Nathan Burkhard

La venganza del caído


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los tesoros de este hogar, de este templo y sabrá bien atesorar los secretos de la vida.

      —¿Estás sugiriendo que Bera engendre a mi hijo? —se dio vuelta, tapando sus oídos, cerrando sus ojos, tratando de no imaginar cómo era posible que la mujer que amaba no podía darle el hijo que anhelaba, como un niño pequeño haciendo un berrinche se negó a escuchar la verdad.

      —Sí, te doy mi permiso y bendición, podrás aceptar o rechazar lo que hoy te propuse. Pero te digo, tú eres el hijo al que dejaré mucho más que sabiduría. Te dejaré mi legado, deberás elegir bien quien será el sucesor de mi reino, con el tiempo te diré que es lo que tienes que hacer, pero desde hoy ve pensando —las nubes desaparecieron y la niebla retrocedió, sintiéndose que esa fuerza poderosa había desaparecido.

      Sanel no podía articular palabra alguna, tendría que elegir entre el cariño de su esposa, romperle el corazón, o hacer realidad su sueño, pero no tenía muchas opciones si deseaba que su reino prevaleciera y su raza continuara bajo las estrictas normas que habían creado, solo que elegir entre su propio deseo y la felicidad de su esposa lo hizo sentir miserable. Sin una respuesta clara a sus dudas, se levantó, giró sobre sus talones y abandonó el templo con la misma angustia y el corazón roto.

      ¿Cómo tomar la decisión correcta? ¿Cómo tener entre sus brazos al hijo deseado sin lastimar a su esposa? Pensó en el dolor que le causaría, la mujer que había acariciado su rostro por la noche, la mujer que le lleno de besos cada día, el hijo que soñó jamás llegaría, aquel hijo con los ojos de su esposa, con el cabello negro, aquella ilusión se había esfumado. ¿Acaso pretendía que él indagara por su cuenta? ¿Pretendía su padre mostrarle un mundo de dolor y pena?

      Sin más que hacer, regresó a su hogar, caminando por los pasillos que lo llevarían a lado de su esposa, no supo cómo es que había llegado tan rápido a su habitación, pero lograba admirar a Deania aun descansando, su respiración lenta y pausada y esos bellos ojos cerrados mostrando cuan largas eran sus pestañas, dio unos cuantos pasos para sentarse al pie de esa cama, con los codos en las rodillas, y su cabeza colgando entre sus manos, supo que no tendría el corazón para lastimar a su esposa de esa manera, concebir un hijo con Bera era traicionar y lastimar a Deania, era sumirla en lo profundo de su tristeza y odio, odio que seguro le tendría a ese hijo que ella no pudo concebir.

      Deania había escuchado a su esposo salir de sus aposentos, se había levantado y lo había visto por el balcón salir de la casa e ir a pasos lentos al templo, admirando la majestuosidad de la voz de Dios, logró ver desde su punto como las nubes en un conjunto de rayos, luces y niebla se formaban en lo alto del templo, entendió entonces que su esposo estaba desesperado y que ella necesitaba entender que la decisión que Dios tomase para ellos era la correcta, al sentir su peso en la cama, se levantó con cuidado y gateando sobre las sábanas, abrazó a su esposo desde atrás, dándole leves caricias que sabía que lo reconfortarían.

      Sanel al sentirle cerca, su espalda se tensó, con la boca apretada y el corazón martilleándole, tomó las manos de su esposa apretándolas contra sí —¿Cómo le diría la verdad? —de rodillas a sus espaldas, abrazándole, no tenía las fuerzas para decirle, no podía, jamás podría —Cariño —escuchó el susurró delicioso de su voz, aquel calificativo afectuoso que siempre amo de ella, la manera en como lo pronunciaba, en como sus labios soltaban aquella palabra. Sintiendo la cabeza de su amada sobre su hombro, hundiéndose aún más en su miseria —¿Qué es lo que te pasa esta noche? Te noto ausente de amor —besó su mejilla con delicadeza.

      —¡Querida! —dudó por unos momentos, era un hecho que ella sabría después, pero como decírselo de la mejor manera —¿Me amaras bajo todo y sobre todo?

      —¿Qué clase de pregunta es esa? —sintió la leve sonrisa de sus labios carmesí —Eres mi esposo, eres la mitad de mi alma y de mi cuerpo, ¿Cómo no amarte? Dime Sanel.

      —No tengo corazón al decirte esto pero debo hacerlo —bajó la mirada, levantándose, separándose de las caricias y el calor del cuerpo de su mujer, debía darle el rostro y no ocultarse bajo las sombras y la penumbra de ese anochecer, pero era demasiado cobarde para enfrentar la realidad, necesitaría de una fuerza hercúlea para poder enfrentarse a ella.

      Deania sintió la frialdad de sus palabras, con un brillo de lágrimas en los ojos, apartó la vista, sintiendo la amarga punzada de dolor en la boca del estómago, pero fue fuerte, irguiéndose de la cama, pisó el suelo y se acercó a él, pero Sanel solo la detuvo, negando con la cabeza que se aproximara. Sus piernas flaquearon, obligada a sentarse al pie de la cama, ya que no deseaba caer y desmayar por el dolor de su rechazo, mirándolo con asombro, nerviosismo y obligándose a sí misma a no llorar y demostrar dolor, aun así, extendió sus manos, mostrándole que sus brazos serían seguros, mostrándole a su esposo que ella era fuerte y no frágil como pensó al principio.

      Sanel sabía perfectamente que si no iba a sus brazos el dolor sería más fuerte, estrechándola contra su cuerpo, sintiendo la calidez de ese abrazo, el amor que emanaba, no podía dejarla ir, no lo haría —¡Amor! No sé qué te aflige está noche, pero tienes que decirme que te sucede, sé que eres infeliz por no tener herederos, no te he dado el primogénito que tanto anhelas, por mi culpa has caído en desgracia.

      —¡No! No digas esas cosas amada mía, no he caído en desgracia, soy yo el que te da desdicha, soy yo el que no puede hacerte feliz, mis sueños solo han ocupado tu vida, tus sueños han sido las mínimas de mis preocupaciones.

      —¡Querido! No te hagas esto. Podremos salir adelante —trató de reconformarlo.

      —¡No! No lo haremos, Deania. No podremos tener hijos, no puedes concebir —se soltó del agarre de su esposa de manera brusca trastrabillando hacia atrás, sus ojos eran pesados, su voz llena de amargura, pero su corazón estaba roto.

      Tragó saliva ante la crueldad de sus palabras, jamás había visto de esa manera tan agresiva a su esposo, él siempre fue dulce, fue único, fue alguien que le decía las cosas con la mayor dulzura posible, logrando apartar las lágrimas que amenazaban con caer, apaciguó sus manos temblorosas en su regazo, retorciéndolas hasta el punto de dañarse, no podía seguir con esa farsa mucho más —¿Crees que no lo sé? —hizo una pausa significativa para continuar con la voz estrangulada —¿Crees que no sé de qué me hablas? Sé que no puedo darte el hijo que deseas, es cruel recordármelo.

      —¿Crueldad? Es ser realista —se pasó los dedos por el cabello, cerrando los ojos, respirando profundo y callando por unos minutos —He hablado con nuestro Padre, dándome una opción muy difícil para mí, difícil de tomar. Me sugirió a Bera, ella me dará el hijo que deseo —golpeó su espalda en la pared, jalando sus cabellos en señal de impotencia mientras que cayó de rodillas en el duro suelo de su habitación, aquella noche sintió el corazón de Deania romperse en mil pedazos, juró haber sentido como ese corazón murió ante sus ojos como el suyo propio.

      Nerviosa de verle atrapado en su propio deseo, se levantó caminando hacia él, arrodillándose y tomando su rostro entre sus manos, deseaba que él fuese feliz, que mejor que ver a su amado ser feliz —¿Sabes? Quiero que seas feliz —sollozó cerrando sus ojos, era la decisión más dura que había tomado en tan poco tiempo, pero era la única manera de poder darle a Sanel la oportunidad de ser padre —Por eso con mi permiso y con el de nuestro Dios, te concedo ser libre y tener descendencia con Bera, ella siempre te quiso, pero tú te uniste a mí. Ella siempre te amo, ve hoy querido esposo, cumple con cada designio que Dios te ha dado para ti y tu futuro —al sentir la caricia dulcemente torpe, tomó sus manos entre las suyas, sintiendo el calor y el temblor de su amada, levantó la mirada, pudiendo observarla con detenimiento, sus ojos aún seguían sin brillo, pero el latido de su corazón le hizo ver que aún estaba con él —Ella no unió su vida a ninguno, está esperándote, todo tiene su camino, todos tenemos un destino, si el tuyo es tener descendencia con Bera, así será, porque es designio de nuestro padre.

      Desconsolado trató de no aceptar esa propuesta —¿Qué? —dio un gemido ahogado —No lo haré, no te haré daño de esa manera, tú eres la única —se alejó de