Jorge Ayala Blanco

La disolvencia del cine mexicano


Скачать книгу

Pedro Infante (en El gavilán pollero de González, 1950) entonando otro de sus éxitos del momento (“Ella”), acaso el más perdurable de su vida creativa, entre la euforia etílica y el desgarramiento amoroso.

      Sin embargo, para fines facilistas de idealización escamoteadora de verdades y esencias personales, siguiendo la línea autocensurada de un no-argumento redactado por Paloma Jiménez y “musicalizado” por José Alfredo Jiménez hijo (vástagos legítimos del ídolo popular vueltos custodios de la virginidad de su memoria), el film biográfico pone su énfasis en los alegres años de apremio y humilde ambición del aún desconocido inmigrante rural José Alfredo. Como si nunca hubiese sido un precoz patriarca del tequilazo arrastrado. Como si la experiencia de las mocedades hubiera sido la más intensa, la única decisiva en su obra, y se hubiese prolongado de mil modos (en mentalidad pobrediablesca, en espíritu de penuria estancada, en proyectable sensiblería, en falta de recursos morales normales) durante el resto de su vida, tan pública, escandalosa y notoria, hasta morir, estragado en lo físico, deshecho en la intimidad y náufrago en lo familiar, a los 47 años, como cualquier viejo prematuro.

      Así pues, tras una breve y desangelada visualización westerniana del corrido “El jinete” en el mejor estilo publicitario de Marlboro (cielo entre árboles, rocas escarpadas, vaquero a caballo), el destino de José Alfredo empieza a cambiar su suerte, para destrozarle toditita su alma, pero todavía es pura euforia abstemia. Como premonición a la gratitud que guardará hacia su patrocinadora esposa Paloma, cuyos ojos divinos cambiaron sus penas por dicha y placer, una Paloma Herida es cobijada entre las manos de un José Alfredo-niño pastorcito (Ricky Luis) en el valle dorado de su infancia, pese al reproche materno (“Deja esa paloma en paz, ella misma se va a curar”), y acto seguido, con sombrero huichol, morral y burrito cargado de huacales modelo Jueves de Corpus, el niño idílico aún no etílico corre a regalarle a su trenzuda amiga rancherita (Erika Magnus) unas botas que llevaba a vender. Como culminación de la niñez prometedora, con entereza de El padre Molos en película de estático santoral laico en éxtasis (Contreras Torres, 1942), el infante José Alfredo garrapateará tenaz su primera canción, ante la sorpresa de su madre eternamente fruncida (Norma Herrera), a lápiz, sobre huacales a guisa de mesa e iluminado por el pálido frenesí de una vela (“Voy a ser compositor y mis canciones van a triunfar”).

      Años después, con desconcertada seguridad que no le impide pararse muy bragado a proferir su más retadora composición de analfabeta funcional y querendón (“No sé ni escribir mi nombre / soy hijo de Pedro el herrero”), un traqueteado José Alfredo adolescente (Leonardo Daniel de ahora en adelante) se hará tocar la campana a media canción por el juez encapuchado en el programa La hora del aficionado de la xew, aunque proteste agresivamente la porra de sus cuates peladones y le aplauda la Paloma Gálvez de su porvenir (Lourdes Munguía), influyente funcionaria de la burocracia cancionera, llegada de incógnito al estudio radiofónico. Ya a sabiendas de que con el tiempo me adorarías, el anecdotario puede continuar, regocijante hasta lo despiadado.

      Mientras Jorge el Panucho-hijo del patrón (Jorge Ortiz de Pinedo) se jacta de que su guitarra se hizo salvaje (“Tuvo que irse al Monte de Piedad”) y le vierte un puchero caliente sobre la testa a cierto cliente que ha resultado ser el juez que descalificó a su amigo, un apabullado José Alfredo atiende con resignación la caja en la fonda de comida yucateca y elabora cuentas fantasmas para cubrir el consumo de los cuates muertos de hambre que integrarán poco después su legendario Trío Los Rebeldes. Sin soltar el ritmo de astracán y la gracejada mauriciogarcesca (que eran las especialidades de Cardona hijo en los setentas), un atrabancadazo José Alfredo ingresa como portero suplente al club deportivo Marte de primera división, lo cual no impedirá que, de buenas a primeras, la güereja novia fresota Laura (Edith González) le dé tremendo cortón, sin importarle los desfiguros rogones del macho (“Si yo nunca te he prohibido nada”). Tampoco impedirá que nuestro modestísimo héroe riña por nimiedades con su hermano Nacho (Humberto Herrera) a la hora del almuerzo y luego se postule para cantinflesco Maromero correlón avant la lettre, boxeando en una pelea de película que resulta de a devis (“Recuerde que usted es Campeón sin corona”), por la cochina necesidad de dinero. Pero, de todas maneras, la familia Jiménez será desahuciada de su domicilio a manos de un casero roñoso con catadura y corazón granguiñolescos de villano de Abel Quezada (Wally Barrón).

      Y el anecdotario de chistosadas se ha puesto a llorar de angustia por perseguir prematuramente la fama reacia, así José Alfredo y sus Rebeldes hayan ya organizado su conjunto (“El que se raje que chifle a su madre”), en el despeñadero de una seudobohemia pinche y vagamente pintoresca, pero imparable. En bola, de a montón y por error, le llevarán serenata a unas sirvientas en crisis de risa perpetua para merecer el escarnio clasista (“¿Por qué sólo salen las gatas? ¿Me vieron cara de perro?”), la harán de extras calzonudos en el hilarante rodaje de un penoso Cinco de Mayo fílmico (acaso Mexicanos al grito de guerra de Gálvez y Fuentes, 1943), se empaparán a manguerazos, se retratarán con promocionales trajes de mariachi ajenos aunque le cueste la chamba a un pobre tintorero por negro muy burlable (José Zamora Zamorita), llevarán Mañanitas tapadas, les tirarán a la basura su primer acetato recién grabado (en la mera recepción de la xew), los humillarán al fungir como animadores mariacheros en una boda catrina (“Déjenlos, no se le pega al perro cuando está amarrado”), los encuerarán en un asalto por desquite celoso, los encarcelarán por “jotos exhibicionistas” y así sucesivamente.

      En segundo término sobreviene la devastación de las incongruencias festivas. Sobre la base de esa bohemia en penuria, descrita como una suma de chiquillerías incoherentes o inofensivas calaveradas estudiantiles (cf. Sabor a mí), habrá de construirse todo el edificio ficcional del relato. ¿De modo que esa disneyana vida infantil del rancherito huérfano de padre al estilo El pequeño proscrito (Gavaldón-Langsburgh, 1953) era la embocadura del “abismo profundo y negro como mi suerte”? ¿Así que esa rubita desabrida como cartón baboso y esas traviesas aventurillas para el lucimiento de la maquinaria ñoñificadora de los cuates (el ganón Ortiz de Pinedo a la cabeza) representan “el negro camino donde me encontraste como un peregrino sin rumbo ni fe”? En busca de la inspiración beodamente apasionada y apasionadamente beoda hasta el desespero, tan característica del genuino José Alfredo, ¿habrá que remitirse hasta Que me vaya bonito, la miserable biografía no tan velada que Alejandro Galindo filmó en 1977, cuatro años después del fallecimiento del compositor, con David Reynoso como imperdonable injuria en el papel central?

      Hoy el destino del cantautor lleva otro rumbo fílmico, su corazón se quedó muy lejos. Se quedó en un anecdotario anodino que jamás llega a conceder mínima densidad a una estructura dramática sin definición. Pero sigo siendo el rey no es ni recuento evocador, ni melodrama lacrimógeno, ni memento-sinfinolo, ni apólogo alcohólico-mujeriego, ni borrosa novela de crecimiento hacia la decadencia y la nada, ni reportaje entomológico para revista de espectáculos y chismes faranduleros, ni tragedia ejemplar, ni drama distanciado de su propia distancia desinfectada, ni cualquier cosa conocida o articulada.

      El corazón de José Alfredo se quedó en un colorido marasmo gritoneado, supuestamente folclórico y entrañable. Se quedó en una gesticulación caricaturesca cuyo poder evocativo no podría igualar siquiera la aparición real de José Alfredo en los pésimos productos del cine nacional donde intervino en los cincuentas y sesentas, con más pena que gloria, desde el bit hasta el rol estelar y la paulatina desaparición. El auténtico José Alfredo en fugaces participaciones musicales (de Los aventureros de Méndez, 1954, a Ferias de México de Portillo, 1958), en sus cuatro conmovedores papeles secundarios (de El hombre del alazán de González, 1955, a Me cansé de rogarle de Gómez Muriel, 1964, pasando por La sonrisa de los pobres de Baledón, 1963, y Escuela para solteras de Zacarías, 1964) y en sus tres torpísimos estelares absolutos: como el galán cantante que se tocaba él solo la campana en La hora del aficionado para ameritar quedarse con Lola Beltrán en Camino de Guanajuato (Baledón, 1955); como un profesor de piano sospechoso de ser el justiciero enmascarado en Guitarras de medianoche (Baledón, 1957), y como un gregario huésped de pensión de artistas que oscilaba jocosamente entre el cabaret y el teatro Tívoli en Cada quién su música (De la Serna, 1958).

      Las incongruencias festivas son, pues, de tono narrativo, de género fílmico y de contraste con las lágrimas