Jorge Ayala Blanco

La disolvencia del cine mexicano


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obligada de repente a desmembrar su personalidad hipotéticamente graciosa en un mar de referencias ridículas, con el señuelo de algún gag eficaz o un nuevo chantaje sentimentalista. Va a dejarse proteger felinamente, como la Shirley Temple de El ídolo del regimiento (Ford, 1937), supeditada, adoptada, sin proponer remedio alguno para el desguance de la acción pura, aparte de ciertas persecuciones en autos chocones o corretizas a pie que dan lástima. Va a erigirse en D’Artagnan de esos Tres Mosqueteros lerdos, para quemar juntos sus manos extendidas sobre el humo de una fogatita (“Todos para uno y uno para todos”) y provocar el llorón arrepentimiento del padrino merolico de hojalata cuando pretenda transarlos según su costumbre (“En este maldito mundo no todo es amor”). Y para colmo, va a metamorfosearse en Tom Sawyer de estrechos pantalones y botitas de tacón alto, cuando descienda temblando al Cementerio del terror (R. Galindo hijo, 1984), para que su padrino saltimbanqui caiga dentro de una tumba profana (gag de vuelta atrás muy sorpresivo), para espantarse mutuamente con el terrible Chiquilín (Gerardo Zepeda) que sale despavorido, y para hacerla de ángel de la guarda del muchacho saltimbanqui recién rescatado de las agua superficiales. La apoteosis constante del film es una suma de ingenuidades insípidas e indefinidamente híbridas, apenas con suficiente brío para hacerle cosquillas a una mosca, y sin distancia para ninguna posmodernidad naíf, lo que ya significaría alguna conciencia o distancia (ver los cuentos de hadas adultos del alemán Thome: “Mis tres amantes” / “El filósofo”, 1988, y “Siete mujeres”, 1989).

      El discurso de la andanza pre-naíf gatea pomposamente de regreso, sin haber llegado a ninguna parte. De acuerdo con el análisis clásico de los mitos y las leyendas de aventuras que hacía Joseph Campbell en El héroe de las mil caras (1949), después del llamado, la partida, la iniciación, el camino de las pruebas y la apoteosis, al héroe aventurero le esperan la gracia última y el regreso. Misteriosamente, en su mitología lobotomizante como dádiva de Televisa y homenaje a Televisa elevada a categoría de Ciudad Esmeralda, Lucerito no se hará acreedora a ninguna gracia última. Por compasión e iluso espíritu de sacrificio ha cedido su sitial como Reina por un Día a una paralítica impostora, cuando ya los devotos padrinos le habían eliminado a una sexosa antecesora, mediante pastillas purgantes. Tampoco le nacerá quedarse en brazos de su enamorado Mijares, dotado de todos los signos de la seducción pero ninguna sustancia (“El rey de la noche”), sólo digno de ser desnudado diez veces por sus admiradoras, para certificar así su destino eterno de galán-bombón.

      Por otra parte, el regreso sí engendrará la euforia en los padrinos vagabundos al fin sedentarios, en el edén originario de la joven, ese ámbito para la beata expansión de sus virtudes felices y sus deseos cumplidos. Con muchos sesos repartirá el millonario espantapájaros su fortuna a manos llenas entre los huérfanos, con gran corazón el merolico de hojalata vuelto cocinero colectivo preparará sabrosas comidas para los pululantes desposeídos, y con tenaz valentía el saltimbanqui león cobarde jugará futbol como uno más de los niños recogidos. Pero el mismo regreso no aportará nada esencial a Lucerito. Cual enigma insatisfecho, ha desplazado a su infame tía en el rectorado del asilo-orfanato y observa con dulzura las mejoras de vida de los párvulos, pero súbitamente parte a caballo, como heroína de D. H. Lawrence, y se queda petrificada ante la sonrisa que le devuelve el saltimbanqui Sonrisa, también tomando compulsivamente el camino. El cuento de hadas pre-naíf concluye abruptamente en el umbral de una andanza que acaso valdría más la pena haber narrado, aunque la aventura sin ritual fijo permanece aquí inabordable.

      Tampoco hubo dicha imperecedera en el país de nunca jamás.

      La existencia canora

      Según nuestro poeta fundador Ramón López Velarde, a la cálida vida que transcurre canora, responde, en la embriaguez de la encantada hora, un encono de hormigas en mis venas voraces.

      Calidez, vida que transcurre, canto grato y melodioso de las aves, embriaguez, encantamiento, temporalidad cercada, insectos himenópteros cuyo encono simboliza al deseo sexual, corriente sanguínea, voracidad. Suena, nos suena.

      Y en las arterias escleróticas de nuestro cine popular, basado en primera intención sobre los mismos elementos, ¿el encono de cuáles bichos responde a la existencia canora?

      Primo tempo: El castísimo patriarca del burdel

      Según Sabor a mí (antes Cancionero, antes El último bohemio) de René Cardona hijo (1988), todo era apacible, conciliador y armónico en la vieja carretera México-Cuernavaca de los años sesenta nacionales. La cámara reumática del veterano fotógrafo José Ortiz Ramos acariciaba cual filamento solar al idílico arroyuelo que resonaba con los trompetazos introductorios de un modernizador bolero tardío, nuestro raudo automóvil fluidificado por la expectante canción devoraba la sierpe del camino, la entrañable parejita formada por el lúgubre compositor oaxaqueño Álvaro Carrillo (José José) y su madura esposa abnegada Ana María (Angélica Aragón) machacaba por enésima vez floridas frases de reconciliación (“Te acepté como eras”) tras reproche (“No puedes seguir con esa doble vida”), y hasta la radio del coche se unía efusiva al lugar común de la idealización biográfica, transmitiendo el primer homenaje de reconocimiento a nuestro héroe romántico por excelencia, pasado de moda pero en el “pináculo de la fama” en pleno 1969 (sin albures mediante).

      Sin embargo, acorralado por tan ambiguos mimos acústicos y conyugales, apabullado por el recuerdo de sus responsabilidades (“Piensa en nuestros cuatro hijos y el que viene en camino”), huyendo paranoicamente de su torturante afición por la mala vida y acaso rehusándose en el inconsciente a resolver in extremis su dicotomía existencial, el buen Alvarito sólo podía comportarse como un aguafiestas demencial. Pone cara de mustio, emite un desgarrador pujido y se estrella contra un camionzote estacionado en providencial curva. No podía desperdiciar la oportunidad de que la noticia de su muerte accidental se anunciara en el estudio Azul y Oro de la xew, ante todos sus intérpretes y amigos, reunidos para homenajearlo, pero de inmediato compungidos e inmóviles. No podía correr el riesgo de dejar sin trama edificante a su futura película con Sabor a mí, centrada dramáticamente en una indecisa, recurrente y tediosa oscilación entre el hogar sacrosanto y la bohemia adecentadamente sórdida. No podía perderse la ocasión de enmarcar el no-argumento de su existencia canora entre un prólogo de inminencia trágica y un epílogo de tragedia consumada, ambos consumidos en una hornacina carreteril de inextinguibles llamas, tan purificadoras de la Historia como las de cualquier aborto de epopeya obrera del cine echeverrista.

      Así, aunque resumida la vida en sólo dos flashbacks (uno de 1948 y otro de 1958, fechas cruciales en la trayectoria del biografiado), el punto ciego de la muerte y el encaminamiento hacia la muerte parecerán redimir, volver trascendente y volver definitiva cada irremediable nimiedad presentada y acumulada, como una serie de juicios celebrados en el más allá (“sabrá Dios”). Los aplausos de los concurrentes al homenaje / acto luctuoso, hasta con moqueo y paliacate lacrimoso, harán olvidar los bostezos del espectador fílmico (“No te vayas, no”), y la felicidad matrimonial, siempre decidida pero vuelta a perderse hasta la eternidad, será a un tiempo referencia obligada de toda una existencia canora y máxima aspiración del lúgubre biografiado de la doble vida, incomparable fuente de inspiración digna (“Se te olvida”) y única forma de armonización concebible (“La puerta se cerró detrás de ti”). Un desenfoque sobre el abotagado cuan afligido rostro de José José, encarnando con terror a un hipotético Álvaro Carrillo en trance de estrellarse para bien morir (“Ese”), y el relato puede comenzar (“La mentira”).

      Sabor a mí o sabor a nada. Cuando joven, dentro de los ya añosos patios de la militarizada escuela agraria de Chapingo, el botijoncito Álvaro se dedicaba a trasquilar a los compañeros de primer ingreso, durante la simpática novatada tradicional, antes de arrojarlos simpáticamente a la fuente; luego les llevaba de serenata la misma tonada de invención suya a sus novias (“Sé que tú me quieres, Celia / Ana María”), se hacía arrestar por salir de noche y se consolaba cachondeando estatuas con canciones melosas. Durante el asueto de fin de semana viajaba al df con sus cuates (Miguel Ángel Ferriz, Rafael Amador y otros babas), perdían hasta el último centavo jugando torpes volados con el taquero, gorreaban cafecitos en un velatorio del que eran corridos a gladiolazo