Jorge Ayala Blanco

La disolvencia del cine mexicano


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(Los pen.. itentes del pub de Pérez Grovas, 1987). Dentro de ese amplio repertorio de posibilidades y repeticiones al infinito, el lenguaje lépero de La portera ardiente es el del albur compulsivo, incontenible, resobado, en el límite del sketch revisteril y el abigarramiento hastiado hasta la sinrazón, pero un albur vuelto elemento narrativo, vuelto instrumento de comunicación, vuelto jerigonza imparable. El cretino lumpen-lumpen Solovino (César Bono) asegura que todo mexicano nace debiendo veinte mil dólares, por eso él en cada puñeta le ahorra buena lana al país. El vendedor ambulante (Charly Valentino) se presenta como “su camotero que lo atiende con esmero”, sin decaer en su amabilidad. En trance de venirse con un falo de emergencia que le está quitando la picazón, la casada adúltera Celsa (Elsa Montes) exclama un “Me voy”; y por corte directo, “Me voy”, dice el cornudo musicastro Higinio (Roberto Flaco Guzmán) al decidir largarse del billar. Incluso la anciana vendedora de dulces (Águeda Incháustegui), abuelita de la heroína angelical Adela (Alma Delfina), es una rijosa lanzaobscenidades que fuma Faritos como si fuera mota, provocando alguna jocosa confusión. Pero ante todo, ahí está La Pelangocha para hacer afirmaciones sabias (“Si usted le daba a su mujer arroz con leche, o ate con queso, a la mejor ahora quiere plátano con crema, o camote con miel”) y para contrarrestar, desmontar, neutralizar y responder cada letanía de albures que se le cruza. Anda en la jerigonza, desmantela la jerigonza, domina la jerigonza. Anda en rodeos del habla con admirable libertad, complica victoriosamente los juegos de palabras, tergiversa las cosas con malicia irresistible. Vence en los duelos de alusiones genitales aun siendo mujer. Como la madreadora sirvienta codiciada tanto por patrones vetarros como por mozos de su clase que interpretaba en Los gatos de las azoteas (G. Martínez Solares, 1987), defendiéndose sin miramientos en su barbajanería (“Hay, pero no para todos” / “Usted quiere que me muera como mariposa, a puro cachuchazo”), la Pelangocha puede ser cruel y despiadadamente directa. Invade el lenguaje especial / exclusivo de los varones, lo expropia, lo deyecta, lo revierte y lo destierra: profana su misterio. Martiriza la jerigonza y la vida errante de las fórmulas acuñadas del albur, cancela las formas permanentes e invariables en un lenguaje usurpado, desmitifica caducidades e impone formas pasajeras más inventivas.

      La risa protuberante prohíbe a los sentidos traspasar los límites de la razón. En vez de ceñirse la corona de los mártires, la Pelangocha hace que se la ciñan los varones, ya desprovistos de su dispositivo comunicacional, que parecería su única esencia. Ella, simplemente, agota la palma del candor y la inocencia. La Portera Ardiente se identifica por igual con la pirujona anhelante de amor verdadero Minerva (Jacaranda Alfaro), a la que imparte lecciones de cordura (“Usted se la pasa escoge y escoge y nada escoge”), que con la angelical estudiantita Adela, a la que brinda su amparo. Pero con los galanes de ocasión que se le lanzan por doquier, la Pelangocha es implacable, aunque ella misma se muera de ganas por tirárselos, tras dos años de que su marido, un tal Aureliano, se fue de bracero (o la dejó por una riquilla, o está en el hospital con sida, según le dicen). Con impaciencia en la inclemencia a causa de la abstinencia, pero se da el lujo de parar en seco al atractivo garañón Higinio, semidesnudo bajo frazadas después de un asalto callejero, que se las pide cada vez que ella se agacha (“No hago el olán con hojalateros”).

      Negarse a expresar su pasión disimulada, acallar sus urgencias corporales y conservar para ella sola sus estremecimientos reprimidos, resultaría una aberración erótica elevada al cubo; pero es una hazaña, de acuerdo con la lógica del exiguo relato, sobre todo dentro de esa vecindad típica de sexycomedia mexicana de los ochentas. Esa vecindad donde no existe otra preocupación en los vecinos que la de coger todo el día con quien sea, donde todos los inquilinos se definen por su hipocresía respecto al sexo ilegítimo que ellos mismos practican o se morirían por practicar, donde el pobrediablesco Higinio desatiende a lo idiota a su ganosa mujer Celsa (como De Alba a su Maribel Guardia en El rey de los taxistas de Alazraki, 1987), donde la mujer insatisfecha debe desquitarse hasta con el camotero lumpenazo mientras el marido mendiga cachuchazo a cualquier suripanta, donde el caricaturesco sargento Renato (Manuel Flaco Ibáñez) hace marchar a su curvilínea mujer Lyn May hacia la cama sin dejar de acariciarse lujuriosamente los bigotes (¿burla cultista al mujeriego Fernando Soler de La oveja negra?) y donde todo mundo ansía la virginidad de la hermosa Adelita (“¿A poco hay quintos de oro?”). Al tiempo que todo se les va por la boca, las protuberancias de la razón alburera engendran monstruos del rechazo puritano / libertino.

      La risa protuberante custodia y secreta a raudales su entusiasmo por la arbitrariedad ordenadora. Al amparo de La Portera Ardiente todo se arregla en el mejor de los vecindarios posibles. Extorsionada por el judicial perjudicial Escobar (Gerardo Vigil), la inmaculada Adela cederá su sitio en el lecho (“Desnuda y a oscuritas”) a la ofrecida Minerva, al fin poseyendo al hombre que tanto deseaba, dándole entera satisfacción en varias acometidas y hasta oyendo propuestas matrimoniales. En busca de su marido infiel, la señora Escobar (Lizzeta Romo) termina refugiada con el camotero metiche en un automóvil, para experimentar allí el primer orgasmo de su vida. Y como premio a su fidelidad extrema y martirizada, la Pelangocha recibirá por fin a su Aureliano de regreso a casa, bigotón y zarrapastroso. Tres gags y “todo conflicto desaparece.

      Bajo la mirada envidiosa de las vecinas, la heroína cómica parte con su falo querido y esperado, con vestido nuevo, hacia otra colonia donde no existen mujeres milusos ni porteras ardientes. También las risas protuberantes pueden ser milagrosas sabiéndolas engatuzar.

      La comicidad folicular

      La comicidad folicular defrauda cualquier forma conocida, lógica o posible de la definición genérica. Si un corpúsculo vegetal de lo infracinematográfico tipo Las calenturas de Juan Camaney (1988), del novato exasistente de dirección Alejandro Todd (Metiche y encajeso, 1988), tuviera alguna congruencia dramática, o al menos expositiva, entre sus encabritados saltos de escena en escena y de personaje sacado de la manga a personaje sacado de la vaina, entre sus abundantes brincos de eje y sus sistematizables errores de continuidad, sólo podría ser la de una comedia burlesca con cretinos enredos policiales, que se resuelve arbitrariamente, a modo de una farsa travestida y sentimental / semental. Su forma aproximada es la de un folículo, un pericarpio membranoso o una vainilla que contiene las semillas de la planta, es decir, sus abruptos episodios y sus sketches apenas desarrollados.

      De hecho, no existe ningún personaje central que sirva como pivote, pararrayos o aglutinador de la ficción cómica, pues Juan Camaney (Luis de Alba), el supuesto jefe de mantenimiento del Hotel del Prado y ocasional guía de turistas que da nombre a la película, sólo toca la trama principal, de manera tangencial y conclusiva, en dos momentos de ella. Cuando descubre a una suculenta chica difunta, al estar intentando fajarle, en la habitación de la hermosa peluquera de salón de belleza Betty (Olivia Collins), y cuando, desenfadado, Camaney se disfraza de ganosa provinciana fodonga, junto con otros cuatro empleados o clientes del hotel, para rescatar a la linda peluquera, secuestrada sin motivo por la malosa banda de traficantes de uranio que comanda el Caradura (Gerardo Zepeda Chiquilín), hacia el final de la cinta.

      De esta manera, todos los personajes de una película con comicidad folicular permanecen incipientes, embrionarios; se vuelven segundones por igual; pierden de entrada toda esperanza de preeminencia; tienen existencia casi incidental, pulsátil, efímera, indeterminada; están obligados a estallar, justificar su presencia y desaparecer en el instante, al nivel de la secuencia, al hilo del repentino duelo verbal o de las ruinas de chispeantes parlamentos-chorizo. Pertenecen estos martirizados personajes a una membrana argumental que con ellos o sin ellos sería la misma, volviéndolos aún más necesarios que de costumbre (suma de estallidos chisporroteantes) y al mismo tiempo fatídicamente prescindibles (organismo sin órganos).

      Da la impresión de que, en una partícula de planta fílmica así, toda la carne (los cómicos, los chistes sobados o seminuevos) y todas las carnes (las estrellitas púdicas, las vedettes, las encueratrices resobadas o de medio uso) han sido echadas al asador. Un asador de risas modestas o hilarantes que arde a base de retazos de viejas rutinas de teatros de revista y televisivas (reciclaje, modernización promiscua, simbiosis dinámica y fundamental), más algunas desaforadas invenciones personales.

      En el descocimiento / desconocimiento absoluto, el libreto de Las calenturas de Juan Camaney ha sido escrito por