harta. No quería saber nada más. Quería vivir al margen de la familia Uberto. Se negaba a mirar atrás, se negaba a recordar, a sentir dolor cada vez que alguien mencionaba su nombre.
Ese dolor la sorprendía porque se había convencido a sí misma de que no lo quería, que solo estaba encaprichada. Se decía que era curiosidad y deseo, pero no verdadero amor.
¿Entonces por qué le dolía tanto escuchar su nombre? ¿Por qué le dolía que se hubiera casado? Cuando se casó con Galeta y tuvieron su primer hijo, Monet se dio cuenta de que sus sentimientos por él eran más fuertes de lo que había querido creer. No le dolería tanto si solo hubiera sido un capricho adolescente. No lo echaría de menos si solo hubiera sido curiosidad. No, le dolía porque lo había querido de verdad.
Monet se volvió hacia Marcu de nuevo. Había sido muy guapo a los veinte años, pero era aún más atractivo a los treinta y tres. Sus facciones habían madurado y su piel ligeramente bronceada brillaba de salud y vitalidad.
–¿Cómo murió? –le preguntó, intentando ordenar sus pensamientos y sus imposibles emociones.
–Sufrió un derrame cerebral poco después del último parto –respondió él, apartando la mirada–. Yo no sabía que pudiera pasar, pero el médico dijo que no era tan raro. Al parecer, los derrames causan el diez por ciento de las muertes relacionadas con el embarazo –Marcu se quedó callado un momento–. Yo no estaba allí cuando ocurrió. Me había ido a Nueva York pensando que estaba en buenas manos con la niñera y la enfermera.
–No debes culparte a ti mismo.
–No me culpo por el derrame, pero no puedo olvidar que murió mientras yo estaba en un avión sobre el Atlántico. No debería haber sido así –Marcu sacudió la cabeza–. Si hubiera estado a su lado, tal vez podría haberla llevado antes al hospital. Tal vez allí los médicos la habrían salvado.
Monet no sabía cómo responder, de modo que se quedó callada, escuchando el rítmico sonido de los limpiaparabrisas mientras su corazón latía acelerado.
Era lógico que a Marcu le pesara la muerte de su esposa. ¿Cómo no iba a sentirse parcialmente responsable? Pero, aunque lo lamentaba mucho, no era su problema. Necesitaba ayuda, ¿pero por qué se la pedía precisamente a ella?
–¿La familia de tu difunta esposa no puede ayudarte con los niños? –le preguntó–. ¿No pueden echarte una mano sus padres o sus abuelos?
–Galeta era hija única y sus padres han muerto. Mi padre también, ya lo sabes. Y mis hermanos están ocupados con sus vidas.
–Como yo estoy ocupada con la mía –dijo ella.
–Solo te pido unas semanas.
–No, lo siento. Sencillamente, no es buen momento.
–¿Y cuándo sería buen momento? –insistió Marcu.
Pasaron frente al banco de Inglaterra y otros edificios históricos que formaban el corazón de la ciudad de Londres.
–Ninguno –respondió Monet, cansada e incómoda. Quería quitarse el sujetador, ponerse el pijama y tomar una copa de vino en la cama–. No tengo el menor deseo de trabajar para ti.
–Lo sé –dijo él.
El conductor detuvo el coche frente a un edificio oscuro y salió con el paraguas para abrirles la puerta.
Marcu le ofreció su mano, pero Monet no la aceptó. Bajó de un salto y se alejó unos pasos para no rozarlo.
Marcu lanzó sobre ella una mirada irónica, pero no dijo nada mientras se dirigían hacia una sencilla puerta de madera, que se abrió silenciosamente cuando él pulsó un timbre escondido en la pared. Entraron en un vestíbulo extrañamente sobrio y Monet miró alrededor, desconcertada. Aquel sitio no parecía un restaurante.
–Normalmente, prefiero bajar por la escalera –dijo Marcu–, pero tú llevas de pie todo el día, así que sugiero que tomemos el ascensor.
Bajaron en el ascensor hasta un amplio salón con columnas de mármol. Monet seguía perpleja. Aquel sitio parecía la cámara acorazada de un banco.
–Me alegro de volver a verlo, señor Uberto –lo saludó un hombre vestido con traje de chaqueta negro y camisa del mismo color–. Acompáñenme, por favor.
Los llevó por un largo pasillo hasta un comedor con el techo plateado, lámparas de araña de varios estilos y sillas tapizadas en terciopelo malva. No había más de una docena de mesas, con grupos de hombres en algunas, parejas en otras. Pero no se quedaron allí. El hombre los llevó a un reservado decorado con el mismo estilo, aunque las sillas estaban tapizadas en terciopelo gris.
–Qué sitio tan extraño –comentó Monet mientras los camareros llevaban botellas de agua mineral, aceitunas y paté.
–Hace tiempo fue el banco de Sicilia, ahora es un club privado.
–Ya me lo imaginaba –Monet tomó una aceituna y se la metió en la boca–. A ver si lo adivino, tu padre venía a este club y tú has heredado su tarjeta de socio.
–No, mi abuelo era el dueño del banco. Mi padre lo cerró y cuando no encontró comprador para el edificio decidimos convertirlo en un hotel solo para socios. Y yo convertí la cámara acorazada en un club privado hace cinco años.
–¿Es aquí donde te alojas cuando vienes a Londres?
–En la última planta, sí. Tengo un apartamento.
–Es un sitio muy curioso –murmuró ella, tomando la carta que le ofrecía un camarero.
Le habría bastado con las aceitunas y el paté, pero cuando vio el delicioso marisco a la plancha supo lo que quería.
Cuando el camarero se alejó, Marcu fue directamente al grano.
–Te necesito urgentemente, Monet. Me gustaría volver a Italia esta misma noche, pero es demasiado tarde, así que organizaré el viaje por la mañana…
–No te he dicho que sí.
–Pero lo harás.
Monet dejó escapar un suspiro de frustración. Y, sin embargo, sabía que estaba en deuda con él.
–Enero hubiera sido mucho mejor para mí.
–Ya te he dicho que en enero debo acudir a una conferencia en Singapur y me gustaría tenerlo todo solucionado para entonces.
–¿Solucionado en qué sentido?
–Quiero estar casado con Vittoria para entonces. Me preocupan los niños cuando estoy de viaje y…
–Pero los niños no tienen relación con tu futura esposa, ¿no?
–Han sido presentados.
Monet tuvo que contener una carcajada.
–No sé quién me da más pena, tu futura esposa o tus hijos. «Han sido presentados» –repitió, haciendo una mueca–. ¿Dónde está tu sensibilidad?
–No tengo ninguna. Ahora soy duro como una piedra.
–Pobre de tu futura esposa.
–No soy un romántico, nunca lo he sido.
–¿Eso dice el hombre que adora la ópera, que escucha a Puccini durante horas?
–A ti te encantaba la ópera, yo solo apoyaba tu pasión.
Monet lo miró, pensativa.
–Tú sabes que sería mejor contratar a una niña profesional que intentar solucionar las cosas casándote de nuevo. Las mujeres tienen sentimientos.
–Vittoria es una mujer práctica y espero que tú también lo seas. Te pagaré cien mil euros por cinco semanas de trabajo –dijo Marcu–. Espero que eso cubra la pérdida de tu sueldo.
–¿Y si pierdo mi trabajo en Bernard’s?
–Seguiré