Jorge Ayala Blanco

La disolvencia del cine mexicano


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su territorio, transita por sus dominios en el estado en que estén (pluviosos, cenicientos), a través del corazón histórico / religioso / gubernamentel del país (el Zócalo), sobre una deseable máquina motorizada. Imposible extirparla del conjunto dinámico. Acorazada en su cuerpo-sin-cuerpo por una inmensa bufanda tejida, un gorrito de estambre calado hasta las cejas, una gabardina larga y botas altas que preservan las piernas, sólo su encantadora sonrisa de alegre entusiasmo significa algo; la máquina omnívora corre a bordo de su máquina utilitaria en pos de incógnitos pero irrefrenables deseos. Y desde El antiedipo. Capitalismo y esquizofrenia de Deleuze-Guattari sabemos que “las máquinas deseantes constituyen la vida no edípica del inconsciente” y que las define “su poder de conexión hasta el infinito, en todos sentidos y en todas direcciones”. Sin embargo, programada por el aburrimiento sobre receta del emporio televisivo y encargada al nada imaginativo yes-man Araiza, Dios se lo pague parece tener como función primordial y única ir desconectando, coartando, reprimiendo, edipizando, desviando, domesticando, concientizando y frustrando tanto la maquinaria deseante del espectador (¿la mediocre es el mensaje?) como la de esa Verónica Castro condenada a devenir outsider rosa.

      El desastre comienza desde la segunda secuencia, y jamás se recuperará la libre movilidad (física, simbólica) del arranque. Por obra y magia del corte directo, la Vero se ha metamorfoseado en la mugrosa limosnera harapienta Vero, acecha detrás de la columna de una placita colonial, sorprende invadiendo su territorio natural a la obesa pordiosera debutante la Rana (Lucila Mariscal), la hostiliza con propósito de ahuyentarla, termina dándole una generosa lección ilustrada para que mejore sus técnicas de limosneo, promete llevarla al disneyano Patronato para la Protección de los Pobres al que ella orgullosamente pertenece, se volverán inmejorables amigas confidentes y ya nadie podrá detener el empuje de la basurizadora telenovela-basura. Su inmóvil y verbosa boca de lobo aletargado ya engulle todos los impulsos vitales del film y los de sus inverosímiles personajes.

      Vagamente, el guion del antediluviano libretista-brontosaurio Adolfo Torres Portillo (Cuando levanta la niebla de Fernández, 1952; Pulgarcito de Cardona padre, 1957; Guadalajara en verano de Bracho, 1964) se inspira en un argumento de Joracy Camargo que dio origen al clásico mercantil del cine argentino Dios se lo pague (Amadori, 1948), donde el amargado filósofo misántropo Arturo de Córdova llevaba una doble vida, como pordiosero y potentado, para escupirle su desprecio a los valores convencionales y conquistar sin prejuicios ni dudas el amor redentor de la sofisticada rubia Zully Moreno. Pero la versión mexicana le ha cambiado el sexo al protagonista, ha incrementado en uno el número de ocultas vidas simultáneas, y le ha injertado a la trama algunas líneas de fuerza de María Montecristo (1950), otro producto del trinomio Amadori-Córdova-Moreno (junto con Santa y pecadora / Nacha Regules, 1950), cosmopolita actualización del folletín aventurero de Dumas El conde de Montecristo (Urueta, 1941), con una bella mujer vengativa en el rol central.

      Así pues, he aquí a la idolizada Vero con triple vida, reclamando inverosimilitudes por partida triple y recitando con su seductora voz cristalina las vivacidades apolilladas de tres tipos distintos de anacronismos, todo el servicio de la truculenta y amasada venganza tardía de Verónica del Valle (Verónica Castro) en contra del magnate productor de cine Alex Romano (Eric del Castillo), ese malvado walersteinesco que supuestamente la envió a presidio, por no haber querido dárselas hace 15 años, inculpándola con amañadas drogas, testigos falsos y demás tremebundeces platicadas sin derecho a flashback. La intriga se ha complicado con mutaciones arcaicas, pero lo lineal de la acción y sus situaciones continúa igual de plano.

      Toda proporción guardada, como la Joanne Woodward de Tres caras tiene Eva (Johnson, 1957), tres caras tiene Vero. Su yo dividido se multiplica al tiempo que sus pelucas, su vestuario de pésimo gusto, sus plastas de maquillaje, sus miriñaques adelgazadores y sus notorios camuflajes. No es la primera vez que proliferan los papeles de la Chaparra; más bien resulta un lugar común en sus telenovelas, donde ha llegado al absurdo de actuarse como improbabilísima hija y madre de sí misma (Mi pequeña soledad). Sin duda, su pluralidad, una riesgosa condición de narcisismo prepotente, una necesidad infantilista de diversificación lúdica, un engaño cómplice del escondite transformista, un insaciable distanciamiento del ser con respecto a sí mismo, una radical ausencia de identidad verdadera, la consumación consumista de una angustia proteica, el apogeo de una esquizofrenia feliz.

      Pero, aunque la naca se vista de seda, naca se queda. En realidad, lo que la Vero hace en Dios se lo pague no es encarnar tres distintas creaturas en tres ámbitos opuestos y asumir / escindir / robarse tres personalidades diferentes, sino unificar tres posibilidades de su naca feminidad. Las facetas de la naca outsider con verborragia de porno suave se enriquecen con tres nuevas, o casi, como si ella misma redujera a su antojo lo que arriesga en el combate, cual si combatiera fundamentalmente contra el equívoco y la triplicidad. La lumpen naca, la naca ejecutiva y la naca mundana. Tres personas distintas y una sola naca verdadera: el misterio de un objetivo a su alcance, pero siempre inaccesible. Autopsia de la naca sintética.

      Emparentada con la imparable respondona autoexcitadamente vulgar Rosa Salvaje y de gran corazón inofensivo, la lumpen naca apodada Vero (Verónica Castro) lleva un sayal astroso de monja mendicante milusos y cara recién tiznada; pide limosna por caminos indirectos, ya sea chantajeando a sus víctimas / patroncitos con demagogias retrógradas (“Una limosnita por el amor de Dios, para que no nos volvamos comunistas”), ya sea exorcizándoles la mala suerte con amuletos zapotecas de infalible simpatía oscurantista. Invitada a comer a un discriminador restaurante por el actor-en-busca-de-oportunidad Julián (Omar Fierro), admite que su lugar para alimentarse está en la calle, pero pregona con engreimiento lo útiles que han sido para su oficio las clases de actuación y maquillaje, así como el “Banco de información y logística” de su centro de ayuda para los pobres, ese providencial enclave con seguro médico y baños que hace croar de admiración a la colega Rana cual digna batracia astrosa del alma (“¡Hijo de su reprogenitora!”).

      Con enormes gafas de hormiga y larga cabellera rubia, corbata negra para disfrazar el corto gaznate y sacóte dotado de hombreras que la hacen aparecer cual agazapado jugador de futbol americano detrás del escritorio, la ejecutiva naca Doña Verónica del Valle (Verónica Castro) funge como gerente de su propia compañía productora de cine y video, promueve el estrellato instantáneo del joven actorcito esponjoso Julián que tan mono se portó con la pordiosera (a la que le regalará parte de su primer sueldo), vive en una supermansión nuevorriquesca tipo Tigresa Serrano con cortinajes dorados por doquier y candil sobre el piano forrado de oro, tiene un silencioso sirviente japonés que se deshace en ceremonias y cuenta con el diligente administrador otoñal Raúl (Rolando de Castro), que está calladamente enamorado de ella, sin consecuencias, al mismo nivel de ese consolador gato de angora que siempre se deja acariciar en los momentos de apuro dentro de la amanerada grandiosidad de una serie de reencuadres.

      Con relucientes vestidos de noche, labios color carmín y cabello corto de vampiresa de los veintes, fumando cual reina de la decadencia malsana y afectando poses acentuadamente démodées, la naca mundana Señora Verónica (Verónica Castro) es la patrona de un casino clandestino pronto clausurado, cuya única finalidad era mermar la fortuna y abultar las deudas del millonetas dandy misógino Eugenio Romano (Marco Muñoz), hermano jugador compulsivo del odiado enemigo, que se hacía acompañar por güeras idiotas (Gabriela Goldsmith) para mejor rebajarlas (“Para mí todos los billetes son iguales, sólo papeles que lo compran todo” / “Como a mí”), hasta quedar a merced de esa vengadora que, ya decepcionada de su malvada idea fija (“La venganza también me ha envenenado a mí”), reunirá las tres caras de Vero.

      La naquez repartida entre tres no toca de a menos; antes bien, se amplifica, se descara, se emancipa, se ostenta, se sublima. Nuestra outsider rosa es sólo, a fin de cuentas, una naca esquizofrénica y dichosa cuya inadaptación plural le permite recorrer impunemente la escala del populismo a todos los niveles sociales. El populismo es ahora su poder de conexión hasta el infinito, en todos sentidos y en todas direcciones.

      En la cumbre de sus ansias de protagonismo inflamado, la Vero se da el lujo de protegerse populistamente a sí misma. La Vero delictuosa de alto rango protege la salud moral de la Vero rica empresarial, la Vero rica protege la dignidad solidaria de la Vero pobre, y la Vero pobre garantiza la salud farisaica