Meyling Soza

Danzando con el diablo


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más allá de todo lo que algún día soñaron. —Se detuvo, nos regaló una blanca y cálida sonrisa, sin decir más, buscó la salida.

      Aplaudimos de inmediato, al igual que yo, cada uno allí reunido sentía que esas palabras eran para ellos, casi podía repetir a la perfección su discurso en mi cabeza.

      —Bueno. Ahora, chicos, nos dividiremos en grupos de diez y cada uno seguirá a un líder para recorrer el campus universitario. —La voz del joven de linda sonrisa no era tan firme como la de la directora.

      Lina tomó mi mano y me arrastró como un cohete, fuimos las primeras en el grupo del joven Teodoro, quien en las siguientes casi tres horas nos mostró toda la universidad.

      Era consciente de que para entrar a una fraternidad debías ser invitado por un miembro o haber heredado tu puesto, ninguno de los casos aplicaba conmigo. Con la ayuda de mi padre, logré ser ubicada en una de las habitaciones del recinto, lo que me permitió ahorrarme mucho dinero en alquiler de apartamento. Aunque contaba con una media beca, sabía que el otro porcentaje corría a cuenta de mis padres y la cantidad no era pequeña.

      De regreso a casa, me detuve con Lina en una pequeña cafetería no muy lejos de la residencia. La conversación sobre clases y pasantías fue nuevamente un excelente distractor, tenía ya dos semanas de haber terminado con Felipe y mi mente rara vez había pensado en él.

      —¿Quién diría que llegaríamos a este punto? —Lina sonrió con fuerza, había cierta nostalgia en su voz.

      —Es increíble cómo pasan los años, ¿verdad?

      —Sí, aún recuerdo cuando jugábamos a la guerra en el patio de tu casa.

      Ambas reímos, nunca fuimos lo que se diría unas niñas muy femeninas, vivíamos cubiertas de tierra, teníamos más balones que muñecas y el lodo o un par de cajas, eran más que suficientes para entretenernos por semanas.

      —Eras muy mala perdedora —susurré con burla.

      Me miró con los ojos bien abiertos y luego rio a carcajadas.

      —Tú hacías trampa.

      —Claro que no, siempre jugué limpio, vos eras la tramposa.

      Rio aún más, sabía que decía la verdad, siempre movía el punto de descanso un poco para refugiarse ahí y así poder descansar y luego vencerme.

      —¿Recuerdas cuando rompimos la vajilla de tu mamá?

      —Cómo olvidarlo, si aún me lo recuerda —respondí con rapidez. Reímos al mismo tiempo, me castigaron casi un mes por ese enorme accidente.

      Charlamos aún en el vehículo, sin duda habían pasado muchos años. Lina trabajaría en la importadora como recepcionista del segundo almacén y yo iría a la universidad.

      Luego de dejarla cerca de su casa, me dirigí a la mía. Mi madre me recibió con té helado y galletas de avena caseras. Me tomó dos horas contarle todo acerca de la universidad, tuve que repetir parte del discurso de la directora y cuando llegó mi padre, me tocó hacer el mismo proceso.

      A las siete subí a mi habitación, después de un baño me dispuse a ver una película. Adoraba el séptimo arte, las historias de amores imposibles me parecían hermosas, pero aún más que una buena película, me derretían los libros, los poemas cargados de romanticismo y sobre todo desamor. Me resultaba fascinante cómo el desamor parecía darle un nuevo giro al concepto del amor, cómo nos recuerda ese lado oscuro de algo que siempre se pinta tan perfecto y maravilloso.

      Cuando terminó la película, encendí el pequeño reproductor que estaba sobre mi tocador, las graves notas del piano me atraían de forma deliciosa. Me moví hacia la barra que mi madre mandó a instalar una vez en mi habitación. Mi cuerpo se reflejó en los tres amplios espejos, no era muy fanática de verme en ellos y, por supuesto, era mi peor crítica.

      Estiré mis músculos, acomodé luego todos mis huesos, coloqué cada articulación en su lugar y me dejé mover por la música; cada nota empujaba mi cuerpo a hacer un nuevo paso y desplazarse por todo el espacio de mi habitación. Mis manos se detenían justo en el momento preciso antes de golpear la pared o un espejo, mis piernas estiradas quedaban a pocos centímetros de mi cama, tantas horas de práctica ya me habían dado una noción segura del espacio con el que contaba.

      La última semana transcurrió con particular rapidez, entre compras, cenas y risas. Mi madre y yo pasamos todo el día un centro comercial, comprando ropa, artículos de belleza y zapatos.

      Una de las tiendas se especializaba en todo para la danza; compré medias, leotardos y unas bellas zapatillas de ballet rojas, un color singular, pero eran muy lindas.

      Tomamos un descanso para almorzar y continuamos con las compras, llegamos agotadas a casa. No entendía cómo hacían las chicas adictas a las compras que pasaban mucho tiempo recorriendo los centros comerciales hasta tres veces, aunque debo admitir que parecía un buen ejercicio.

      Lina y algunas de mis amigas organizaron una fiesta de despedida un sábado, sabía que ya todas tenían un plan que pronto iniciarían.

      —¿Negro o blanco?

      Lina me mostraba dos vestidos demasiado cortos para mi gusto, por lo general ella prefería los jeans y cualquier ropa cómoda, pero cuando se trataba de salidas, su cambio era radical, sacaba los vestidos y faldas más cortos de su armario con los zapatos más extravagantes y altos.

      —Negro —dije con cierto aburrimiento. Ya llevábamos tres horas en ello. Bueno, ella. Yo ya estaba lista.

      —Cambia esa cara —soltó al tirarme un vestido—. Apúrate. ¿Tú ya estás lista?

      Me miró de arriba abajo, sin duda no aprobaba mi atuendo.

      Vestía mis jeans más ajustados, zapatos con algo de tacón y una sencilla blusa celeste de seda, era lo más elegante y arreglada que podría lucir.

      —Sí —hablé con firmeza, aunque pareció no notarlo porque rompió a reír con demasiada fuerza.

      Los altos tacones negros brillantes que ahora usaba, le daban un contoneado algo exagerado al caminar.

      —Ponte esto.

      Me tiró un vestido rojo sangre, un color llamativo y escandaloso. Tenía unos tirantes gruesos y parecía que la tela no dio para cubrir la espalda, porque el pronunciado escote llegaba justo hasta donde iniciaba mi cintura. Sin duda, si no cuidaba mi postura o me inclinaba un poco, mostraría mi trasero a todos.

      El estilo parecía abrazar mi silueta, resaltando justo lo que necesitaba ser resaltado. Cuando salí del baño, Lina prensaba en la plancha caliente un mechón de su cabello negro.

      —Te ves espectacular, no sé por qué encierras ese cuerpo en jeans y más cuando vamos a salir, pues tienes piernas de envidia, muéstralas.

      Lo último parecía más una orden que un consejo. Por fortuna, me dejó con mis zapatos de medio tacón color piel, con ellos sí podía caminar.

      El bar era bullicioso y estaba a reventar, las mesas eran demasiado altas para sentarse de manera apropiada como para lucir un vestido tan corto, pero después de tres intentos, lo logré. Nuestro grupo era el más grande en el lugar, once personas en total, todos hablaban al mismo tiempo, riendo sin saber por qué.

      Las cervezas y cócteles se multiplicaron con cada hora. Uno de los chicos, un tanto motivado por el alcohol en su sangre, dio un accidentado brindis sobre lo mucho que me iban a extrañar y los buenos deseos que me tiraban.

      A las tres de la mañana caminábamos hacia mi auto, Lina llevaba sus altos zapatos en las manos y mi visión no era borrosa. Sin embargo, me sentía mareada, tomé aire dentro del vehículo y esperé un buen tiempo hasta que bajara un poco el efecto.

      Una vez que me sentí mejor, me fui a casa. Había sido una gran noche, tenía solo el domingo para recuperar energía y así el lunes iniciar la mayor travesía de mi vida: la universidad.