Jorge Ayala Blanco

La disolvencia del cine mexicano


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al pecho, camisa blanca abierta, puños arremangados sobre el saquito corto, gafas ahumadas, zapatos tenis y pantalón de bolitas (“Yo lo valgo”), nuestro autoendiosado Fuensanta vividor de mujeres tardará varias escenas ambientales, entre ficheras de relleno (“Te dicen Aspirina porque a todo mundo le quitas la calentura”), antes de irrumpir en el cabaretucho de cabecera, su terreno natural del que ya ha sido desplazado, ese hipotético cabaret-set donde circula haciendo de las suyas el mesero jotón Beto (Manuel Flaco Ibánez), quien las menea canturreando por doquier la misma cantaleta (“Y mira cómo te tengo / y mira cómo te traigo”) y donde se ha enseñoreado como rifador efectivo con las chavas ficheronas el arribista padrote bigotudo Rorro Buga (Roberto Flaco Guzmán), de jacarandoso traje blanco (“Va con mi personalidad”), para humillar mejor a las postsiliconas (“Andan de babas y luego las tiene uno que limpiar”), al tiempo que se hace codiciar por ellas (“¿Quién quiere tener el lujo de pagar este tacuche?”).

      Ya llegó el que andaba ausente, pero el ausente no regresa vencedor como en ópera barriobajera. Trae cara de retortijón al acometer chava por chava la reconquista de su territorio (“Mándenme su solicitud con dos fotos: una de frente y una de nalgas”), pues ahora se desviven por encenderle el cigarrillo al usurpador (“Una cosa es ser padrote y otra pendejo”). Pronto el ausente y el usurpador se medirán mutuamente, cara a cara, look decrépito contra look degenerado, entre las regias pinturas galantes del antro y tan retadoramente inmóviles como ellas pese a sus verborragias (“No se están peleando, nomás se están haciendo pendejos”). Antes de proseguir su duelo verbal con antiquísimos albures (“No es lo mismo huevos de araña que aráñame los huevos”, etcétera), ceden sin embargo al influjo de la corralesca música tropicosa (“Kikirikí cantaba el gallo”) y suben por turno a pavonear su adornado dimorfismo sexual de machos ovíparos sobre la pista de baile con cortinajes dorados.

      Primero le toca al Rorro, quien se baja muy sexy las hombreras del saco cual acicaladito Luis Miguel en recital color de rosa, se alza luego las solapas como solazándose en un nicho y bailotea luciendo sus zapatos blanquinegros de la era pachuca, mientras atenaza el trasero plateado de la beldad que se sirve como pareja desdeñable. Después le toca al Rigo, quien camuflea hábilmente su torpeza para rumbear, mudando de partenaire buenona cada tres pasitos, con atuendos que se acortan hasta lo exiguo. Al concluir el despliegue de la sesión, cuando los rivales irreconciliables han acabado de sacudirse los sobes y saludos de sus partidarios o admiradoras, nada parece aplazar ya el magno ajuste de cuentas padrotiles. Entonces, un providencial gigantón rijoso aplastará al afectado padrote sustituto Rorro sobre una mesa de centrípeto despanzurramiento, dejándole el campo libre de nuevo a nuestro aterrado revanchista Fuensanta, quien elegirá llevarse consigo a la guapa morenaza Clara (Rosario Escobar) para celebrar su ocasional triunfo indiscutible y hazañoso.

      Todo en vano. El monarca de la comicidad decrépita ya no pifa en la cama, ya no la hace ni en eso. Sus desdichas han arrancado y nadie, sino el azar, podrá detenerlas. Entusiasmos masajísticos, desplantes en los que todo se le iba por la boca y desafíos salseros ya eran, de hecho, sucedáneos velados o derrotas ambiguas, preludios a lo peor. Como la película misma, el protagonista de El rey de las ficheras vive de sus memorias de comicidad y para sus recuerdos eroaventureros. El único vértigo a su alcance será el paralizante decaimiento, y sus hazañas semejarán más bien las monótonas desventuras arrasantes de un burlesco caso de impotencia viril.

      Para colmo, pronto se correrá la voz entre las tentadoras damiselas descerebradas pero encabritables de que al reyecito agotado Rigo nada de nada (“No hubo despegue” / “Ya no paraguas” / “Y de sexo, nada”). Una irritada suripanta (“Te dijeron pinche puta”) le reclamará su vergonzoso estado, dando zancadas por el cuarto, sin entender que desprecie ese imantado triángulo rubio por debajo del negligé rosadito (“Me cumples o me devuelves mi lana” / “Me dijeron que eras un huracán y ni a brisita llegas”). Otra deseosa protuberante lo ironizará sin piedad, y hasta el rival otra vez gañón el Rorro se apiadará de él, aterrándolo con la pérdida definitiva de todos sus derechos adquiridos: dominio, fondo de jubilación y retiro “a la Casa del Padrote Arrepentido”.

      El infeliz ha quedado impedido por negarse al narcotráfico en Cancún y haber pagado su rescate cuchiplanchando diario a cinco tipas; se culpabilizará como cualquier vejete vencido (“Me sentía gavilán y ahora no soy ni chichicuilote”) y deberá recurrir, desechado y deshecho, en escombros morales, a cierto psicoanalista farsesco que ruge en cada tic de origen genital (Víctor Manuel Güero Castro incluyéndose como de costumbre en su film) y le dictamina un remedio reputado como infalible (“Haga el amor en condiciones de incomodidad y de gran peligro”). Nuestro héroe obedecerá el consejo, dando lugar a las escenas más descabelladas de la comedia bufa que a estas alturas efectivamente ya bufa y jadea de exasperación en arenas movedizas; pero es inútil, sólo conseguirá abultarse la cifra de actos fallidos y humillaciones, aparte de los riesgos gratuitos. La cura puede provenir únicamente del pensamiento mágico, mediante un truco tan absurdo como eficaz. Y en un torneo ninfomaniaco-caballeresco por el título de Rey de las Ficheras, la victoria final de nuestro Rigo Fuensanta sobre su propio cuerpo y sobre su envalentonado rival sucederá de manera increíble, más por arbitraria casualidad que por invocado milagro ficcional.

      La comicidad decrépita estimula sin intromisiones la continuación incesable de los estereotipos. Gracias a roles que van desde el lumpendiablito virgen / marica de La pulquería (Castro, 1980) y el travestí carcelario de Hilario Cortés el Rey del Talón (J. Durán, 1980), hasta el atrevido marchante del amor de Los verduleros (A. Martínez Solares, 1987), el marido prángana al que sólo le alcanza para una querida en condominio de Tres mexicanos ardientes (G. Martínez Solares, 1986) y el aspirante en Academia de Policía de Los verduleros 2 (A. Martínez Solares, 1987), pasando por el ladrón con doble vida del díptico El ratero de la vecindad, 1982 / 1986), y el acomplejado trabajador peladazo de la pavorosa saga El día de los albañiles, el comediante Alfonso Zayas se fue convirtiendo inopinadamente en el actor más taquillero de México. El actor más taquillero, gustado y querido. El actor más taquillero, entre los cómicos o dramáticos. El actor más taquillero durante el periodo 1986-1989, con un mínimo de veinticuatro salas a su servicio, la mayoría de público cautivo, para sus estrenos en el área metropolitana, trátese del ínfimo de ellos o de reveladores éxitos discretos como El rey de las ficheras (supuesta secuela de Los plomeros y las ficheras del mismo Güero Castro, 1987).

      El caso de esta popularidad personal y el camino de su encumbramiento resultarán inusitados para quienes recuerden a Zayas como un insignificante patiño de programas televisivos, siempre bocabajeado por el caprichudo Chabelo o cacheteado por la Criada Biencriada. Pero el fenómeno es explicable. Menos alebrestadamente verborrágico que el Caballo Rojas, menos patéticamente desencajado que el Flaco Guzmán (aún con aspiraciones tragicómicas en Ratero de I. Rodríguez, 1978; ¿La tierra prometida? de Rivera, 1985, y Muelle rojo de Urquieta, 1987), menos atolondradamente exportable a las películas fronterizas que Rafael Emanuello Inclán, y menos descaradamente canalizador del escarnio al homosexual que el Flaco Ibáñez, nuestro ejote viviente Zayas debe buena parte de su arraigo a que sintetiza y desborda muchas de las características más negativas de esta carnada de cómicos mexicanos de los ochentas.

      Si existiera un perfil ideal de lo que se ha dado en estereotipar como cómico-alburero-en-busca-de-nalguita, Alfonso Zayas lo encarnaría a la perfección. Es el cómico ni-ni perfecto en medio de una generación de cómicos ni-nís imperfectos porque optan por alguna seña particular casi humana. Estos cómicos le hacen a todo, pero no son ni galanes, ni bailarines, ni actores, ni graciosos, ni carperos, ni comediantes, ni recitadores de chistes, ni improvisadores, ni cómicos propiamente dichos. Son sólo compulsivos erotómanos vueltos seres desatinados e intersexuales, verdaderas ruinas humanas, humildes y escalofriantes estragos físicos que se ufanan de serlo a cada instante y lo reconfirman en cada incidente, sabandijas conflictivas y abusivas demasiado de bajada, madreadores espantosamente madreados por la vida, creaturas inconscientes ajenas a la madurez y la evolución, pervertidos infantilistas hasta la inocencia de la rutina alburera elevada al absurdo de la repetición desubstanciadora.

      Entre ellos reina Zayas porque él sabe, mejor que nadie, poner la jeta lastimosa para que se la rompan, desarticularse a cada pisada, consumar con euforia