Jorge Ayala Blanco

La disolvencia del cine mexicano


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muñeco diabólico (Holland, 1988), aunque con muy inferior producción y desarrollo más convencional en el caso del film nacional. Una sola situación que jamás se renueva, como si la película derivara también de sí misma. De vacaciones con su familia en una solitaria casa de campo, la pequeña Gaby (Gianella Hassel Kus) halla una vieja muñeca y se encariña con ella; de pronto empiezan a sucederle anomalías y desgracias a todos los miembros de la familia, hasta que la primota mayor Paulina (Gabriela Hassel) consigue arrojar a las llamas al perverso juguete que causaba los disturbios y la normalidad parece restablecerse. De lo incomprensible y la maléfica irracionalidad de los ataques gratuitos, que nunca se sabe cuándo, en qué punto y cómo pararán, ni su objetivo último, deriva el interés de la acción y sus acentos.

      Desvíos: Vacaciones de terror desvía su voracidad de impactos hacia una cadena de sorpresas animistas. Aparecen bestezuelas fuera de lugar: unas víboras súbitas se descuelgan en interiores, ratas coronan la carne agusanada dentro del refrigerador. Algunos objetos cobran amenazante vida: un rústico talismán centenario refulge al emitir luces azules o amarillas, los cuchillos vuelan para clavarse por voluntad propia en extremidades humanas, el espejo se traga al joven protagonista y sólo al final lo expele, los huevos estallan sobre un plato en frío, la luz eléctrica se va y regresa sin apenas convocarla, la vajilla da origen a un sinfín de proyectiles peligrosos, el candil se desploma sin motivo eficiente, los sillones tienden trampas al paso, los juguetes electrónicos se accionan de manera autónoma y se organizan en desfile, un cochecito movido por manos infantiles junto a la chimenea gobierna por control remoto al automóvil del padre que se accidenta en la carretera, un camión de redilas sin conductor persigue una inopinada presa humana, lámparas y estatuas disponen un show de estallamientos y la cerradura de la puerta principal se pone al rojo vivo para que lenguas de fuego penetren por las ventanas.

      Decepciones: Vacaciones de terror decepciona con su horror rosa al gusto por la nota malsana, a la manía de los efectos especiales repugnantes y al sembradío de muertes por doquier. Nadie muere, salvo la bruja maldita que ha sido quemada viva en el prólogo “de época”, y un feto avanzado que aborta dentro de la panza de mamá, convertida materialmente en bolsa de agua, cuando la mujer quería arrebatarle la muñeca diabólica a su hijita.

      Repeticiones, apagadas repeticiones al infinito: Vacaciones de terror repite hasta la saciedad el inquietante gag de los vegetales y las inoportunas cosas que sangran. El retorcido árbol de la ancestral inmolación brujeril sangra al golpe del hacha abandonada, las parejas sangran bajo los latigazos electroacústicos de la trabajadísima música de Eugenio Castillo.

      Reducciones al absurdo, reducciones al absurdo de otros absurdos del cine fantástico: Vacaciones de terror retuerce el absurdo de una imagen encristalada que debe ser intimidante a priori, el absurdo de un fuego purificador que nada logra purificar, y el absurdo de una casa embrujada que le cae encima varias veces al ileso héroe juvenil y, al final, otra vez llena de polvo, sigue en pie, para ser vencida y seguir jugando al eterno retorno de los ecos del terror.

      El horror chafito despliega un horizonte hormiga de posibilidades prestigiosas para no mirar de frente a su mediocridad. No le queda de otra. Es un nuevo cine de horror mexicano, que ha surgido a partir de dos imposibilidades: imposibilidad de recrear el pasado nacional del género, imposibilidad de estar a la altura de las spielbergianas exigencias de la competencia. Por un lado, se desentiende de los escasos pero valiosos aciertos mexicanos que lo precedieron: las historias de espantos decimonónicos (El fantasma del convento de De Fuentes, 1934; El misterio del rostro pálido de Bustillo Oro, 1935), la aclimatación de mitos clásicos (Retorno a la juventud de Bustillo Oro, 1953; El vampiro de Méndez, 1957), la eclosión de las parodias delirantes (Santo contra las mujeres vampiro de Corona Blake, 1962, a la cabeza) y las estoicas experiencias de la originalidad imaginativa (Taboada, guiones de Miret). De todo ello se hace simplemente borrón y cuenta nueva.

      Por otro lado, el horror chafito surge desmembrado entre los regios alucines de la fábrica Spielberg (Gremlins de Dante, 1984, como faro inalcanzable) y los peores excesos splatter del gore film, con chisporroteos de vísceras y miembros mutilados. Pero también nace acomplejado ante la perfección adulta, autoconsciente y profunda del cine de horror en la esplendidez de su mejor década, con un expandido universo que ya incluye el romanticismo exaltado de los contagios vampíricos de Cuando cae la oscuridad (Bigelow, 1987), el modélico satanismo vudú de Los creyentes (Schlesinger, 1987) y su racionalización desmitificadora en La serpiente y el arcoiris (Craven, 1988), la cerebralista pobredumbre de Puerta al infierno (Baker, 1987), la devastadora ironía de Los muchachos perdidos (Schumacher, 1987), la impregnación belicista del Depredador (McTiernan, 1987), la esquizofrenia posmoderna de El despertar del diablo 1 y 2 (Raimi, 1982 / 1987) y el grotesque con mórbidos escalofríos de Resurrección satánica (Gordon, 1985), para no mencionar los perversos vasos comunicantes entre sueño y vigilia a lo Borges que establecen las numerosas Pesadillas en la calle del infierno (Craven, 1985; Sholder, 1985; Russell, 1987; Harlin, 1988) y las enormes garras del inmortal desharrapado onírico Freddy.

      Así pues, mal situado, con ineluctable tara de concepción y ejecución, sólo puede quedarse a medio camino entre las tremendas explicitaciones del gore film vuelto fórmula y una regresión casi amateur al cine de sustos. Evidencias sin misterio y previsibles hasta para un espectador de cuatro años. Las vastas propuestas y los efectismos visuales del gran cine de horror contemporáneo se enrarecen, se disipan, se desgastan y empequeñecen hasta límites insospechados. Precedida por la superchería pueblerina del nahual asesino de Cazador de demonios (G. de Anda, 1983) y por la bestial degollina de adolescentes aficionados a la misa negra de Cementerio de terror (G. de Anda, 1984), Vacaciones de terror ilustra inmejorablemente los enunciados anteriores, desde la vertiente rosa del humor chafito. Con enorme éxito prefabricado mediante un intensivo bombardeo de espots televisivos, es una diminuta película cuya elemental fuerza terrorífica está de antemano exprimida y asimilada.

      El horror chafito parece tentado por regresar a la inercia de una inocencia embrionaria. En rigor, Vacaciones de terror está concebida y desarrollada con el desarmante entusiasmo, el tono de divertimento ínfimo y la mentalidad miméticamente pueril que se convocaban en torno a la figura de su coguionista realizador René Cardona III cuando utilizaba el seudónimo de Al Coster, para protagonizar, sin demasiada gracia ni encanto, alguna ingenua película senil de su abuelo René Cardona padre (Un pirata de doce años, 1971) o para acaparar en tierras cálidas la zoología semimaginaria de su progenitor René Cardona hijo (Zindy, el niño de los pantanos, 1972). Pero ahora, gracias a un financiamiento tripartita de Televicine, de la dinastía de los Galindo y propia, la seducción hereditaria de la inocencia se ha convertido en un estado sonámbulo de horror rosa, una pasión soberana en dudoso abismo, una pérdida ciega en lo demasiado conocido. Todo queda en familia.

      Luego entonces, no es por azar ni por usurpación que todos los personajes de Vacaciones de terror pertenezcan a ese tipo primario de núcleo social con unidad magnífica gracias al cine. Una familia feliz y armónica, compuesta por el sonriente papá arquitecto Fernando (Julio Alemán), la sonriente mamá de nuevo preñada Lorena (Nuria Bages), la niñita Gaby con precoz sonrisa demoniaca, los sonrientes gemelitos pequeñines Javiercito y Carlitos (Ernesto East y Carlos East jr.), la sonriente sobrinota rubia Paulina y su sonriente novio histrión Julio (Pedrito Fernández). Erase una familia modelo de insiders que se fue de fin de semana a una casona de campo acabada de heredar y allí vivió dos noches de pesadilla, por haber rescatado, de un pozo-cueva tapiada, cierta muñeca que había pertenecido, hace siglos, a una guapa hechicera de gritos histéricos (Andaluz Russel), quemada viva en blanco y negro por un inquisidor con talismán de protección (Carlos East), al frente de un pueblo enardecido de cinco sombrerudos. Afortunadamente, el infalible collar-talismán del inquisidor ha sobrevivido también al tiempo y, desde la primera escena, ha sido adquirido por el simpático novio Julio, en la escalera de una pirámide precortesiana, a un ladino guía gordazo (Al Coster redivivo) que prefiere un walkman en vez de veinte mil pesos (“La cajita mágica donde se escuchan los pájaros y el ruido de los tambores”), antes de alejarse bailando como buen salvaje mexica.

      Tan retrógradamente familiarista como Cada hijo una cruz (B. Oro, 1957) o El secreto de Romelia (B. Cortés, 1988), la buena salud de los valores más conformistas se reafirma en Vacaciones de terror a cada tercer frase,