panda un poco deplorable.
—¿Te encuentras bien? —Fue lo único que pude preguntar, realmente no la conocía, ni siquiera sabía su nombre.
Al segundo que entró en la habitación el primer día, se fue y no regresó hasta dos días después, jamás la había visto en ninguna de mis clases, como no obtuve respuesta, volví a preguntarle, parecía no estar muy segura de que responder.
—Sí. Estoy bien. No sé qué ha sucedido conmigo, llevo una semana aquí y ya he llegado ebria dos veces, y tuve relaciones con un chico que no recuerdo su nombre, ¿por qué hago esto? —Tenía la voz áspera, quizás por haber vomitado la noche anterior.
Todo lo que salía de su boca parecían pensamientos dichos en voz alta, sus ideas y preguntas a las que solo ella tenía respuesta. Volteó a verme después de unos minutos en silencio.
—Me llamo Susana. —Estiró su brazo que, por alguna razón, estaba cubierto de brillantina.
Le di la mano y traté de sonreír.
—Me llamo Luciana, pero me dicen Lucy.
Me sonrió y retiró su mano de la mía, se puso de pie y estiró su cuerpo.
Era delgada como todas las chicas aquí, tenía tatuada una pequeña mariposa en su hombro derecho y la palabra libertad en su espalda baja.
—Están bonitos tus tatuajes —halagué, sonrió ante mi comentario y se acercó a donde me encontraba ya de pie haciéndome una cola alta.
—Muchas gracias, el primero me lo hice a los quince y de ahí los otros poco a poco. —Subió su camiseta, un árbol de cerezo se extendía desde su cintura hasta las costillas.
—La flor de la inmortalidad.
—Así es, sabes la historia, por lo que veo. Ese me lo hice a los dieciocho, la mariposa dos meses después y la palabra libertad fue el primero.
Me sorprendía lo muy bien detallado que estaban todos, las letras tenían un trazo suave y delicado, en ella lucían como bellas pinturas.
Se puso de espaldas y subió la mitad de su blusa, en su espina dorsal se dibujaba un diente de león que parecía que el viento lo había soplado y esparcido por toda su espalda, pero de esa misma flor surgían aves que volaban con total libertad.
—Es hermoso.
—Y dolió muchísimo —añadió. Pude ver una débil sonrisa—; fue el último que me hice, tres días después de ser aceptada aquí. Significaba un cambio en mi vida, hacer lo que me apasiona y dejar atrás todo lo que me hacía daño, pero no lo cumplí.
Parecía avergonzarse, bajó su blusa y, con ella, su mirada. Se sentó en el borde de su cama.
—No te he agradecido, ¿verdad?
Sabía a lo que se refería, pero no necesitaba su agradecimiento.
—No tienes por qué hacerlo, tranquila. —Se puso de pie y me abrazó, le regrese él gesto.
Esos eran los momentos que los hombres quizá no comprendían, el grado de una mujer para dar las gracias iba más allá que la simple palabra. Dos sonoros y rápidos golpes en la puerta nos hicieron separarnos, cuando la abrí, una muy arreglada y lista Erín esperaba.
—¿Aún no estás lista?
Miré la hora, faltaba un cuarto para las ocho, nuestra clase iniciaba a esa hora y no teníamos tiempo extra, quien llegaba tarde sabía que no podía entrar ni reponerla. Me metí con rapidez en el baño, cuando salí ya con mi sostén y licra, encontré a Erín conversando de manera animada con Susana, que en ese momento le hacia una moña alta en su cabello negro. Me puse una delgada camisola blanca y busqué el bolso que me había obsequiado mi madre.
—Erín, ¿nos vamos? ¿A qué hora es tu clase? —Susana volteó a verme, parecía que no tenía idea.
¿Sería que en toda la semana no había asistido a ninguna? sentí compasión y enojo hacia ella.
—Alístate, en la parte de abajo hay un muro con los horarios, busca a tu grupo que es el que sale en tu hoja de matrícula y vas a clases, a la hora del almuerzo te veo en la cafetería. —Mi tono de voz fue un poco autoritario y todo salió como una orden, pero Susana sonrió en agradecimiento, Erín le dio un abrazo y salimos de la habitación.
Corrimos entre los estudiantes que se movían con muchísima pereza, bajamos las escaleras y evitamos el ascensor, de esa manera calentaríamos antes de iniciar la clase.
Sentí un calambre en la pierna justo cuando llegué al primer piso, faltaban dos minutos para las ocho y no podía darme el lujo de atender mi cuerpo. Ambas entramos a la misma vez en la puerta causando un gran alboroto, todos los alumnos ya formados en dos perfectas líneas nos miraron como si hubiésemos asesinado a alguien.
El profesor era un hombre alto y muy pálido, utilizaba la barba cerrada y tenía los ojos azules un poco odiosos o quizá era la forma de vernos en ese momento.
—Llegan quince segundos antes de que inicie mi clase, yo no tolero la impuntualidad. Que no se repita. —Su voz era muchísimo más fuerte que la profesora del día anterior, al parecer era del tipo de profesores que gritaba para ser escuchado.
Asentimos como niñas regañadas, aunque claro, eso éramos, avanzamos y nos ubicamos cada en una en las dos líneas que ya estaban formadas.
Erín se colocó en la primera, sonriéndoles a todos los chicos, quienes parecían sentir cierta atracción hacia ella, yo me coloqué en la segunda, no tenía la misma seguridad y quizá podía guiarme de sus pasos.
En la esquina del salón había dos señores y tres timbales, uno negro un poco pequeño y uno rojo muy grande. Uno de los sujetos tenía lentes y entre sus piernas un hermoso timbal con el tono natural de la madera, el otro estaba al lado del negro. El hombre de lentes empezó a golpear con delicadeza el instrumento, su sonido era constante y profundo, un poco grave. El profesor se colocó enfrente de la primera fila, su cuerpo se convirtió en una perfecta línea recta, así que todos tomamos esa misma posición.
Estiró sus dedos hacia el techo, pude ver cómo se marcaban los músculos en sus brazos. Como buenas marionetas, seguimos su movimiento y sentí cómo mi espalda terminó de estirarse. Bajó sus manos y giró con suavidad su cuello, cada movimiento fue seguido por los doce alumnos que se encontraban en ese salón. El sonido grave del timbal era muy hermoso y ayudaba a no sentir el dolor de algunos músculos cuando eran estirados y reacomodados.
Hicimos un calentamiento de veinte minutos, las gruesas gotas de sudor bajaban constantemente por mi frente y espalda, parecía que no era la única que se sentía agotada con el calentamiento. El profesor ordenó que la segunda fila se colocara al fondo del salón, dejándole el espacio a los de la primera fila, todos se miraban un poco desconcertados. El grupo se dividió en parejas. Por desgracia, un chico quedó solo y tuvo que hacer pareja con el mismo profesor. Se hizo el mismo calentamiento por media hora más, aunque parecía un poco más pesado y rápido por alguna razón.
Todos los pasos eran marcados por el ritmo del timbal; cuando toda la habitación quedó en silencio, los bailarines se detuvieron exhaustos, unas chicas parecían mareadas. Con una señal, me ubiqué con mi grupo en el centro del salón mientras los demás descansaban en el fondo, parecían agradecer esos minutos. Estar en el centro de la estancia era aterrador, los espejos en las cuatro paredes ofrecían un diferente ángulo de cada cuerpo de los bailarines, mis ojos se centraron en mi figura, era delgada y sobresalía por unos centímetros de las chicas, incluso de algunos de los chicos, siempre fui causa de bromas debido a mi estatura y parecía que mis antiguos profesores estaban de acuerdo con ellos.
El profesor me miraba de una forma aniquilante. Pude ver cómo el rostro sudado de Erín se reflejaba en un espejo, tenía una sonrisa y con una señal me indicó que prestara atención. El maestro dio las mismas órdenes que al grupo anterior y formó pareja con una joven de cabello castaño y gruesas cejas.
Me