Jorge Ayala Blanco

La disolvencia del cine mexicano


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al vampiro de Crevenna, 1961), de la pareja Loco Valdés-José Jasso (Frankenstein, el vampiro y cía. de Alazraki, 1961), de El Santo (Santo y Blue Demon contra los monstruos de G. Martínez Solares, 1970), de Capulina (Capulina contra los vampiros de Cardona padre, 1970) y del herodizable pequeñín precoz Carlos Espejel (Chiquidrácula de Aldama, 1986).

      Por su parte, El vampiro teporocho es sólo el Batman (Burton, 1989) que nos merecemos en el tercer inmundo mexicano. No es un vampiro culterano, pero habla pomposa y compulsivamente en verso (“Que no me habléis de tú / voto a Belcebú”), y sus interlocurores le responden con frases rimadas para estar a la altura (“Me rendiréis pleitesía” / “Se lo pico a usted y a la Cía”), en una hipertrofiada mezcla de castellano del siglo xvi y de satanizados albures de La pulquería (Castro, 1980), hasta la manía, el hartazgo, el vértigo, como si se tratara de masculinizar soezmente las hazañas versificadoras de María Félix en El monje blanco (Bracho, 1945), o de componer en el aire una nueva versión chuscolépera del Don Juan Tenorio de Zorrilla antes del día de muertos. Por si eso fuera poco, nuestro gran mamífero sangradicto de amplia capa habla con subrayado acento y énfasis de gachupín abarrotero, pues aprendió la lengua castiza en la España de tiempos de la Inquisición, y eso explica tanto la ampulosidad de su verba florida (“Mis hábitos alimenticios no son de su incumbencia”) como la desaforada voracidad de sus intrusiones en la vulgar lujuria verbal, tan generalizada, pero que sólo el ampuloso licenciado Topillos sabe secundarle (“No temáis, calentaos” / “Por delante y por detráos”).

      Tampoco es un vampiro de comedieta juvenil, pero la babosería de la hemorragia ficcional en que se ve involucrado, desborda energía adolescente, no siempre desperdiciada. No es un vampiro de parábola posmoderna, de puñeta mental posmo, sino del exacto contrario que más se le asemeja: el adefesio premoderno naíf. No se propone ninguna exasperación romántica, pero termina coronándose el triunfo de los amantes malditos, la parejita de picnic que sorbe con popote sus bolsas plásticas de sangre, y lo hace del modo más instintivo, visceral y lesionante de susceptibilidades, para culminar con ese gag maricón de la letrina, en el mejor estilo guadalajareño de la revista Galimatías. Y nada más distante del humor blanco o involuntario que la desconsolada escatología febril de esta película basuresca y con personajes increíblemente estúpidos, aunque por esa misma vía logran recuperarse ciertos gestos brujeriles y cierto candor nihilista de Hermelinda Linda (Aldama, 1985), film-historieta cómico-satírica para adultos con polimorfas perversiones infantilistas, si los hay.

      Medra la escatología de la denigración draculona. Delirante a su muy tosco modo, el film de Villaseñor Kuri es un caso (patológico, enloquecido, gozoso) de embestidas sadomasoquistas contra un indefenso personaje imaginario en off side, un verdadero festival de degradaciones del pobre conde Drácula extraviado en la mexicanidad barbajana. Pese al título de la cinta, nuestro infeliz vampirazo ni siquiera llega a teporocho, pues eso ya significaría la persistencia en una afición extrema y un lumpenestatus socialmente reconocido. Este conde Drácula es el outsider perfecto que nunca imaginó el ensayista inglés Colin Wilson en los cincuentas, es el pato ideal de feria para el tiro al blanco y el escupitajo, es el chivo expiatorio más clamante / declamante jamás concebido. Con una vocación al fracaso realmente inigualable, sólo existe para ser degradado. Hasta el científico africano con melena hirsuta y macana de Trucutú contribuye a fulminarlo en el espacio sideral. El chofer de materiales lo persigue a palos creyéndolo putón. Los perros le ladran, jalándole la capa en estampida. Los teporochos en corro le convidan fogonazos de alcohol puro (“Es la sangre de los dioses”) que sacan llamaradas de la fogata en bote. El Cleopatra amanece dormilado en sus brazos dentro de la celda, pues ya lo adoptó como “su hombre”. El policía celador lo garrotea a la primera mordida, la Afrodita desnuda en el jacuzzi le hecha insecticida en espray, cuando él ya se había convertido en La mosca (Cronenberg, 1986) para espiarla entusiasmado.

      Ítem más. Sus tarados intentos de vuelo perforan la lámina del camión de mudanzas de los futuros secuaces / verdugos, sus berrinches provocan apagones sísmicos, las protectoras gafas negras que debe usar lo aislan inerme, sus ropajes tradicionales sólo le sirven para cosechar sarcasmos o ganar el primer premio en un cabareteril baile de disfraces para ¡Dráculas impostores! Los crueles macheteros prácticamente lo padrotean, lo hacen cargar huacales en el mercado, lo hacen imitar animales en la plaza pública (“¿Qué no ve que me estoy haciendo buey?”), lo exhiben como el freak chafo (“¿Por qué te volviste vampiro?” / “Por desobedecer a mis padres”), lo hacen meter la carota entre círculos concéntricos para “tiro al negro”, lo hacen posar para fotos callejeras (“Retrátese con el vampiro y llévese una estaca autografiada”) y lo hacen enchilarse con un preparado a base de todo tipo de chiles picantes en la fonda.

      La putangona de cabaret (Laura Tovar) que le platicaba al vampiro cuentos verdes al oído (“Érase un vampiro que visitaba a su novia cada mes”) y fajaba con él en un motel, reacciona violentamente a la primera clavada de colmillos (“Ah, te gusta lo agresivo”) y lo agarra a cadenazos de Mujer en Llamas, en cámara rápida, por todo el cuarto. Incluso la enfermera Roxana que amorosamente le daba su biberón de sangre humana, dentro de un sarcófago-cuna colgado del techo, también le clava una buena estaca, para que deje de dar lata y ya se duerma. Y si es cierto que “las supersticiones pueden servir como guía a los caracteres y hábitos de la nación en que prevalecen” (Laszowska Gerard), ¿qué decir de las supersticiones movilizadoras de este vampiro que, a fuerza de ingerir chiles y echar fuego por los ojos, y hasta por el medallón del pecho, se transforma reincidentemente en guajolote, cual animal-emblema mexicano? Poco le importa el teratológico significado profundo, si el parlante guajolote-vampiro va a ocasionar la escena más brutal de este auto sacramental antidraculesco: llevado a un palenque, enfrentado a un gallo de pelea con navajas (“Debe ser gallo banda”) que lo deja ko, vendado del pescuezo y de una pata, y vuelto a la normalidad al calor de un fanal camionero que prefiere explotar.

      Mucho antes, nuestro héroe infrafantástico ha hecho explotar las escatologías de su pasado como alburero fornicador. Después de diez años en papeles ínfimos que requerían farsescas figuras recias (Dos de abajo de Gazcón, 1982) o desternillantes remedadores de acentos extranjeros (como el capo mafioso de Las fabulosas del reventón II de F. Duran, 1982); después de medio centenar de películas como indispensable patiño del Caballo Rojas (ese padre carnicero de Un macho en el salón de belleza de Castro, 1987) y de los exflacos Ibáñez y Guzmán (ese generalote atrabiliario de Tejeringo el Chico en La corneta de mi general de Castro, 1988), el experimentado comediante Pedro Weber Chatanuga llega a su primer estelar, al estrellato absoluto, a la película confeccionada a su medida, un poco tarde, pero seguro y bien acompañado. Tiene gracia su Draculón, más gallego bestia que transilvano. Viejo, feo, gordo, fofo, buchacón, colmilludo, cejas arqueables, carota empastada de blanco, patillazas entrecanas en ristre, vozarrón estruendoso, gestos grandilocuentes, ademanes operáticos y sendas verrugas entre esos enormes cachetes que se desploman sobre la prominente papada, cual Hermelindo Lindo instantáneo, o caricatura con patas del monero Heliofiores.

      Muy orondo, furioso porque lo tutean pero no porque lo degradan al máximo, bufa, ruge, ladra, ronronea, se deja arrullar, chilla como murciélago (“III”), clama por las iras de Satán con efectos de órgano, esboza señas obscenas con una mano al emprender el vuelo, asesta continuos golpes a sus vasallos con la ribeteada capa rojinegra al marchar hacia el frente, y se resiste dignamente al sádico castigo nocional, prolongándolo, desafiándolo, escarneciéndolo, eludiendo la fácil celebración de estereotipos humillados, sobreviviéndose. De alburero fornicador a viviente combinatoria de figuras legendarias, rumbo a las hazañas rurales de El semental de Palo Alto (Villaseñor Kuri, 1989), pero sin complacencia masoquista en la denigración para arrancar la carcajada, y sin necesidad de apelar a ningún pasado melodramático de su personaje. A medio camino entre el villano victimado y el vejancón aprestado. Brutote, “machorro”, necio, cabezudo, dispuesto a gozar al infinito, mientras se pueda, con las sublimaciones escatológicas de sus anteriores aventuras fársicas.

      ¿Dónde quedó la escatología del humor de mingitorio? En esta película donde el viaje interespacial se resume en la luz rojiza de una tele sobre la cara empavorecida del Draculín, donde el cohete es un vil tanque de fierro con abertura y pintas (“Alza salarial a los astronautas”), donde la comandancia