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Kant después del neokantismo


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de que las categorías no hacían más que expresar el ser mismo del tiempo, dando prioridad en la primera edición a la imaginación trascendental (es decir, al propio tiempo) y en la segunda al entendimiento (es decir, a las propias categorías o el yo), en Ser y tiempo se procedería de un modo mucho más radical, lo que en este contexto quiere decir: exclusivamente «fenomenológico». Este significado, o más bien perspectiva o modo de consideración, alude en primera instancia a tomar como punto de partida de la investigación no cualquier supuesto teórico o idea preestablecida que funcionaran como principio, sino la propia intuición que el análisis kantiano habría señalado como punto de partida, pero con una diferencia: no interpretándola como una de las facultades trascendentales (el entendimiento sería la otra), que exigiría para desentrañarla una Estética trascendental como paso previo de una Lógica, sino a secas como el único punto de partida que, por eso mismo, no puede definir solo un lado (el del conocimiento) frente a su opuesto (el mundo), sencillamente porque esa diferencia no se ajusta fenomenológicamente a la situación original. Como el propio Heidegger se encarga de señalar, ya el propio lugar que ocupa la «Estética trascendental» en la primera Crítica conduce al despiste,27 además de resultar hasta cierto punto incomprensible, pues ¿cómo se puede comenzar por nociones como las de el espacio y el tiempo, absolutamente abstractas y ajenas a su manifestación?, ¿cómo se pueden caracterizar desde ellas mismas, es decir, de modo trascendental, prescindiendo del lugar en el que ya se está? La estética solo adquiere sentido a partir del esquematismo, pero no antes. Heidegger denunciaría así cierto proceder subrepticio de Kant, quien yendo supuestamente de lo que hay, las cosas (lo empírico), a sus principios (lo trascendental), no dejaría de haber comenzado por los principios, sobrentendiendo la manifestación de la cosa y dándola por sentado. Para Heidegger, en cambio, la investigación tiene que comenzar por el principio, que bien entendido solo puede coincidir con el punto de partida. Y el punto de partida no es el definido por la «Estética trascendental», ni aquello a lo que remite —el espacio y el tiempo puros—, sino el lugar y el momento en el que nos encontramos, que es muy anterior a la propia identificación conceptual de tal lugar y momento… Investigar en qué medida este punto de partida puede revisarse como principio es lo que emprende Ser y tiempo, ejecutando de una manera consecuente aquella «Deducción trascendental de las categorías» y revelando así que la trascendencia, es decir, el punto de encuentro entre la cosa y el sujeto que la conoce, pasa por desechar esa separación, que a ojos vista nunca se presenta en la cotidianidad. Es de este modo como Heidegger reitera a Kant, reconociendo que la propia diferencia empírico/trascendental es una diferencia que tiene que manifestarse en lo empírico, que por otra parte no tiene por qué reconocerse ya bajo ese término, que todavía lo hace depender de una oposición dual de reminiscencias gnoseológicas y metafísicas. Lo original del asunto en Heidegger es que esa dualidad no se interpreta como dos fenómenos, sino como la constitución del mismo. El título «ser-en-el-mundo», acuñado en Ser y tiempo como recurso para reconocer que por un lado no se encuentra el mundo y por el otro un ser que lo capta, maneja y conoce (el llamado «Dasein» o «ser-ahí»), significa que el propio ser-ahí es el encuentro original de lo que solo el análisis y la abstracción ha separado previamente en dos (dos mundos: ideas y cosas/dos facultades: entendimiento y sensibilidad). Del mismo modo, ese ser-ahí no se encuentra con el espacio (ahí) o el tiempo tras una larga búsqueda, sino originalmente: es a la vez lo uno y lo otro, pero antes de que lo uno y lo otro sean pensados. Igualmente, proseguiría Heidegger, antes de conocer las cosas según unas condiciones teóricas —se podría hablar de «condiciones de posibilidad»—, el mundo resulta genuinamente conocido en nuestro trato con él, de modo que, si se deja formular paradójicamente así, el mundo resulta conocido antes de ser conocido. Como bien saben los lectores de Ser y tiempo, este «antes» («pre-») ocupa un papel muy relevante en la investigación,28 toda vez que reitera de un modo original aquel a priori kantiano para entenderlo en su genuino lugar: como la anterioridad que se avista pre-ontológicamente como resultado de nuestro trato con el ser. En realidad, eso pre-ontológico no resulta directamente a la vista ni se puede considerar si no es tras un esfuerzo de separación, que justamente nos lo aleja. Simplemente estamos en ello y cuando queremos conocerlo ontológicamente lo arrancamos de su situación (pre-ontológica), de modo que no podemos conocerlo (hablar incluso de una situación pre-ontológica resulta ya del análisis de aquello que ha quedado y se encuentra siempre estructuralmente atrás, y es por eso un artificio). Lo refinado de la descripción fenomenológica que Heidegger emprende frente a Kant (o, simplemente, su consecuente modo de proceder) lleva a darle una prioridad incondicional al «ahí», que reconoce como finitud, es decir, como la situación en la que nos encontramos en cada caso. La paradoja sobreviene precisamente al considerar como incondicionado lo único que bajo ningún punto de vista puede serlo: la finitud. Esta se hace presente en el marco cotidiano, en el cual al lado de nuestro entendérnoslas con las cosas, estas también pueden hacerse manifiestas de otra manera, a saber, como objetos de análisis. Pero en este segundo modo se ha producido subrepticiamente un ruptura, una suerte de transgresión, porque justamente algo puede volverse y presentarse ante nuestros ojos de modo analítico porque se ha interrumpido su habitual modo de ser, aquel en el que justamente ni siquiera se podía decir de él que era un modo de ser. De ahí que este modo sea subalterno y derivado frente a aquel modo inmediato de presentarse, cuya característica especial es que las cosas no aparecen de modo relevante, sino solo en su in-apariencia. En realidad, este modo es aquel al que correspondería lo que en Kant se reconoció como intuición, pero siempre que ahora no se entienda esta intuición como facultad expresa del conocimiento que se enfrenta al objeto o fenómeno, justamente porque no hay tal enfrentamiento. Se podrá considerar que es intuición, siempre que bajo esta se entendiera el modo de ser en el mundo en el que las cosas resultan ya comprendidas de antemano, antes de hacer de ellas un asunto «teórico». El espacio, el tiempo y los conceptos del entendimiento que tienen lugar en este modo cotidiano de ser no son ni el espacio ni el tiempo ni los conceptos tematizados por Kant, sino aquello (¿lo empírico?) que Kant sobrentendió en busca de los principios. Por otra parte, bajo esta consideración que ha tomado prestada la noción de intuición, y que ha podido hacerlo porque previamente ha descartado que la intuición sea algo diferente a lo intuido (en ese sentido, quizá, el nombre debería ser consecuentemente lo que en Kant suponía la imaginación trascendental), emerge un asunto crucial: las cosas coinciden con la propia comprensión de las mismas, toda vez que la comprensión no es una facultad del conocimiento entre otras, sino el mismo modo de presentarse directa e inmediatamente las cosas. No hay diferencia, que no sea analítica, entre el modo de «ser a mano» y la «comprensión», de manera que esa in-diferencia es lo que puede ser reconocido como genuino conocimiento, que por eso mismo puede calificarse de pre-comprensión. Esto pasa por entender que el conocimiento es todo menos el conocimiento en el sentido moderno del término, como resultado del entendimiento enfrentado a las cosas, porque tal enfrentamiento no es original, sino derivado, y es el que reivindica la propia disciplina metafísica, que vive de esa división. La otra metafísica que Kant habría fundamentado sin llegar a sus últimas consecuencias, y que Heidegger viene a revelar, tiene que ver con esa diferencia interna al propio ser-ahí o Dasein, que considerado en sí mismo es solo un ente, pero que considerado a la luz de su constitución originalmente finita, es el mismo ser, de manera que él mismo consiste en esa diferencia y en ese ir (y caer) de un lado al otro (trascendencia).

      En todo caso, esa «coincidencia» que se ha revelado en la mera descripción del funcionamiento del ser-ahí, que cotidianamente consiste propiamente solo en ese funcionamiento, no ha revelado todavía la constitución de su ser. Digamos que se ha revelado como ente, pero no a partir de su constitución, sino de su manifestación. El análisis de Heidegger, como se sabe, continúa la descripción de la estructura del «ser-en-el-mundo» reconociendo, además de los dos modos de presentarse las cosas, como útiles o como objetos temáticos, y al lado también del modo de «ser-en» que llama comprensión, otros dos modos de ese «ser-en», a saber, la afectividad y el habla, cuya descripción dará como consecuencia lo que Heidegger denomina elemento estructural de la caída. Pues bien, el conjunto de esos tres modos de ser-en (comprensión, afectividad y caída), que ni se dan ni son al margen de las cosas, porque justamente las cosas tienen lugar según esos modos, son comprendidos como elementos de una misma estructura, cuya unidad se nombra al final de la primera