Jorge Ayala Blanco

La disolvencia del cine mexicano


Скачать книгу

crónicas biográficas del compositor, y que puede apreciarse en las incontables apariciones televisivas que le sobrevivieron, aquí se ha topado con las carnes del grandote simplón Leonardo Daniel, cuyo volumen de panza crece a lo bestia de escena en escena, incluso en cada cambio de plano, sin descanso y sin remedio, como una devastación adicional. Y ese aspecto jocundo del ídolo ha sido transferido al incontrolable comediante Jorge Ortiz de Pinedo, lleno de entusiasmo clasemediero y furor bufonesco, ya infaltable en las idénticas biografías de intérpretes / compositores en serie que financia el televiso Amador (¿Gavilán o paloma?, Mentiras de Baledón-Mariscal, 1987, Sabor a mí), nuevo Mantequilla alivianado que opaca la sangronería del héroe principal, verdadero actor-pulpo y héroe por subrogación, a base de improvisados retruécanos de dudosa gracia (“Mejor salimos los cuatro y formamos un cuartato” / “Dije que yo era cara-azteca, no karateca”).

      En tercer lugar se presenta la devastación de las progresiones cronológicas. No sólo nuestros acontecimientos se aglutinan careciendo en sí de relieve o tensión; también se ordenan negándose a cualquier progresión dramática, emotiva o simplemente orientada. Se suceden en el tiempo como por defecto, amontonan tiempos sin ton ni son. Numerosos errores de montaje, absurdos de construcción, desprecio total a la coherencia biográfica tanto como a la lógica elemental del espectador. El aparatoso José Alfredo se sienta a componer “Ella” junto a los pajaritos en jaula de un corredor provinciano / capitalino; luego sufre con toda su familia el desalojo brutal del lugar, pero en terceras y cuartas escenas lo veremos escribiendo canciones en el mismo corredor de antes y, por si fuera poco, ataviado de la misma antigua manera y dentro del mismo encuadre precedente, en espera de la repetición veinte escenas después, sin que nunca se altere la férrea cronología. El ubicuo José Alfredo apenas acaba de conocer a su Paloma y la ha agasajado con gladiolas en su cumpleaños, le ha cantado “Cuatro caminos” y se le ha lanzado (“Si me prometes no portarte como gavilán”) con miras a casarse (lo conseguirá en 1952, diez escenas después); pero de repente, en el ínterin, está dejando plantado a Pedro Vargas en su programa de tv (típico de fines de los cincuentas) y ya está cantando en un casorio “Declárame inocente” (la novedad por la cual se peleaban Lucha Villa y María Dolores Pradera a principios de los setentas), pero de inmediato telefonea al intemporal restaurante yucateco nada menos que Jorge Negrete (fallecido en 1951). Y los recién casados acuden al estreno de Ahí viene Martín Corona (Zacarías, 1951) y se acurrucan escuchando a Pedrito cantarle “Viejos amigos” a Sara Montiel porque las incoherencias cronológicas han subido de nivel y José Alfredo debe ir a ponerle los cuernos a su esposita en el contracampo de un escenario sobreexpuesto donde Tania Libertad reduce “Deja que salga la luna” a erizantes melifluidades, ya dentro de una disparidad de imágenes difuminadas que son propias de las videocintas. Texturas disparejas, empobrecedores sincretismos, saltos trasnochados, descuidos a la altura de las circunstancias de un cine masivo que ahoga lo popular a la vez que lo explota como un exaltado tema-pretexto.

      De las 400 canciones compuestas por José Alfredo, apenas 300 han sido grabadas hasta hoy y sólo 22, demasiadas, han tenido cabida en Pero sigo siendo el rey, sin distingo, al mismo nivel, sean valses rancheros, canciones bravias, huapangos lentos, baladas románticas, boleros tardíos o corridos regionales, a veces ilustradas con imaginación televisivamente onírica a lo “Noches mexicanas” (ese huapangazo jarocho en una campiña inmovilizada hasta volverse escenográfica), a veces insertas como vil playback que no alcanzó imagen (“Paloma querida” en voz de Negrete, “Un mundo raro” en voz de Julio Iglesias pero bipartida en dos inoportunos momentos). Llegó borracho el borracho que guió el armado de la película y nadie prohibió la sesión de canciones-amiba.

      En cuarto lugar se logra la devastación de las pasiones excluidas. Despojado de sustancia humana y representatividad social, el infeliz José Alfredo aparece confinado en su propia piel, forzadamente adiposa, como la de un pugilista que no da el peso elevado, cual Robert de Niro en Raging Bull (Scorsese, 1980) al derecho y al revés. Pero, aun así, el cantor de la triste agonía de estar tan caído y volver a caer, del yo sin tus besos me arranco el alma, del ando con otra y por ti suspiro, del quise matarme por tu cariño y del mi vida se perdía en un abismo; el inconsolable aullador del abandono y el rencor amoroso debía ser visto por lo menos en una secuencia embriagándose ante una barra de cantina y separándose, aunque sólo fuera a medias, de la sufrida esposa que, según el film, siempre lo esperaba con brazos anhelantes para reorganizarle su desordenada vida y jamás se arredraba ante las rivales que pistola en mano irrumpían dentro del nido legítimo (“Fuiste sólo una cobija con la que él se tapó, sucia”).

      Así pues, en Pero sigo siendo el rey todas las copas empinadas son una sola, todas las cantinuchas frecuentadas son la misma esporádicamente atisbada, y todas las mujeres en la vida extramarital de José Alfredo se resumen en dos, tipas sintéticas, hembras proteicas. La primera, particularmente desagradable, es una ruca lagartona de turbante llamada Isabel (Sonia Infante), que lo acosa en un autobús de gira artística y lo encama sólo el tiempo suficiente para que él le componga, en la banda sonora, “Amanecí en tus brazos”, bajo una cabecera de flamígeros resplandores, tan explosivos como la repentina revelación de que ya han procreado hijos cuando aún estaban definiendo su situación amatoria, y momentos antes de que la nefasta mujerona certifique con intimidatorios balazos al aire su precipitada ruptura con el tembeleque compositor. La segunda mujer, particularmente explotadora, es la joven y bella bailarina llamada Florinda (Lina Santos), de cuerpo perfecto, gesto dulce y fingido acento texano, para componer una obvia y alevosa traslación de la cantante dieciseisañera Alicia Juárez, la última compañera de un José Alfredo 27 años mayor; ella se encargará de darle la puntilla al atormentado cantautor en prematura decandencia, de escupirle vejaciones en plena faz (“Tus enfermedades y tus achaques, fucking shit”) y de devolverlo como material de desecho otra vez al redil, a la esposa y sus hijitos (“Quisiera estar siempre junto a ustedes”), para hacerlo morir al estilo de Álvaro Carrillo de Sabor a mí, también en olor de santidad familiarista y componiendo canciones testamento: “El rey”, cuya letra triunfalmente machista da nombre a la cinta (“No tengo trono ni reino / pero sigo siendo el rey”) y una acción de gracias a la vida que es su propia parodia (“Si tuviera con qué / me compraría otros dos corazones”).

      En quinta y última instancia actúa la devastación de la personalidad supeditada. La impresión de achicamiento del héroe y su derrota serán inevitables. Tal parece que el único acto voluntario, libre y espontáneo de José Alfredo en toda su vida fue llevarle una margarita con un solo pétalo a su noviecita santa Paloma en la iglesia (“Ya la consulté”). Lo demás corresponde a un pobre tipo al que primero sus cuates y luego todo mundo embarca, empuja, manipula, coarta, chantajea, aconseja (que cuide a su familia, como le propone Aída Cuevas), aleja del trago invisible, le exige separación o divorcio, e impulsa a aceptar la muerte (“Al fin que nunca se muere uno antes de que se muere”).

      Al final, la existencia superalienada del ídolo popular se redondea: ni siquiera su muerte podrá ser la suya. El que muere es otro individuo. A él, un no-individuo, la banda sonora lo deja cantando en la oquedad y la imagen retrotrae la figura del niño con palomita que le daba la mano a una amiguita trenzuda, para irse a posar juntos ante el ocaso de la nada existencial vuelta premonición y ciclo cancelado.

      El horror chafito

      El horror chafito se conforma con ser eco de otros ecos del terror. Supresiones, derivaciones, desvíos, decepciones, repeticiones, reducciones al absurdo de los verosímiles del cine fantástico. De estos elementos está conformado el discurso de películas como Vacaciones de terror (1988), tercer largometraje en menos de un año del debutante de la tercera generación / degeneración de nuestro churrismo industrial René Cardona III (Las borrachas, 1988; El día de las sirvientas, 1988).

      Supresiones: Vacaciones de terror suprime la brutalidad sadomasoquista, los chisguetes de sangre humana y el canibalismo de la carroña que se han vuelto de rigor en el estandarizado gore film de los ochentas, tanto en el cine del primer mundo como en las versiones del segundo y tercer inmundos.

      Derivaciones: Vacaciones de terror deriva sus sobresaltos de una sola situación. Cierta muñeca diabólica produce catástrofes entre un reducido grupo humano. Una sola situación que es