Jorge Ayala Blanco

La disolvencia del cine mexicano


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te den acedías”), está viendo cómo le lanzan un palanganazo al adolescente que fisgoneaba un desnudo púber en los baños colectivos (“Para que se te quite lo caliente, cabrón”), está regando las flores con el agua de la cubeta, está recibiendo la leche aguada de un repartidor (“Mejor véndela como pulque, buey”), y está ahuyentando a los lúmpenes-lúmpenes que merodean su territorio (“Huele como a zorrillo meado”).

      Nunca dejará de desvanecerse en la pluriactividad, tal como lo prometen los diligentes letreros de todo tipo que tienen materialmente tapiado el umbral de su humilde accesoria (“Se cuidan niños”, “Carpintería y barniz”, “Se adivina el futuro” y veinte más). Así pues, nuestra Macaca se encarga de nenes ajenos, aconseja vecinas fodongas sobre indecisos galanes chapos (“¿En qué jaula del zoológico dices que habita ese güey?”), ofrece tentempiés con albur a algún infeliz vecino asaltado (“Primero el café y luego quieren el piquete”), cambia medias suelas a botas militares con tanta habilidad como el zapatero remendón más experimentado, repara bicicletas, pone inyecciones a domicilio, lava ropa de extraños, jinetea chilaquiles con caldo tlalpeño para revendérselos a las señoras de antojo, desarma televisores en su intento por componerlo todo (aunque le sobren piezas), se explaya en doctas explicaciones semánticas para iluminarle el coco a una talonera tapada (“Ramera viene de rama y de ahí viene el palo”), viste sonrosado turbante con capa roja a lo Kalimán al consultar su bola de cristal en beneficio de vecinas todavía con el puro brasier ansioso y, cuando se desplaza en visita familiar a otras zonas de la ciudad (“En las colonias millonarias, no aquí”), se da el lujo de desgüevar con el uno dos a cierto futbolista semicalvo que trataba de mandarse, al amparo de la multitud en una tocada callejera.

      Aunque no le luzca, la protuberancia existencial de la Pelangocha la desborda. Es una auténtica Milusos femenina con minifalda naca y delantal. Durante una cuantas jornadas y sin salir apenas de su vecindad, simula concentrar todos los oficios salvavidas a que recurrieron, y recorrieron de ida y vuelta, Cantinflas, Tin-tán, Capulina, Héctor Suárez y otros héroes de nuestro viejo cine cómico en el transcurso de sus azarosas carreras. Mañosa, sobretrabajadora, expuesta, a buena distancia de sus congéneres de Los lavaderos (J. Durán, 1986) cuya única preocupación era la promiscuidad (propia, ajena) y quedar embarazadas por culpa de un frasco de falsos anticonceptivos (Lyn May, Ana Luisa Peluffo, Rosella). Ni chismosa compulsiva, ni sufrida madre viuda o divorciada, ni mujer que tiraniza al marido lerdo, ni desnudista con stripteases de obsequio hasta en la intimidad, ni jovencita sexy supercodiciada, ni tipa malora, ni amante ofrecida cuyos hombres siempre le salen malos o maletas. Ni ingenua pueblerina extraviada en burdeles o internados rumbo al estrellato en una firma productora de musicals (como Verónica Castro en Chiquita pero picosa de Pastor, 1986), ni chica de regalo de cumpleaños (Felicia Mercado) hecho por tres amigotas envejecidas (Sonia Infante, Carmen Salinas, María Carrillo) para curarle castamente la impotencia sexual a un vejete (Desnúdate Marcela de Ramón Fernández, 1987).

      Con cierta facilidad, la Pelangocha logra sobresalir de entre la miríada de estereotipos femeninos de nuestra actual sexycomedia, aunque después no consiga darse a basto con tantas actividades, aunque sólo sea para meter las narices en la vida repudiable pero redimible de los demás, dejarse acosar eróticamente por seres desarticulados y permitir que otros murmuren sobre ella. Que nadie pregunte si vale la pena cobrar preeminencia en ese motín de satiresas, o elevarse por encima de la llana superficie del nuevo cine lépero-picaresco sobre vecindades. De cualquier manera, al cabo de sus aventuras y trabajos, la Pelangocha guardará intacta su fuerza y su verba tanto como su melancolía. La risa protuberante acepta la contingencia cotidiana hasta en sus más estrechas apariencias.

      Dentro de la nueva generación de cómicos populacheros (Zayas, Inclán, De Alba, Chatanuga, el Caballo, los Flacos), existe cual rara avis una creatura cómica como la Pelangocha. Al igual que todos ellos, surgió de la tv, a pesar de haber hecho terceros y cuartos papeles en el cine (Negro es un bello color de Julián Soler, 1973). En el grupo de actores del programa del Pirrurris De Alba, fue una figurante cada vez menos oscura, y comenzó a ganar arraigo popular gracias a películas inenarrables (El retrato de la vecindad de Gilberto Martínez Solares, 1982; El día de los albañiles de Adolfo Martínez Solares, 1982; Adiós Lagunilla, adiós de Cardona hijo, 1983). A medias desperdiciada, merecedora de vehículos más ingeniosos o al menos tan candentes como algunos de sus títulos (La taquera picante de Castro, 1989), terminó encabezando repartos, por encima del ganado genital que abunda en el tipo de engendros al que pertenecen sus películas, e incluso relegando a segundos términos las apariciones de sus soeces acompañantes (el Flaco Guzmán, el Flaco Ibáñez, Inclán).

      Mejor que en sus primeros estelares, como La ruletera (Castro, 1985), donde encarnaba a una taxista que se defendía valerosamente de un novio procaz (Inclán) para terminar encarcelada tras la razzia a un reventón de maricones, o como Los verduleros 2 (Adolfo M. S., 1987), donde interpretaba a una intrépida agente recién salida de alguna Loca academia de policía a nivel municipal, la Pelangocha cuenta con un buen desempeño en La portera ardiente, un poco a contracorriente del anacrónico argumento redactado por el dramaturgo de medio pelo Alfonso Anaya (Despedida de soltera de J. Soler, 1965; El quelite de Fons, 1969) y de la vergonzante dirección del supuesto debutante Mario H. Sepúlveda (seudónimo del destajista con ¡escrúpulos! Mario Hernández). Una presencia florida y frondosa, hasta en el ridículo doble papel y el absurdo mano a mano con Sasha Montenegro dentro de la ínfima comedia de pigmalionas pigmalionadas La taquera picante.

      Sin duda, La portera ardiente define con elocuencia que el sitio de la Pelangocha está en la comedia de costumbres, con abundante descripción y desfile de tipos populares, descendiente tanto de los relatos urbanos del siglo xix mexicano (José Tomás de Cuéllar, Ángel del Campo Micrós, Antonio García Cubas, Juan Díaz Covarrubias, Hilarión Frías y Soto) y los clásicos de nuestro cine de barriada de los cuarentas y cincuentas (I. Rodríguez, Galindo). Ni nueva detentadora de la simpatía clasemediera (en la línea de María Elena Marqués, Alma Rosa Aguirre y la primera Silvia Pinal). Ni exponente, diría nuestro antepasado Cuéllar, de la comicidad jamona (en la línea de Consuelo Guerrero de Luna, Carlota Solares, Celia Viveros, Susana Cabrera y Carmen Salinas). Ni fenómeno paratelevisivo con apoyo en la denigración clasista (en la línea de La India María y Verónica Rosa Salvaje Castro). Ni mujer autodegradable por fea, ni bonitilla experta en desfiguros.

      Buenona y protuberante, la Pelangocha sólo encontraría como antecedente en el cine mexicano a una guapa peladona garrida y respondona como Amanda del Llano (Campeón sin corona de Galindo, 1945; Hay muertos que no hacen ruido de Gómez Landero, 1946; La mancornadora de Cortázar, 1948). Ruda, risueña, ignorante, fogosa de labios carnosos, largota de ancha cadera y brazos musculosos, con dientes blanquísimos, inmensas piernas robustas y semidormidos ojos vivarachos. Exhala un profundo suspiro citadino de “plumaje incipiente” a pesar de todo, como el de las pollas que describía en 1868 nuestro olvidado cronista favorito Frías y Soto en su Álbum fotográfico: “Las formas son recias, duras, tiene algo de viril; pero el contorno comienza a redondearse prometiendo esa sucesión de curvas femeniles que más tarde completarán su artístico contorno”. Allí donde sus compañeras de generación han fracasado aparatosamente, allí donde la disminuida Isabel Martínez la Tarabilla ni siquiera obtuvo el crédito principal que le correspondía por su infumable debut estelar en La mujer policía (Fragoso, 1986), allí donde la simpática gordita segundona María Luisa Alcalá se conforma con corretear falos que la repudian y termina abusando del más dudoso para hacer cimbrarse un autobús gigante en el final día de campo taquimeca de Las borrachas (Cardona III, 1988), allí se enseñorean las protuberancias físicas y humorísticas de Maribel Fernández la Pelangocha en una comedia a punto de ser abortada al nacer, como si la risa se estorbara a sí misma, dentro de un parto difícil que lucha por romper las paredes del vientre filmico.

      El discurso de la risa protuberante destierra el misterio en todas las avenidas del lenguaje. En el principio fueron los albures serpentineros de colección en Picardía mexicana I (Salazar, 1977) y las majadas poscarperas de La pulquería I (Castro, 1980); al final las no-tramas apoyaron con señas manoteadas las palabras altisonantes o de doble sentido, para que un catador de vinos tomara orines y un mudo le enviara una carta a su novia en Llegamos, los fregamos y nos fuimos (Arturo Martínez, 1983), o para pendejear a personajes