Jorge Ayala Blanco

La disolvencia del cine mexicano


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mitología mexicana y se proletariza a la vista, sale a la calle y se airea, a medida que nuestras cuatro chavas clasemedieras avanzan en su indagación de los círculos suburbanos y marginales, como si se tratara de las esferas celestiales del Empíreo.

      Mamá odiosa (Tina French) manda a Lupita a comprar La Jornada por mero “Abuso de autoridad”, del viejo Three Souls in My Mind. La falsa monja transa prendas en Perisur para vestir su “Corazón de silicón”, de Jaime López. La flauta transversa de “La salamandra”, de los Chac Mool, dicta el sigilo durante el escape del suntuoso internado. Las hormigueantes luces de la ciudad y Marisa de Lille cantando en la intemperie rojiza un premonitorio “Rock del vago”, de Jaime López, acogen en su seno a las irreversibles fugitivas. La indefensa Lupita es atracada en el kiosko por una de las “Ratas” que inspiraban por doquiera a Rockdrigo González. Las agresivas notas del mismo Rockdrigo revertirán también en contra de nuestras amiguitas, cuyos cuates están siendo apañados por enchamarrados de cuero al son de “Metro Balderas”, y ellas mismas serán luego expulsadas de su azotea o sufrirán el despojo del vochito de Gabriela como si eso fuera un “Asalto chido”, en espera de que le den una machista nalgada a la modosita Sibila en cierto paso a desnivel porque “Oh yo no sé” (“¿Por qué no te alivianas / por qué no me las prestas?”), al fin que, enseguida, la “Mente roquera” del Tri les insuflará energías a todas, para hacer pantomima en la zona y robar fruta en el mercado.

      Pero pronto, Nancy se salvará sola, seguida por el “Bulldog Blues”, de Cecilia Toussaint; soñará torturas ajenas, entre las estridencias sideradas de las “Sombras de la noche”, del desaparecido grupo Chac Mool, que llevan directo al sismo, cuyos escombros poseen el aliento monstruoso de una rulfiana “Comala”, de Jaime Reyes. En el límite de la desesperación, la chava ingerirá pastillas suicidas, para indagar “Dónde estás” de Marisa; acometerá su propio ahorcamiento, suponiendo que “No soy igual”, también de Marisa, y se tirará de un último piso cuando ya “La escena me traspasa” de Memo Briseño (“Me está valiendo madre el corazón”).

      Sin saber quién será ahora, una locochona, aeromoza, costurera o prosti de la zona, Nancy se recupera alentada por la “Balada del df” de Trolebús, es seguida por cierto auto de judas donde va más de un “Ratero con credencial”, del Tri, y se aleja abrazadota con sus amigazas, tan desentendidas como ese “Déjalo sangrar” del mismo Tri, que las sublima. A la manera del venezolano Chalbaud (El pez que fuma, 1977), la música popular funge como el más cálido y épico de los monólogos interiores de un film. El aliviane roquero le ha torcido el cuello a los cisnes antediluvianos y a los dinosaurios del Super 8. En última instancia, Un toke de roc no es más mamila que otras fantasías roqueras con mayor prestigio, producción e internacionalismo, tipo Zazie, el desolado azote caleidoscópico post-punk del virtuosístico cineasta japonés Go Riju (1989), o Roadkill, la rock’n road rnovie del valemadrista cineasta canadiense Bruce McDonald (1989). El embrionario superochazo mexicano se defiende, y por todos los rincones urbanos resuena el anti-autoritario monólogo del rock nacional, con la terca vitalidad de un vocerío inconforme y orgullosamente lumpenizado.

      El tercer toke de estructura le llegará a nuestro alivianado film desde el fantástico escenario inmediato. Ciudad habitada e inhabitable, ciudad macho y hembra, urbe rechazante y posesiva, paisaje cambiante. Sinfonía de una gran ciudad en patines, galvanizada, con carteles del grupo Kerigma en las ventanas, páramo de antenas y chones en los tendederos, bombardeo posgodardiano de letreros publicitarios. Los entusiastas radioescuchas de Estéreo Joven del IMER y los humildes lectores de las revista Conecte y Banda Rockera se sumergen sin resistencia, a sus anchas, en las transitables imágenes-ámbito de Un toke de roc, con materiales fílmicos recabados durante cerca de diez años.

      Tragafuegos, banderitas septembrinas, manifestaciones zapatistas, pendón de usa en llamas, ocaso incendiado, vecindades mugrosas o transfiguradas por la mirada documental, fotos de Alarma, restos del Hospital General y del Cinema 2 tras el movimiento telúrico del 85, pronto sustituidos por la Chiquitibún y el Pique del Futbol México 86. Participación en pintas sacras (“El roc ha muerto-Viva el roc” / “Cuidado con la neurosis del poder” / “El sueño ha terminado” / “Ya no somos...”), e irrupción de pintas alevosas (“El pri: 50 años de libertad y paz social”). El internado tiene la aztecoide fisonomía del Mueso de la Ciudad y los pasos a desnivel aparecen como leitmotiv hasta en montaje alternado. Una ciudad variopinta y amenazante, sustancialmente envilecida, pero aún gozable como escenografía fantasmagórica a la luz del día.

      Sin embargo, el aliviane roquero estaría baldío sin un toke de humor pop, numerosos detalles de humor pop a diestra y siniestra, a cada paso. El corazón juvenil azteca se torna relleno de taco cual reminiscencia de La fórmula secreta (Gámez, 1965). Aparte del profe músico libidinosillo y los padres burocratizados con baños individuales, las caricaturas de los adultos son implacables. El godinitos Jorge Ortiz de Pinedo se perturba al darle aventón a la libertaria Nancy. Un canoso Felio Ellel se derrite en zalamerías de tinterillo durante el desahucio. El briago Xavier Girón quiere meterle mano a la rorra sin soltar su pollo rostizado con tecate. Y el judicial Raúl Ruiz resultará ahorcado con un patín durante la carga final, a ritmo de “Marcha de Zacatecas”.

      Pero, ante todo, Campanita y Peter Pan incitan a las chavas a apoderarse de la mansión abandonada. Unas formidables marionetas roqueras celebran desde un templete la apoteósica reunión de las prófugas en el reve. Y la mismísima Mujer Maravilla (Edna Aguilar), con capa y diadema, payasito escotado y canción-tema de Botellita de Jerez (“Charrocanrol”), rescata a un raterillo greñudo por las calles céntricas, para bailotear con él en cien indumentarias distintas, y cacha en su caída suicida a la infeliz Nancy, para depositarla cual bebita en un moisés, rumbo a su nuevo hogar permisivo, antes de ponerse a exterminar judiciales a flechazos en el rollo final.

      Aquí el único superhéroe admisible será el humor pop, puro y remolón, autosuficiente.

      La andanza pre-naíf

      La andanza pre-naíf se estremece de emoción al sentir brillar la aventurera llamada del sol sobre su cálida faz. Hace apenas una eterna hora fugaz (expresión propuesta como introductoria contraparte al acuñado anacronismo concluyente por siempre jamás), cuando los deseos aún podían conducir a algo (aunque fuera algo inútil pero autosufíciente), vivía en un vistoso paraíso tropical de palmeras e inmaculados cañaverales una joven de hermosa cola de caballo rubia y sonrisa a perpetuidad que se llamaba Lucerito (Lucerito), tan insulsamente luminosa como su nombre-apodo y tan briosa como bayo equino pura sangre de crines blancas que sólo ella podía montar, y que ahora viene jineteando, con gallardía de Toñito Aguilar ovárico, en el favorecedor arranque de Escápate conmigo (1988), enésimo jitazo taquillero de René Cardona hijo.

      Pero antes de acometer la crucial partida con resonancias legendarias, para emprenderla por los caminos, cediendo a las inequívocas insinuaciones aventureras del llamado sosocósmico, la enchamacada heroína debe descender y dejarse rodear, enaltecer y admirar por sus homólogos tardíos: una empeñosa multitud de niños de primaria, por supuesto huérfanos cariñosísimos en su totalidad. La festejan, como si esa grandulona suculenta siguiera siendo la estrellita infantil de los setentas del programa Chiquilladas y estuviese condenada a nunca dejar de ser la protagonista de la telenovela Chispita, aquella pequeñuela recogida que colmaba de felicidad los hogares en desgracia que la adoptaban. Por eso, de inmediato brota, suena y resuena un conjuro mágico en la indiferenciable voz tornasolada de Lucerito, la adolescente prometida (“Buenos días, sol”), de fiesta por la vida, por su vida, cual sonrisueña Hilda Aguirre en Sor ye-yé (R. Fernández, 1967), haciendo eco a sus querubinescas arracadas. Y el instante, con pasmados adornitos musicales del meloso Nacho Méndez (quien jamás evolucionó desde En este pueblo no hay ladrones de Isaac, 1964), el conjuro surtirá efecto, será obedecido con creces por el laico cielo.

      Ya avanza entre los lejanos sembradíos una rutilante carcachita roja, que cae del firmamento caminero, llega como regalo de familias vecinas y, por su cautivadora intemporalidad sin capota, está predestinada a convertirse en el vehículo del viaje-huida mitológica. Viene manejándola el higadazo galán del terruño Manuel (Manuel dile-no-a Mijares), quien cansado de andar con