Jorge Ayala Blanco

La disolvencia del cine mexicano


Скачать книгу

primer lanchero es el tenaz enano Tun-tún (René Ruiz), compulsivo manoseador de mujeres a la Harpo Marx y despiadado patrón de una barcaza para llevar clientes a volar en paracaídas. Funciona a la vez como sádico gatazo Tom y despavorido ratoncito Jerry, cual tránsfuga viviente de los dibujos animados. Lo conocemos cuando, por despectiva prepotencia autista, acerca tanto a los grandes hoteles al vetusto güerito narcotraficante Hugo (Hugo Stiglitz) en su vuelo con paracaídas, que lo hace estrellarse contra una banda de contención. A nuestro minihéroe no le quedará otra que huir de Aca para sustraerse a la venganza. Rabiando y maldiciendo, ni tardo ni perezoso, hace su maleta y le quita la lucidora camiseta playera que le había prestado a un Pepito precozmente sexualizado (Aír Martínez Solares), disputándole a jaloneos su osito mascota de peluche (“Pinche pingüica tan transa”). Reprime con acritud sus minimpulsos erotómanos en la estación de autobuses foráneos (“Tan buena esa vieja, si no estuviera apurado me le dejaba caer”), pero es impedido de viajar en un ómnibus Estrella Blanca por querer subirse alevosamente con medio boleto, como menor. Tendrá que trasladarse del puerto a la capital a bordo de un deltaplano con silla voladora, aunque al arribar a la ciudad de México sea tiroteado por el vengativo delincuente desde un penthouse, y aterrizará en el Parque Hundido justo a la hora de la cita fijada con sus amigos (“¡Qué putazo se dio ese cabrón!”). El segundo lanchero es el sobreagitado vago playero Armando (César Bono) y, sin saberlo, está siempre insaciablemente ebrio de autodegradación física. Funciona a la vez como compañía, mala conciencia, catalizador, testigo y la más lamentable víctima de las desgracias de sus compañeros, en el edén de Aca sólo se dedica a alardear de su despreocupada holgazanería con otros vagos de arena, pero su codicia se hace relinchantes bolas con las “señales divinas” de la repetición 7-7-7, que ve por todas partes, y sonsaca con ese autolavado de coco al tercer lanchero, para que apueste y pierda más de setenta mil dólares a un solo gallo colorado en el palenque (“Patadas no, fue faul, ése tiene navaja”). Gracias a él las desgracias de sus compañeros ya no sólo incluirán la común insatisfacción en sus apetitos de sexo, mientras nuestro alocado Armando despotrica contra los condones mexicanos porque sólo les cabe la mitad de la cabeza que lleva sobre los hombros.

      En apariencia, al tercer lanchero, el narcizaso escurridizo Roberto (Alfonso Zayas), le va mejor que a sus colegas en el dolce far niente acapulqueño. Cuando menos logra picarse alguna nenorra playera y a su novia capitalina Rosario (Rosario Escobar) que le rinde caldosa visita intempestiva, para regocijo voyerista del desatado Pepito que atisba a los copuladores desde la ventana en la posición ideal del espectador del film. Sin embargo, esa parcial buena suerte no materializa ninguno de los prometidos ideales de vida libérrima. Cuando nuestro enteco Roberto se aprovecha de la ocasión para sobar nalgas, mientras imparte supuestas clases de esquí o natación, será duramente rechazado e insultado por sus despampanantes discípulas bilingües (“Eres una garrapata, garranalga, garrachichi, garratodo”). Cuando besa por turno a un conjunto de bellas asequibles al entrar y salir de una alberca, se topará con un malencarado vejete obsceno en la misma fila (“¿Por qué no le das también un besito al de abajo?”). Cuando se pasa dos horas buceando sensualmente con una bikina, saldrá del mar con un tridente clavado en el trasero, por intromisión del marido celoso. Y cuando ya iba a devolver la maleta con fajos de dólares que su novia había tomado por azar en el aeropuerto (“Podrían ser una herencia o los ahorros de un jubilado”), pierde todo a lo idiota en un palenque y su Rosario morirá asesinada por los maleantes. Junto con Tun-tún y Armando deberá abandonar el paradisiaco puerto porque “está muy caliente”. Si eso les ocurre en su hábitat a nuestros infelices lancheros de pico mellado, ¿qué no les aguarda cuando emigren a la metrópoli?

      En vez de que la comedia vaya encontrando espontáneamente su tono sugestivo y su brío a medida que avanza la trama, como sucedía en las delirantes tintanerías (El rey del barrio, 1949; El revoltoso, 1951; El bello durmiente, 1952) y en los anacronizantes sainetes románticos (El globo de Cantolla, 1943; Una joven de 16 años, 1962) que dirigía el hoy reivindicado don Gilberto en su mejor época, el amorfo film de su hijo bodocón Adolfo va perdiendo energía, va extraviándose y volviéndose cada vez más incoherente, a medida que se desarrolla, con cien digresiones y a saltos, la trama. Apenas desembarcan en la gran ciudad, las esperanzas de los lancheros empiezan a naufragar sin piedad junto con el ritmo ágil, los episodios se tornan inconexos, los rasgos caracterológicos se atrofian. Las caricaturas sociales imponen esquematizaciones de historieta, sobre todo en el trazo agrio de los villanos: el cruel gorilón carota-de-palo Roberto Ballesteros, el patitieso Stiglitz, el anodino Claudio Báez y la banda de karatecas que los custodian más bien pensando en el lucimiento oportuno de habilidades. Los cambios de tinte cromático al interior de cada secuencia se vuelven más frecuentes, los doblajes de actores en escenas de escaso riesgo con stunts greñudos regurgitan con mayor evidencia, los trucos de cámara rápida resultan más socorridos para subrayar gesticulaciones chistosonas y auxiliar gracejadas en las pequeñas fugas. Y así sucesivamente.

      Pero, ni modo. Al caerle en su morada a la ninfomaniaca Adriana (Adriana Rojas) que tan entusiasmada había quedado con el enorme chapalotón de aquel sobrexcitado Armando acapulqueño, nuestros héroes serán recibidos, por un celoso marido boxeador, a coscorronazos y estallamiento de cabezas. Al acudir con la inolvidable Linda (Lina Santos), un angelical ligue de Roberto, presenciarán la horrible madriza (rotura de brazo, tercedura de guajolote al cuello) del tercer cuidador al hilo del burdel donde trabaja la chica, descubrirán que la bella muchachita es una call girl extorsionada para venderle droga a sus clientes, y deberán quedarse a residir como gatos de rameras y matones, esperando el momento adecuado para hacerla de quijotes.

      Mientras el opacado Roberto acepta convertirse en guarura bien trajeado (nada de modelitos amarillos de torero mariguano, ni atuendos de domador de fieras) al servicio de esa doméstica Mona Lisa (Jordán, 1986), y hacerla ocasionalmente de prostituto para señoras ansiosas, en competencia con su enamorada Mujer en llamas (Van Ackeren, 1982), el buen Tun-tuncín y el incontrolable Armando sufrirán hambres, desesperarán al grado de vender sangre en un hospital, caerán al tambo en una arbitraria razzia policial, serán violados por unos agraviados mujercitos a quienes pensaban asaltar, serán apaleados por una parvada de ciegos furiosos, serán correteados por perros, serán arrollados por una carga de jugadores de futbol americano y, al desmayarse, quedarán inermes en las garras de unos enfermeros draculescos a quienes les crecen sus colmillos a la vista. Pero los tres exlancheros, cual lanceros bengalíes, se reunirán de nuevo para enfrentarse a los narcopistoleros extorsionadores en su guarida, rumbo al increíble final feliz.

      La comedia burlesca híbrida del exceso sexocómico se nutre de cada escena-chispazo y se desploma en espera de la siguiente, pero en realidad es una teratológica mezcolanza de comedia de equivocaciones, farsa burlesca, melodrama prostibulario, fantasía de escarnio sexual (esa escena clínica de ¡circuncisión con machete!), película violenta de narcos (ese desgarramiento de narices con cuchillo a lo Barrio chino de Polanski, 1974, esa tortura a Rosario con una almohada asfixiante para que confiese dónde está el dinero, esa puñalada trapera a Linda por el jefe narco) y cinta hongkonguesa de artes marciales (en cotorreo muy serio). El adefesio resultante va más allá de un simple caldo podrido.

      Ya sin brújula de ninguna especie, dominan la improvisación y la ocurrencia. El hambreado enano Tun-tún prefiere comerse a puños un pastel de chocolate que lo empanzona como embarazada, en vez de “comerse” a la convencida cuan aparatosa Yirah Aparicio que se daba un baño para ofrecérsele de gratis. Al no poder pagarse a esa misma suripanta, el hiperkinético Armando se refugia en el onanisno adulto, ayudado por una revista Signore (“Voy a hacerme justicia por mi propia mano”). Mientras tanto, los romanticones Roberto y Linda hacen esperanzados planes para “rehacer sus vidas”, por encima de la marea e intocados por la adversidad, preparándose para el ajuste de cuentas final. Un tumulto final a base de puñaladas por la espalda, cuerpo rompiendo una pared de cristales emplomados antes de desplomarse al vacío, apañones confusos en patrulla y liberaciones inmediatas, vecinas chismosas que echan todo a perder, tiros y más tiros, acrobáticas patadas karatecas, zapapicazos, macetas estallando en batería, puñetazos que chocan contra un muro, batacazos de malditos desde el balcón y sentencias policiacas ad hoc (“Todo lo que digan será usado en su contra, y si guardan silencio, también son culpables”).

      Cualquier