Jane Porter

Hasta que pase la tormenta


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que siempre parecían alegres, pero aquella mujer seria, delgada, de mirada cautelosa y labios apretados en una línea firme era otra persona. Con el pelo sujeto en un estirado moño y un aburrido vestido de lana gris con rebeca a juego parecía mayor de lo que era.

      –Hola, Monet –la saludó, inclinándose para darle un beso en la mejilla.

      Ella apenas toleró el roce de sus labios antes de dar un paso atrás.

      –Marcu –murmuró.

      No, no se alegraba de verlo, pero él no había esperado que lo recibiese con los brazos abiertos.

      –He venido a verte por un asunto personal y he esperado hasta última hora –le dijo, intentando mostrarse tan frío como ella–. ¿Podríamos cenar juntos para hablar sin distracciones?

      La expresión cautelosa se cerró por completo. Una vez la había conocido tan bien que podía leer los pensamientos en su cara. Ahora no podía leer nada.

      –Cerramos dentro de unos minutos, pero yo tengo que quedarme una hora más. Tengo pedidos que revisar y prendas que buscar. Tal vez la próxima vez que vengas a Londres podrías llamarme con antelación.

      –La última vez que vine te negaste a verme.

      –Es que estaba muy ocupada.

      –No quisiste verme, pero no voy a dejar que sigas dándome largas –replicó él, mirándola a los ojos–. Estoy aquí y no me importa esperar hasta que termines.

      –No puedes estar en el edificio cuando echen el cierre.

      –Entonces, te esperaré en el coche –dijo Marcu–. ¿Pero por qué vas a tardar una hora? Aquí no hay nadie, todo el mundo se ha ido ya.

      –Soy la jefa del departamento y tengo que dejarlo todo solucionado –respondió Monet–. No querrás que te explique todos los detalles de mi trabajo, ¿verdad? No creo que te interesen tanto los vestidos de novia.

      –No me sorprende que tú seas la encargada de abrir y cerrar.

      –¿Cómo sabes que me encargo de abrir?

      –Vine por la mañana, pero estabas muy ocupada.

      –¿Ha ocurrido algo? –preguntó Monet por fin–. ¿Tus hermanos están bien?

      –No ha habido ningún accidente, ninguna tragedia.

      –Entonces no entiendo qué haces aquí.

      –Necesito tu ayuda.

      –¿Para qué?

      –No sé si recuerdas que estás en deuda conmigo. He venido para que me devuelvas el favor.

      Monet dejó de respirar durante un segundo.

      –Tengo muchas cosas que hacer, Marcu. No es buen momento.

      Él señaló dos sillones de terciopelo oscuro frente a un trío de espejos con marco dorado.

      –¿Podemos hablar un momento?

      Monet lo pensó y, por fin, asintió con la cabeza.

      –Muy bien –asintió, sentándose en uno de los sillones y cruzando elegantemente las piernas.

      Aquel era su lugar de trabajo y, sin embargo, él la hacía sentir como si fuese una intrusa. Como cuando era niña, viviendo en el palazzo Uberto, mantenida por su padre. Monet no quería recordarlo. No quería depender de nadie y odiaba que le recordase que estaba en deuda con él.

      Pero era cierto. Ocho años antes, Marcu le había comprado un billete de avión y le había prestado dinero para que se fuese a Londres. Él debía saber que habría preguntas, y consecuencias, pero gracias a él pudo escapar de Palermo, que era donde vivía la familia Uberto. Y su madre, la amante del padre de Marcu.

      Cuando la dejó en el aeropuerto, Marcu le advirtió que un día le pediría que le devolviese el favor y ella estaba tan desesperada por escapar que había aceptado sin pensarlo dos veces.

      Habían pasado ocho años desde ese día y, por fin, estaba allí.

      –Te necesito durante las próximas cuatro semanas –dijo él entonces, estirando sus largas piernas–. Sé que has sido niñera y siempre fuiste buena con mis hermanos. Ahora necesito que cuides de mis tres hijos.

      Monet no había sabido nada de él durante años. No había querido leer nada sobre la aristocrática familia Uberto y, sin embargo, allí estaba Marcu, pidiéndole que lo dejase todo para cuidar de sus hijos. Sería de risa si cualquier otra persona le pidiera tal favor, pero era Marcu y eso lo cambiaba todo.

      Monet tomó aire, intentando sonreír.

      –Aunque me gustaría ayudarte, de verdad no puedo hacerlo. No puedo dejar mi trabajo en plenas navidades. Tengo que proteger a mis angustiadas novias.

      –Y yo tengo que proteger a mis hijos.

      –Me parece muy bien, pero me estás pidiendo un imposible. No me dejarían irme ahora.

      –Entonces diles que te despides.

      –¿Qué? ¿Por qué iba a hacer eso? Me encanta mi trabajo y he luchado mucho para llegar donde estoy.

      –Te necesito, Monet.

      –No me necesitas a mí, necesitas a una niñera profesional. Hay docenas de agencias que atienden a los clientes más exclusivos…

      –No voy a dejar a mis hijos al cuidado de una extraña, pero te los confiaría a ti sin dudarlo un momento.

      Monet no se sintió halagada por esa afirmación. Marcu y ella no se habían despedido amigablemente. Sí, la había ayudado a escapar de Palermo, pero él era la razón por la que había querido marcharse de Sicilia. Le había roto el corazón y había tardado años en recuperar su autoestima.

      –Agradezco la confianza –empezó a decir–, pero no puedo dejar la tienda en este momento. Todo el departamento depende de mí.

      –Te estoy pidiendo un favor.

      Era la única condición que había puesto cuando la ayudó a marcharse de Palermo, que un día tendría que devolverle el favor. Monet había pensado que Marcu nunca la necesitaría, que habría olvidado esa promesa.

      Pero, evidentemente, no la había olvidado.

      –No es buen momento para pedirme ese favor, lo siento.

      –Yo no estaría aquí si fuese buen momento.

      Monet miró hacia el enorme ventanal que ocupaba toda una pared. Unos copos blancos habían empezado a flotar al otro lado del cristal. ¿Estaba nevando?

      –Prometo hablar con Charles Bernard –dijo él entonces–. Lo conozco y estoy seguro de que no pondrá ninguna objeción. Y si hubiese algún problema, prometo ayudarte a encontrar otro trabajo en enero, después de la boda.

      Seguía siendo el mismo Marcu seguro de sí mismo, arrogante, contenido. Y, por un momento, ella se sintió de nuevo como esa chica de dieciocho años desesperada por estar entre sus brazos, en su vida, en su corazón. Pero habían pasado ocho años y, por suerte, ya no eran las mismas personas. Al menos, ella no era la misma chica ingenua. No se sentía atraída por él. No sentía nada por él.

      ¿Entonces qué era ese repentino escalofrío por la espalda?

      –No entiendo. ¿A qué boda te refieres?

      –La mía –respondió Marcu–. Tal vez no sabes que mi esposa murió poco después de que naciese nuestro hijo pequeño.

      Monet lo sabía, pero lo había borrado de su mente.

      –Lo siento –murmuró, clavando los ojos en el nudo de su corbata para no mirar el rostro que una vez había amado tanto.

      Había tardado mucho tiempo en olvidarse de él y no iba a permitirse ninguna distracción.

      –Necesito ayuda con los niños hasta