Jorge Ayala Blanco

La disolvencia del cine mexicano


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estragos de la parranda perpetua. Como se trata de mecánicos automotrices muy pachangueros, por sus desfiguros en el coche los conoceréis. Las eses que bruscamente traza aquel carro destartalado entre las semivacías cuestas de un barrio periférico a las primeras luces de la mañana, son regurgitantes reflejos de una admirable alma viril. Los letreros en las defensas delantera y trasera hacen efervescer rijosas afirmaciones de gandallez consentida (“El Mofles es mi mote” / “Mi divisa es el ¡camote!”) y la ajetreada cámara entra y sale del vehículo fuera de control, adoptando posiciones subjetivas u objetivas en desorden, mientras el conductor arremete contra un tope esquinero sin disminuir la marcha, esquiva de milagro a los escasos transeúntes, da banquetazos o atropella cual desahogo alguna pila de basura amontonada. Y en la coinfractora banda sonora, revienta cierta euforia alusiva con desvelado ritmo salsero (“Me dicen ‘Mofles, vete a chambear’ / pues por el rumbo donde yo lo hago / en el tallercito de autor que es mi hogar / son rapidazos en arreglar los carros / y en el ambiente ya soy popular”), salta imparable el estribillo (“Él es el Mofles / me dicen Mofles / el más famoso / para ligar”) y se extiende el recuento de virtudes como menú (“A quien me traigas yo se la reparo / hago trabajos superespeciales / con la rubia de cualquier edad”). Son Las movidas del Mofles de Javier Durán Escalona (1987).

      Retrato del perfecto cábula motorizado. Son los alborozantes estragos mañaneros del parrandero perpetuo el Mofles (Rafael Inclán), aún ebrio y ya con los malestares de la cruda, pero sintiéndose firme al volante fulmíneo. Gafas oscuras y bigotazo caído, camisa estampada y azuloso traje de terlenka, nariz de gancho sobre pescuezo arrugado para definir un brioso perfil de tortuga reumática, padrotona colita de caballo y untuosas canas en el pelo peinado con esmero, deforme barriga ya inocultable y un sinfín de complejotes de mexicanidad naca. Por afuera, por dentro, por en medio y agárreme ahí, retrato del alegre irresponsable, inferiorizado pero siempre sobrecompensado.

      Desembarca el trasnochador en una calle cerrada, toma impulso con los brazos entre las paredes que se le vienen encima, asciende como puede la escalera, lee como cegato el número de su depto para cerciorarse, no le atina a la cerradura, se decide a tocar el timbre (“Ya me acordé que no estoy”), apoya un pie sobre la perilla para meter la llave, recuerda por fin que está protagonizando una comedia desmadrosa y reúne fuerzas suficientes para ingresar por fin, dando traspiés, a su cuartucho, amplio pero batido, con colchón a ras del suelo y ropa colgando de un gancho en la ventana. Retrato del indoblegable resentido matutino. El heroico Mofles se acerca a una fotota de la Lupe de frondosa efigie peladona (Maribel Fernández la Pelangocha) con quien se había casado al final de El Mofles y los mecánicos (Víctor Manuel Güero Castro, 1985), pero que lo abandonó. Se la mienta a la foto enmarcada y le da vuelta contra el muro, para dejar al descubierto el cromo sicalíptico de una vedetona a la que besa, en sensual desquite, sus zonas pudendas. Luego tira saco y cartera al piso, avienta sus mocasines sin tocarlos, deposita su reloj sobre la cómoda, llora un instante sobre el cuadrito de un hijo del que lo han despojado y se tiende a dormir la mona, abrazado a un osito de peluche.

      Manual de fenixología ebria. A las dos de la tarde llegan de visita dos amigotas golfonas en pantalón entallado o microvestido, abren con la llave que se había quedado pegada en la puerta, descubren al Mofles bien arranado (“Mira mana, guácala”) y sin piedad lo despiertan, para que el tipo luche y retoce con ambas (“Hueles a cuba” / “Soy libre”), aunque ellas estaban deseosas de llevarlo a comer tacos (“Por lo menos eres honesta: de chicharroncito”). Tras la manoseada de senos y el revolconcito de rigor, el Mofles se dirigirá bien flanqueado por las dos rorrazas (“¿Qué pasó, mi Mofles?” / “Trae doble escape”), a la cumbiambera fiesta de cumpleaños de su patrón don Gaspar (Pancho Müller), en el mismo taller donde trabaja como capataz de mecánicos albureros y amenizada por el grupo musical Generación 2000, dentro de esa pachanga renovable hasta la eternidad que es la vida de los proletarios en el cine cómico nacional de los ochentas.

      Las movidas del Mofles pertenece a una zigzagueante saga. A diferencia de sus compañeros de degeneración cómica (Zayas, Rojas, Ibáñez, Guzmán), el buen histrión desperdiciado pero prolífico Rafael Inclán no necesita degradarse demasiado, ni acapulinarse soezmente (como De Alba), para hacerse chistoso. Siempre permanece dentro de los límites del rol que se le asigna, aunque engolosinado, haciéndolo desbordarse hacia adentro, sea pícaro popular o emigrante indocumentado, embustero pueblerino o lince urbano. Más bien ruco, pero gozoso y diverso, su menesteroso personaje proteico ha ido creciendo a contrapelo y a contragolpe, aunque al amparo de una comedia lépera que cada día se estrecha más, incluso cuando creía en una aparente y tosca desrepresión.

      En una cauda de interpretaciones diversamente memorables, el sagaz Inclán ha sido el Movidas ascendido de escudero sanchopancesco a padrote instantáneo más que convincente en Las ficheras (M. M. Delgado, 1976), el hijo de un Padrino de Chicago que renunciaba a su séquito de buenonas para enamorar a la hermana santurrona de Lalo el Mimo (actuada por el propio Lalo) en Noches de cabaret (Portillo, 1977), el ropavejero Ayates que iniciaba al diablito Zayas en su verdadera opción (homo)sexual sin renunciar a los ríos de pulcata enrevesada desde La pulquería (Castro, 1980) hasta La pulquería ataca de nuevo (Castro, 1985), el literario güevonazo pueblerino que se inventaba pariente de próceres en El héroe desconocido (Pastor, 1981), un radiotécnico de insaciable voracidad cogelona cual emblemático macho contraexplotador de las liberalidades eróticas de la serie soft-porno francesa de Emmanuelle en Emanuelo, nacido para pecar (Véjar, 1982), un bracero que cruzaba la frontera norte sin documentos pero bien escoltado por ficheras siliconas en Mañosas pero sabrosas (Castro, 1984), un agente de tránsito que escoltaba a la Pelangocha en sus riesgosos lances puritanos en La ruletera (Castro, 1985), un chofer materialista con premio de lotería que continuaba pretendiendo cual pobrediablo a la suculenta Olivia Collins en Picardía mexicana 3 (Villaseñor Kuri, 1986) y un fugitivo de la migra que terminaba salvando a la prominente chicanita secuestrada Myrra Saavedra en Mojados de corazón (Rico, 1986), aparte de otras peripecias infumables de Los hijos de Peralvillo (Urquieta, 1986), de obsexos A garrote limpio (Ruiz Llaneza, 1987) y de súbitos aficionados deportivos al Futbol de alcoba (Durán Escalona, 1988).

      Por su vivacidad y la de su hipotética inserción social con pasado melodramático, el tosco mecánico alburero el Mofles, cogelón y etilizado, pero en el fondo un huérfano egresado de hospicio y ansioso de afecto querendón, resulta el personaje más exitoso, duradero, matizado y rico de Inclán, pese a la casi inexistencia de la trama de sus sucesivas aventuras. Fue confeccionado por el libretista Marco Eduardo Contreras, a la medida de ese actor de gran arraigo popular que ha transitado incólume del género de ficheras al género de nalguita con cómicos majaderos, paseándose con desenfado como el mejor comediante mexicano de los ochentas, implicando cualquier cosa que esto quiera decir y seguido de cerca por el demasiado profuso Flaco Ibáñez. Curiosamente incontaminada por los demás devaneos fílmicos de Inclán o por sus incursiones en el teatro cómico de altura (El avaro de Molière), la épica hojalatera del Mofles logró tres salidas al hilo durante la década: El Mofles y los mecánicos (1985), Las movidas del Mofles (1987) y El Mofles en Acapulco (Durán Escalona, 1988), con los consecuentes saltos argumentales y caracterológicos que esto conlleva. La serie tuvo tanta aceptación que de repente se desataron abundantes vicisitudes de otros mecánicos fílmicos, como Los mecánicos ardientes (Raúl Ramírez, 1985), donde el ególatra director-actor de cuarta se presentaba admirativamente cual semental repelente que daba servicio a siete casas chicas, y como Los rockeros del barrio (Castro, 1985), donde cinco mecánicos cuarentones, con el Flaco Ibáñez a la cabeza, reorganizaban su antiguo conjunto juvenil de rock.

      Las movidas del Mofles se destina a consagrar escapadas gloriosas. Pero, más que escapadas, son escapedas, pues la oquedad narrativa de la serie se atasca siempre en el mismo punto, donde se retaca de celebraciones chacoteras y hazañas alcohólicas. Pero vayamos por etapas. En El Mofles y los mecánicos nuestro inconstante coscolino el Mofles todavía se llamaba Luis, vivía como perro en busca de dueña en una vecindad de Tlalpan, sólo se acompañaba por su perro Solovino y, por azar, yendo a depositar al banco unos billetes del patrón del taller (el Güero Castro), se apoderaba del botín de un asalto ineptamente perpetrado por torvos expresidiarios con máscaras disneyanas (Pedro Weber Chatanuga, Polo Ortín y el Cavernario Galindo); perseguido sin cuartel por los maleantes que acabarían presos, nuestro escamado