Marcu se casaba de nuevo?
–¿Eso incluye la luna de miel? –le preguntó, burlona.
Marcu se encogió de hombros.
–En enero tengo que acudir a una conferencia en Singapur, así que depende de Vittoria si quiere que esa sea nuestra luna de miel.
–No puedo hacerlo, de verdad. Lo siento, pero ya te he devuelto el dinero que me prestaste, con intereses. Nuestra deuda está saldada.
–La deuda está saldada, el favor no.
–Es lo mismo.
–No es lo mismo –insistió él–. No me debes dinero, pero estás en deuda conmigo por la situación en la que me pusiste cuando te fuiste del palazzo. Hubo muchas especulaciones, Monet. Te fuiste sin despedirte de tu madre, de mi padre o de mis hermanos. Me dejaste en una situación muy difícil y debes saldar esa cuenta. Yo te hice un favor y ahora eres tú quien puede ayudarme.
Monet pensó que podría discutir tal afirmación, pero estaba segura de que él seguiría insistiendo. Marcu era inamovible. Incluso a los veinticinco años había sido un hombre de carácter, una fuerza de la naturaleza. Tal vez ese era su atractivo.
Ella había sido educada por una mujer incapaz de echar raíces en ningún sitio, una mujer que no sabía crear un hogar o tomar decisiones responsables. Su madre, Candie, era impulsiva e irracional. Marcu era todo lo contrario; analítico, juicioso, reacio a los riesgos.
Salvo esa noche, cuando la llevó a su dormitorio y la besó. Pero unos minutos después, su desdén le había roto el corazón. Apasionado y sensual en la cama, se había mostrado insensible y frío mientras hablaba de ella con su padre.
Monet se había ido de Palermo catorce horas después, con una simple mochila al hombro. Tenía pocas cosas. Su madre y ella habían vivido de la generosidad del padre de Marcu y no pensaba llevarse ninguno de los regalos que le habían hecho.
Tenía que irse, pero cuando llegó a Londres no podía dejar de pensar en Palermo. No porque echase de menos a su madre sino porque añoraba todo lo demás, la vida en el histórico palazzo, a los hermanos de Marcu y al propio Marcu.
Durante el primer año pasó muchas noches en vela, recordando sus besos. Le dolía recordarlo y, sin embargo, era la emoción más poderosa que había experimentado nunca. Se había sentido… como si ardiese, como si estuviera envuelta en llamas. Marcu había despertado algo dentro de ella que desconocía hasta ese momento y su cruel rechazo le había roto el corazón.
Había hecho todo lo posible para olvidar Sicilia. Había intentado apartar a la familia Uberto de su mente y, sin embargo, era la única familia que había tenido nunca.
Pero necesitaba un trabajo desesperadamente y su padre, un hombre al que solo había visto un puñado de veces en su vida, le había presentado a una familia que necesitaba una niñera. Se había quedado con ellos hasta que los padres se divorciaron, pero encontró otro trabajo enseguida y luego otro. Por fin, decidió que no podía seguir siendo niñera para siempre porque tantas despedidas le rompían el corazón y decidió buscar trabajo en una tienda.
Había empezado como cajera en el departamento de sombreros y guantes de Bernard’s, pero un día necesitaban personal en el departamento de novias y, una vez que subió a la quinta planta, no había vuelto a salir de allí. Algunos pensaban que era demasiado joven para ser jefa del departamento a los veintiséis años, pero nadie se atrevía a decirlo en voz alta porque, a pesar de su juventud, tenía estilo y buen ojo para las prendas de calidad. Claro que no era una sorpresa. Al fin y al cabo, era hija de su madre.
–Podríamos ir a cenar y charlar tranquilamente –dijo Marcu, intentando animarla con una sonrisa–. Así tendrás oportunidad de hacer todas las preguntas que quieras.
–Pero es que no tengo ninguna pregunta que hacer –se apresuró a decir Monet. No tenía intención de caer en sus redes de nuevo, de modo que se levantó, indicando que la conversación había terminado–. No voy a ser tu niñera, lo siento. Debo volver mañana a primera hora y aún tengo que encontrar un vestido de novia que se ha perdido –añadió, tomando aire–. Me gustaría poder decir que me alegro de verte, pero sería mentira y después de tantos años no tiene sentido mentirnos el uno al otro.
–Nunca imaginé que fueses tan vengativa.
–¿Vengativa? No, en absoluto. Que no esté dispuesta a dejarlo todo para cuidar de tus hijos no significa que tenga nada contra ti. Lo que me pides es absurdo, Marcu. Una vez fuiste importante para mí, pero eso fue hace muchos años.
Él se levantó entonces, dominándola con su estatura.
–Me hiciste una promesa, Monet. No puedes rechazarme hasta que me hayas escuchado. No conoces los detalles, no sabes cuál sería el salario, los beneficios…
–Tengo un trabajo, Marcu –lo interrumpió ella–. Y no hay ningún beneficio en trabajar para ti.
–Una vez nos quisiste. Solías decir que éramos la familia que no habías tenido nunca.
–Entonces era joven e ingenua. Ahora sé más de la vida.
–¿Ocurrió algo cuando te fuiste de Palermo? ¿Algo de lo que yo no sé nada?
–No, no ocurrió nada.
–¿Entonces por qué ese odio repentino hacia mi familia? ¿Te hicieron daño alguna vez?
Monet no respondió enseguida. Los había querido a todos. Una vez, había soñado ser un miembro más de la familia Uberto, pero no pudo ser. No era uno de ellos, no tenía la menor esperanza de ser uno de ellos.
Le escocían los ojos y tenía un nudo en la garganta mientras decía:
–Tu familia se portó muy bien conmigo. Sabiendo quién era, me toleraron durante años.
–¿Te toleraron? –repitió él, con el ceño fruncido–. ¿Estás enfadada conmigo o con mi padre?
Aquello era precisamente lo que Monet no quería hacer. No quería revivir el pasado.
–Da igual, no quiero hablar de ello. Yo no vivo en el pasado y tú tampoco deberías hacerlo.
–Pero es que me importa. Y te recuerdo que estás en deuda conmigo, así que hablaremos más tarde, durante la cena. Ahora te dejo para que termines de hacer lo que tengas que hacer. Te esperaré abajo –dijo Marcu, antes de darse la vuelta.
No se volvió para mirarla hasta que estuvo en el interior del ascensor. Sus ojos se encontraron entonces en un reto silencioso, interrumpido solo cuando las puertas del ascensor se cerraron.
Marcu se cruzó de brazos y dejó escapar un suspiro. Había visto el brillo de reto en los ojos de Monet, su expresión desafiante. Había esperado cierta resistencia, pero aquello era ridículo. Monet Wilde debería recordar que estaba en deuda con él. Además, ella no había sido su primera elección como niñera.
Él era muy selectivo, muy protector, y necesitaba a una persona de confianza para cuidar de sus tres hijos. Ni siquiera había pensado en Monet hasta que la última candidata salió de su despacho. Estaba disgustado, preocupado. No quería dejar a sus hijos con una extraña en Navidad.
Ni siquiera había pensado en ella hasta que agotó todos los recursos. Su niñera, la señorita Sheldon, había tenido que volver a Inglaterra para atender a sus padres y él no confiaba en los desconocidos. Claro que, en realidad, no confiaba en mucha gente.
Eso había sido un problema durante gran parte de su vida adulta. Esa tendencia a analizarlo todo, a desmenuzarlo todo, no era algo malo para un inversor, pero sí lo era cuando se trataba de su vida social. Se había visto obligado a ampliar su pequeño círculo de amistades para encontrar una esposa y, después de una serie de insoportables citas, por fin había encontrado a una mujer que le pareció adecuada, Vittoria Bonfiglio, una joven de veintinueve años. Pero necesitaba pasar tiempo a solas con ella y eso era imposible cuando la niñera de sus hijos estaba en Inglaterra con su familia.
Y