Jorge Ayala Blanco

La disolvencia del cine mexicano


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más envidiables que nadie, ni los enviados del diablo, debe dejar de soportar. El matrimonio casto disfruta viendo crecer a sus hijos y sufriendo muy unido en la clínica abortiva, el padre acuesta a su niñita con un tranquilizante sermón ultrasexista que la enseña a diferenciarse de sus hermanitos (“Ellos son hombres y tú eres mujercita: por eso deben dormir en piezas separadas”), los niños peleoneros terminan durmiendo abrazaditos como serafines y la pareja de fresísimos novios brinda con champaña importada por sus éxitos profesionales y se arroba adivinando los nombres de las estrellas en el cielo. Por eso, los instantes de zozobra sobrenatural serán esenciales, durante esas Vacaciones de terror, para no darle vacaciones al conformismo, agilizar la dinámica integradora del núcleo y fortalecer los vínculos familiares. Desde su lecho de llorosa abortada, la madre está viendo, a distancia, el inminente peligro que corren sus lindos engendros en la casa siniestra, y cuando todo haya concluido, la ansiosa Paulina se lanzará, por supuesto, a abrazar al galán casadero, que ya se había salvado de morir abrasado.

      El horror chafito crea su propio código genérico al capricho de su saqueo tanto cinematográfico como televisivo. Sería un grave error de interpretación y miopía limitarse a remitir estas Vacaciones de terror tan candidas sólo a un marco de referencias formado por las casas embrujadas que visitan algunos desaparecidos revanchistas, tipo Satanic / Amityville Horror (Rosenberg, 1979) y por la orgía de gangrenas instantáneas y desmembramientos in vitro del gore film ya decapitado por el horror cómico de los Gremlins. Aunque parezca exageración o sarcasmo, el joven Cardona III reproduce genuinos climas postelenoveleros con mayor fluidez y coherencia que la carrera de relevos ineptos del programa Hora marcada del Canal 2 (1989-1990), mediante recursos netamente cinematográficos, y no al contrario (climas poscinematográfieos mediante recursos netamente telenoveleros, o algo así).

      En los mejores momentos de Vacaciones de terror, basta con que la cámara del dócil fotógrafo Luis Medina gire sobre las ramas espectrales de un árbol, desenfoque las telarañas que cubren unas flores petrificadas, introduzca por corte directo visiones subjetivas de los héroes víctimas del espanto o mantenga en escorzo un tronco parcialmente iluminado, para obtener las sensaciones de malestar y el suspenso deseados. Sin embargo, la ficción ingenua se empieza a llenar con Extraños Retornos (¿de Diana Salazar?) y de Maleficios, sin la presencia grotesca del gerontogalán Ernesto Alonso y sus pactos diabólicos, cosa que se agradece.

      Esa maison hantée será ante todo el ámbito propicio donde cobrará nueva vida la mujer sacrificada por la Inquisición. Allí funda su Ley una continuidad irreversible (“No hay poderes sobre la tierra que puedan destruirme”). Allí transgrede la normalidad un afán de aniquilamiento vengador sin finalidad determinada. Allí lo ininteligible folletinesco se torna fundamental. Impera ya el Maleficio, cada secuencia es una nueva manifestación o una persistente reconversión de pequeños maleficios incesantes. Del eco del terror a la vida de los maleficios, y de la vida de los maleficios al abismo en un vaso de agua. Las coincidencias resultan sorprendentes si equiparamos Vacaciones de terror con Los enviados del infierno / El maleficio 2 (Araiza, 1985), la enfática y repudiada película que quiso perpetuar la telenovela-evento de 1984.

      Los efectos especiales pertenecen al mismo repertorio y se utilizan con análogos propósitos de impacto narrativo. Los cuadros sangran en ambas cintas. El zalamero Pedrito Fernández vuela por los aires maléficos, como antes lo hizo el entrometido Alejandro Camacho, antes de salir defenestrado desde un torreón. Las incontables desgracias y anomalías de Vacaciones de terror son producto de los close ups a una pálida muñeca de labios rojos con móviles ojos celestes, como antes lo fueron por los close ups a la llama en los ojos del tétrico De Martino (Ernesto Alonso) o a la de su rencarnación satánica en un pérfido sucesor imberbe (Armandito Araiza). Y así sucesivamente. Residuo y apostilla de la imaginación ultracodificada, Vacaciones de terror es en realidad una película que se ha hecho sola. Lo único que ha debido hacer su director incipiente Cardona III es dejar flotar los signos maléficos de la comunicación, “no agotar los signos sobre la marcha, sino esperar el momento en que se respondan unos a otros, creando una coyuntura completamente particular del vértigo y del hundimiento”, como en la rutina del seductor que describe Baudrillard (De la seducción).

      Por último, el discurso del horror chafito se sostiene sobre la nostalgia de un destino más cruel, al que se le ha vedado todo acceso. Es el contraste ansiado por la idealizada sociedad insider. Desde la pesadilla de la ñoñez, armónica y el suave familiarismo tiránico, se exigen la vacuna y los exorcismos purificadores, pero también se añora lo outsider, la irracionalidad, el yo desintegrado, lo anómalo, el trastorno de los sentidos y los valores convulsivos, aunque sea a través de ecos terroríficos. Es la contrapartida que medra en el interior de los núcleos inocuos; por eso, sin la presencia de los niños, no existirían estos nuevos regímenes del horror. Niñita sin mayor encanto, que berreaba porque sus hermanitos le quitaban su muñeca en la opulenta casa paterna y expresaba ante la primota su tierna repulsión hacia el sexo opuesto ante una fotografía del novio Pedrito (“Uy, tiene cara de menso”), la pequeña Gaby de Vacaciones de terror está predestinada a convertirse en una repentina chicuela pérfida y posesiva con respecto a la muñeca recién encontrada. Un monstruo moral y un embrión precozmente mortífero, sin remordimientos, en la línea perversa del clásico jamesiano Posesión satánica (Clayton, 1961) y nuestro doméstico Veneno para las hadas (Taboada, 1984), pero menos involuntariamente manipulada.

      Con percepción disponible y vacante, sólo ella ve a la bruja atada al árbol fantasmal y sólo ella sueña con la quema de hechiceras. Cuando sostenga a la horripilante muñeca en sus brazos, se volverá implacable hasta el sadismo, será el vocero devastador de su amiga imaginaria, aplaudirá el pavoroso descuartizamiento de sus otras muñecas (en la mejor escena del film) y acabará extendiendo su maleficio, contagiándoselo a sus hermanitos. Perfecta fratricida (de un feto) y parricida entusiasta, se deja guiar por una ética trascendente: la del deseo y el placer destructores. Su gelidez será bienvenida, tanto como sus acciones ocultas y la herencia que deje en la casa, pues otra niña diabólica recuperará la muñeca maldita en el remate del film, cuando otra anónima familia feliz rente la casa desechable: su alter eco.

      O acaso, las Vacaciones de terror sólo han ocurrido en la mente de una niña predispuesta y en pulsiones anhelantes de sus crédulos espectadores.

      La pobreza millonaria

      Cuando la chaparra Vero cruza con ímpetu y presteza el inclemente invierno capitalino sobre una motocicleta roja de aerodinámico diseño, ni los charcos que atropella se atreven a salpicarla, ni las gotas de lluvia a raudales la tocan, ni la catedral mortecina al fondo puede intimidar con su opacada grandeza centenaria a la heroína. Con estetizante fotografía del exuniversitario Arturo de la Rosa (Crónica de familia, 1986, y Goitia, un dios para sí mismo, 1989, de López Rivera), la secuencia inicial de Dios se lo pague de Raúl Araiza (1989) es demasiado perfecta en su agilidad interna y su significado, obviamente insostenibles al nivel del futuro discurso fílmico. Pero, por lo pronto, una máquina deseada / deseante se transporta sobre otra codiciable máquina. Es una asombrosa conexión maquínica, como si la máquina Castro estuviera emitiéndose a sí misma contra un relegado escenario magnífico, propulsada por sus propias pulsiones, conectadas a otra máquina que la evidencia como tal.

      Gracias a sus dotes como desinhibida animadora maratónica por tv (Mala noche no, Aquí está) y al éxito nacional / internacional de sus telenovelas (Rosa salvaje, Mi pequeña soledad), la agradable pero eterna aspirante a actriz ojiazul Verónica Castro (La fuerza inútil de Taboada, 1970; Mi mesera de Zeceña Diéguez, 1972; Chiquita pero picosa de Pastor, 1986) se convirtió de la noche a la mañana, hacia el final de los ochentas mexicano, en un insólito boom individual (y con pareja), en un objeto carismático de culto masivo, en un poderoso imán romperatings y rompetaquillas, en la máquina más deseada por la maquinaria deseante de los más vastos auditorios nacionales. Dentro del vértigo abateperspectivas de esa imagen-crisálida en movimiento al principio del noveno largometraje de un otrora pretencioso Araiza (Cascabel, 1976; En la trampa, 1978; Lagunilla mi barrio, 1980; El rey de la vecindad, 1984; Camaroneros, 1987), la Vero aún no tiene identidad ficcional; es mito puro, figura autónoma, alada sensación, esfinge sin secreto, velocidad insensata, bólido carente de órganos, derroche vacuo, un