lo convertía en seis días porque parecían acabar muy pronto. Salí llena de emoción, me puse un vestido de lino blanco, era una tela muy fresca para el día un poco caluroso. Cuando bajé, ayudé a mi madre a poner la mesa. Pese a que era de día, encendí un par de velas con aroma a lirios.

      La carne lucía como un manjar y parecía llamarme cada vez que pasaba cerca de ella, minimizaba mi hambre al tomar un par de uvas del adorno que estaba sobre el desayunador, lleno de frescas frutas y algunas rosas en el centro. Después de unas tres vueltas, solo quedaban como dos uvas. Mi madre me lanzó una mirada de reproche y luego sonrió.

      Creía que jamás admiraría a alguien de la misma manera en que lo hacía con mi madre; era una mujer hermosa, tanto por dentro como por fuera, a pesar de sus casi cincuenta años, se mantenía muy bien cuidada, mas no odiaba sus arrugas, ella decía que eran señal de arduo trabajo y de sabiduría. Tenía la piel blanca y unas pequeñas pecas en la nariz que me fueron heredadas, los ojos café muy oscuro y largas pestañas curvas que casi tocaban sus cejas, que también fueron obsequiadas en mis genes. Aún lucía delgada gracias a los genes de mi abuela que se veían muy bien reflejados en mí.

      En definitiva, era una mujer hermosa. Además, era muy cordial, amable y sincera. Me enseñó a decir la verdad siempre sin importar nada, ya que «la verdad duele un instante y la mentira siempre se recuerda». Estaba llena de alegría y era muy agradable conversar con ella.

      El timbre sonó con fuerza y ambas dimos un pequeño brinco y luego reímos, nerviosas. Corrí hasta la puerta y me tiré en los brazos de mi padre ni bien lo vi. En su cabello se dibujaban algunas canas plateadas y las arrugas se definían intensamente alrededor de sus ojos. Su tez canela lucía un tono bronceado, pero cansado. Me abrazó con fuerza por unos minutos, tomé su mano y lo guie hasta donde mi madre, que lo miraba con gran admiración y los ojos llenos de lágrimas, se abrazaron muchísimo y fue hasta que sonó mi estómago que decidí interrumpirlos, avanzamos los tres hasta el comedor.

      PROGRESO

      Mi padre conversaba sobre París y lo hermosa que era la isla Aruba. Las pesadas maletas negras quedaron casi tiradas sobre la alfombra de la sala. En dos largos pasos llegué hasta el comedor, papá reía con fuerza por mi notable desesperación por comer.

      Serví una exagerada cantidad de puré y mi madre puso un grueso trozo de carne sobre el plato, la salsa tenía un profundo tono marrón y el olor del romero sobresalía agradablemente. Devoré en pocos minutos la mitad de la comida. Estaba demasiado delicioso, la carne se deshacía en mi boca y la mantequilla se acentuaba a la perfección con las papas. Mi padre parecía disfrutar de la misma manera que yo.

      El almuerzo se extendió después del delicioso postre de tarta de manzana con helado. Sin duda, después de esto tendría que hacer al menos unas tres horas de ejercicios para compensar la cantidad de calorías ingeridas. Escuché a mi padre, las horas pasaban con bastante rapidez, sus historias distraían muchísimo mi mente que viajaba a la hermosa ciudad de Barcelona.

      —¿Cómo está Felipe? —La voz suave de mi madre rompió mi burbuja. Tuve que tomar una larga respiración más un trago grande de zumo de naranja.

      —Hemos terminado. —Mi tono salía dando pasos en falso de mi garganta, no tan segura como esperaba.

      —Vaya, lo lamento, pero recuerda que todo sucede por alguna razón. —Mi madre sonrió y le correspondí igual, si algo amaba de ella era la capacidad que tenía para preguntar solo lo justo sin presionar demasiado.

      La conversación sobre los viajes de mi padre retomó su curso. Luego de una hora frente a los trastes sucios, empezamos a llevarlos hasta la cocina. Trasladamos la charla a la sala, donde poco a poco abríamos las tres maletas; una de ellas estaba llena en su totalidad de obsequios para mi madre y yo.

      Cada obsequio era más hermoso que el anterior. Nuevas tazas con el nombre de los lugares que él visitó; Roma, París, Sídney, Barcelona, Londres, Bogotá y otros más. Los acompañaban dos hermosos bolsos, una chaqueta, camisetas, bufandas y una preciosa cadena con un dije tipo relicario en el que pensaba colocar una foto de ellos.

      Las siguientes horas continuamos dentro de la sala sin parar de hablar. Mi padre pretendía celebrar una segunda luna de miel, lo cual casi le sacó las lágrimas a mi madre, quien solo logró darle un tierno beso. Desde que tengo memoria, soñaba con tener una relación como la de mis padres, completamente imperfecta, pero única. Ambos maduraron el uno al lado del otro. Como hija única, logré ver cómo su amor se volvía más fuerte cuando las cosas se tornaban malas.

      —¿Cuándo debes ir a la universidad, hija? —Mi padre me distrajo de mis pensamientos.

      —En dos semanas debo ir al recorrido por el campus y luego tendré una semana para instalarme.

      —¿Tienes todo listo?

      —Así es.

      Me regaló una sonrisa llena de orgullo. Al final, pareció haber aceptado que mi pasión en la vida era la danza y mi mayor sueño era convertirme en una bailarina graduada de la Universidad Nacional de Arte y Lengua. Al cabo de una hora más, subí a mi habitación cargando mis regalos y los puse con suavidad sobre la cama.

      Encendí la computadora, quizá conversar con Lina, mi mejor amiga desde el jardín de niños, me daba un poco de confort a los pensamientos que en soledad se dispersaban en mi mente como fuegos artificiales. Mi celular repicó y me hizo brincar, conocía el tono de llamada, dejé que esta se perdiera y con ella unas cinco más. A la séptima no tuve de otra y respondí.

      —Bueno. —Mi voz sonó tranquila.

      —Luciana, por favor, no podemos terminar. —El timbre desesperado de la voz de Felipe sonó a través de la bocina.

      —Creo que ya es demasiado tarde. Tomé una decisión y es firme, no daré un paso atrás. Pronto me iré, tú continúa con tu vida que, sin duda, yo lo haré. —La seguridad e incluso ira que se veía reflejada en mi voz, me sorprendió.

      —¿Puedo ir a tu casa?

      —No. Adiós, Felipe. No llames más.

      —Espera, tú sabes que te amo.

      —¿A mí y a cuántas más?

      —Por favor, no seas así.

      —No, Felipe, tu concepto de amor no es el mío y ya no puedo ser solo un adorno más en tu vida, un objeto que mueves a tu disposición y beneficio…

      Sin decir nada más, colgué. Antes que pudiera llamar otra vez, mandé su número a la lista de bloqueo de mi celular, una aplicación que jamás pensé usar con él. Llevaba casi dos años a su lado, teniendo una relación que por alguna razón cada día me dejaba un sabor más amargo. Luego de iniciar mi vida sexual con él, eso era lo único que parecía mantenernos unidos. Todas nuestras citas terminaban en la cama y nuestras discusiones eran resueltas de la misma manera.

      Sin saber en qué momento, él creó un horario de visita, en una hora específica. Si yo quería otro día o en otro momento, su humor daba un giro de ciento ochenta grados y todo lo que yo dijera era usado en mi contra. Cuanto más lo pensaba, entendía la manera en la que fui chantajeada emocionalmente por él. Tan solo había visitado mi casa un