Jorge Ayala Blanco

La disolvencia del cine mexicano


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servido como taco de carnitas, ya se ha mudado en codorniz refrigerada y está siendo aderezado como platillo de restaurante al finalizar el prólogo del film. Mutaciones materiales, mutaciones estridentes y mutaciones ociosas, al lado de mutaciones sarcásticas y mutaciones juveniles, en el transcurso de ese largo continuum con varias dimensiones donde se desenvolverá Un toke de roc, sin necesidad de diálogos ni otras explicaciones que el exposé roquero-visual de una banda, imágenes con canciones de rock.

      La resistencia al sacrificio de cuatro chavas es el único tema de este coto, hijín, así que aliviánate y gózalo. La chava principal, una muy expresiva Nancy Cravioto, irá mudándose de atuendo a lo largo de las abundantes peripecias del relato, desde el severo uniforme escolar hasta la guatemalteca sacola amarilla con camisa blanca, pasando por el suéter de terciopelo con jeans y tenis, y eso corresponde a evidentes mutaciones interiores, ¿vez? En rigor, la película misma muda de sentido y jolgorio al nivel de cada secuencia, de cada trozo musical / musicalizado, dentro de un desarrollo imitante, un desarrollo claramente situado en tres planos estructurales bien definidos. De hecho, la obra más exitosa en los anales del Super 8 mexicano (año y medio de funciones finisemanales en un ex profeso Foro Tlalpan convertido en catedral superochera) y la tardía culminación del indoblegable cineasta marginal García (La provocación, 1976; La venida del Papa, 1979; Una larga experiencia, 1982) suministra en realidad a su joven clientela, inadvertidamente o no, tres películas en una. La primera es el recuento de las vicisitudes de las cuatro chavas protagónicas; la segunda es una antológica rola fílmica del rock nacional, con varias partes en vivo y más coherente que el miserabilista y precozmente senil ¿Cómo ves? (Leduc, 1985), y la tercera es un documental fantástico sobre el df en los ochentas. Tres tokes distintos y un solo aliviane verdadero, como sigue.

      En el trazo de las cuatro anónimas y lunares protagonistas femeninas, cuyos diálogos debe y puede imaginarse el público juvenil, ipso facto identificado con ellas, predomina un deseo de anarquía profuso, confuso y difuso. Cansadas de que les acaricie impunemente la barbilla un lascivo director de coro religioso (el exsuperochero David Celestinos), dos de ellas, la vivaracha Nancy Cravioto y una tierna Sibila de Villa con trencitas, se han fugado por la noche de un internado, han despertado por la mañana acurrucadas bajo periódicos como cobijas en Chapultepec, se han desplazado por la megalópolis pidiendo aventones en la vía pública y se han despojado de sus oprimentes uniformes tras lavarse las caras en una fuente del Parque México.

      La tercera chava huida será Lupita Miranda, una linda hija de familia superfresa que, harta de la rutinaria incomunicación con sus padres rutinarios hasta en las comidas y de que le repriman sus daydreams con los Rolling Stones (inducidos por un walkman salvavidas), amplifica su pequeña rebeldía nocturna, toma su burrito de juguete, atasca de ropa un maletín de mano, sale de casa en puntillas, mientras sus progenitores se pasman viendo la tele, y amanece encogida en el kiosko morisco de Santa María la Ribera. Ya en libertad, orgullosa en una sudadera lila, no tarda en ser perseguida por un ratero con puñal, sufre hambre, se roba un pan de muerto y, de nuevo, se torna objeto de una corretiza.

      Acaso también prófuga, pero sería de un convento, la cuarta heroína será una anteojuda y autoirrisoria Gabriela Antinca, quien se vale del hábito de monja que siempre lleva puesto para llevarse descaradamente de Liverpool Perisur lustrosas prendas íntimas sin pagarlas, hace subversivas / gratuitas pintas callejeras con espray sin ser molestada, y salva a Lupita en su corretiza, subiéndola a su vocho madreado en un salvamento de último minuto. Juntas, levantan en la calle a las excolegialas Nancy y Sibila, que infructuosamente pedían aventón, y todas terminarán, felizazas y revueltas, en el cuarto de azotea de la monja impostora (?), sin importarles haber sido fichadas por la policía urbana y estar siendo buscadas por dos que tres perjudiciales: fin del primer acto.

      En el segundo acto, la inofensiva pero desmadrosa Banda de las Cuatro ya está integrada, vaga por la ciudad con alguna guitarra repleta de adornos, se defiende por instinto del habitual hostigamiento erótico a las mujeres, participa en tocadas callejeras y escapa con buena fortuna de apañones, aunque padece el desahucio del cuarto de servicio y el robo del vocho a Gabriela con todas sus pertenencias adentro. Ahora las cuatro recorren la urbe en patines, se instalan en una abandonada mansión pedregalense que acondicionan a su excéntrico gusto (colguijes en las paredes, pósters de Janis y la Venus de Botticelli al mismo nivel), hacen pantomina pública con la cara blanqueada, forjan en el reposo algún toquecín, roban fruta en los mercados o latería en las bodegas de Aurrerá y fatídicamente caen por fin en un par de emboscadas policiacas. Tres de las chavas son apañadas y se quedan un buen rato en prisión; sólo la sagaz Nancy logra llegar a su opulento refugio clandestino: fin del segundo acto.

      En el tercer acto, la sobresaltada Nancy ya no soporta la angustia de la soledad ni la impotencia al imaginar a sus amigas de seguro sujetas a bárbaras torturas: ahogadas en baldes de agua, asfixiadas con peñafieles, colgadas sobre tambos de mierda. En su triturada sensibilidad se entremezclan las penalidades de los sismos del 85 con su derrumbe íntimo. Entonces intentará suicidarse de varias ineficaces maneras: retacándose de pastas con tequila, ahorcándose en las tuberías de la azotea y lanzándose al vacío desde la cima de un edificio de apartamentos, pero en cada caso salvará milagrosamente la vida. Adoptada por una pareja de roqueros (Roberto Ponce y Nina Galindo), se irá recuperando poco a poco, hasta aprender a compartir con sus benefactores una gregaria existencia buena onda en el edénico vecindario roquero que los cobija: fin del tercer acto y todavía faltan los dos epílogos.

      En el primer epílogo, “Y esa noche”, las tres encarceladas logran escapar de sus celdas, pues ya lo agarraron de costumbrita. En el segundo epílogo, “Y luego entonces”, sin ponerse de acuerdo, las cuatro chavas coincidirán en el mismo reventón nocturno al aire libre y, de nuevo reunidas, se irán abrazadas en medio de la calle, despreocupadas y contentas, pues ya los tiras sabuesos han sido exterminados en un fallido ataque a la vecindad y ya han estallado suficientes juegos pirotécnicos.

      Hasta desembocar en esa conclusión desenfadada, mediante leves o toscas alusiones constantes se ha sostenido el clima vagamente anarquizante y enfáticamente persecutorio que se anunciaba desde el arranque. El liberacionismo femenimo más abrupto, aunque el más inexplicablemente sentido, encontrará en ese clima la expresión de su dificultad de ser popular. La mentalidad juvenil más elemental se creerá, por modestos pesitos y durante una hora cincuenta, dentro de un exclusivo gueto ad hoc, en poder de la denuncia lúdica contra el sistema represivo, en abstracto, y conjurando, por ansiada transferencia, los fantasmas de su propia solemnidad y moralismo social. Un toke de roc es el espejo de una paranoia anhelada. Después de hacer estallar, con simplismo inocente, la institución y sus núcleos cerrados (la familia, la educación formal, la religiosidad codificada), todo se permea con la misma paranoia y divaga a través de ella. Deliberada o no, la respuesta comercial a las fugas de Un toke de roc será Escápate conmigo (Cardona hijo, 1988) con Lucerito.

      El aliviane roquero contra los dinosaurios del Super 8. El realizador-instructor fílmico García, quien habría de enterrar “oficialmente” al movimiento superochero el 13 de octubre de 1989 mediante una exposición-performance-réquiem en su Foro Tlalpan (donde exhibió sus dos póstumas peliculitas en ese formato: la fantasía enanizada Betty Rock y el retrato-concierto Alejandro Lora, 20 años después), ha sido lo suficientemente hábil para romper con un espíritu puerilmente juguetón cualquier tragedia o sermón social en Un toke de roc. Incluso deja en arenas movedizas, entre sueño y realidad, las escenas de tortura. “Tengo que vagar y vagar y vagar / no tengo conciencia ni tengo edad” (El Tri). La intolerancia, la prohibición directa, la estigmatización y la marginalidad del fenómeno roquero en México, durante más de dos décadas, se deslizan en un film abierto y optimista, como un sentimiento informulado y subterráneo, vendido y diseminado, más allá de lamentaciones estériles (“Y las tocadas de rock / ya nos las quieren quitar”).

      En su segunda estructura alivianada, el film se asume como el único auténtico monólogo interior del rock. Para que la cuña transpuesta apriete debe ser del mismo palo visceral. Para que el menospreciado rock mexicano pueda funcionar como intencionalidad significativa, incorporarse como experiencia cotidiana e incluso revelarse como forma de vida, alrededor de veinte canciones de los grupos e intérpretes más conspicuos deben escalonarse al sencillo relato. Ellos y ellas lo interpretan,