Jorge Ayala Blanco

La disolvencia del cine mexicano


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el machismo es una actitud homosexual vergonzante y vuelta del revés, aunque reversible en el campo de las formas conscientes e inconscientes.

      Un macho en el salón de belleza es en cada tercera escena un cántico al lúdico embarre por detrás, a la alusión majaderamente equívoca, al buen oficio del orificio y al virtuosismo del héroe Rojas superando el más vasto repertorio de gestos, ademanes y frases afeminadas hasta la ternura (“No quiero ser la manzana de la discordia entre dos hombres”). Cómo andará la cosa en esta Jaula de Locas, que hasta el burlado suegro Chatanuga cederá subrepticiamente a la seducción maricona, congeniando con el encantador Bicho, añorando un masaje prostático que lo haga gritar de placer como a su hijota en el piso de arriba, y aceptando al final un manazo de reconciliación en el trasero de parte de su dominador yerno, ya milagrosamente enriquecido.

      Aun con disfraz de travestí que se arranca con gesto victorioso cual antifaz de Batman (Burton, 1989), ser tan macho como el Caballo Rojas será el nuevo ideal inalcanzable de cualquier bestia mexicana. La suerte se le traduce ipso facto en abundancia, y eso ya desde su primer estelar en Buenas y con... movidas (Cardona hijo, 1981), donde era un magnate banquero que acababa en la dicha total haciendo de su mansión un burdel; y desde Las perfumadas (Castro, 1983), donde terminaba como un proxeneta difunto al que sus antiguas pupilas le hacían un striptease colectivo para hacerlo relamerse en el más allá. Ahora, en Un macho en el salón de belleza, debe simular masturbarse ante el espejo a punto de explotar de semen y debe bajarse las ganas metiéndose hielos bajo la trusa, debe darle masaje domiciliario a Gloriella en una roja tina cleopatresca ante las barbas de un marido empistolado, debe desvirgar y revolcarse explícitamente retador con su apetitosa novia nacota, debe dejarse violar tumultuariamente por las enardecidas clientas que lo suben sobre sus cabezas, debe ponerlas a hacer cola para entrar a su sesión diaria de masaje-cuchiplanche y debe concluir con grandes ojeras roncando sobre las piernas de la última presa desnuda.

      Ser macho como el Caballo es estar siempre firme y dispuesto, querer y poder tirárselas a todas todo el tiempo, tener la exclusiva del vigor viril. Pero por otra parte, a cambio de asumirse como objeto fálico y anularse como conciencia, en pleno humorismo egocéntrico y narcisista del macho contento con faldas y pelucas, sólo un macho infeliz como el Caballo Rojas puede satisfacer la voluntad de poder de las mujeres y los afeminados, felices con su animal tieso a un lado.

      Secondo tempo: Los límites desechados

      Decidido a retener como sea el interés génito-mamario que le ha demostrado la elefantiásica vedette Deborah Dantelli (Amalia González Yuyito) y pese a que ya le han concedido la mano de su noviecita sosa Amanda (Claudia Guzmán), el tortero Alberto el Chile (Alberto Caballo Rojas) se somete a una prueba para bailarín corista con el obeso coreógrafo joto Silvio (Gerardo Porkyrio González) siempre puestazo (“¡Qué ganas de enchilarme!”). Aun así, el héroe no tiene empacho en tomar la tarjeta que el mariconazo se coloca en el culo (“Ya sácate”) y acepta tomar clases particulares con él por la noche. En la primera y única sesión (“Ciento siete, es el número del departamento ¿eh?”), será recibido por el tipejo travestido como ballenata con un corsé muy coqueto (“Por las mañanas soy Silvio y por las noches Calmona la Rompecatres”) y tolerará que el roperón individuo se le siente en las piernas para seducirlo (“Cógeme... de la cintura, ésta es la zona, búscala”), pero preferirá tirarse por el balcón a la mera hora (“Mi corazón tiene pálpito” / “Pero no pal mío”), secundado de inmediato por el avorazadón. El efecto cómico se redondea con la divergencia de suertes en el zapotazo: mientras El Chile cae encima de los colchones que transporta un camión, su perseguidor erótico da el batacazo de hocico sobre un carrito camotero, por lo que deberá extraerse un endulzado camote de atrás, para hablarle con mirada tierna (“Uno por uno ¿eh?”) y oyendo el modificado pregón del vendedor (“¡Camotes con puto!”).

      Para llegar a esta escena cumbre, la veintiúnica dentro de la delirante línea de equívoco machismo travestido y ambiguo escarnio al homosexual que se había trazado la comicidad del Caballo Rojas, han tenido que pasar más de dos tercios del liviano e insustancial relato de Un macho en la tortería (1989), cuarto eslabón de la serie Un macho (precedido por Un macho en el reformatorio de señoritas de Castro, 1988, irrelevante pero más genuino) y segunda cinta que se atreve a dirigir el propio comediante norteño para su mayor desdoro (empezó con El garañón 2 un año antes). Del resto, sólo resultan memorables la escena del acostón caldoso en el tapanco, cuando media docena de rorras irrumpen en cueros para sabotearle cotorramente su despedida de soltero al calenturiento Chilito (“Vamos a chingárnoslo”) y la escena del camerino para damas, donde un racimo de coristas desnudas le hacen cola al Chile, travestido como viejecita servicial (“Se me está chorreando la jerga”) para recibir expeditivas dosis de “masaje” en cámara rápida, hasta que el gánster Pancho Müller es también pasado por las armas.

      Para debutar en plan de autor completo, el ambicioso realizador Rojas ha prestado demasiada confianza en el hipotético talento del libretista Rodolfo Rodríguez, el excachún intelectual de Televisa, quien ineptamente pretende adecentar nuestro cochambroso género popular. Al Caballo conocido se le ve el colmillo cuando trata de filmar y actuar contradiciendo al guion, cosa que sólo ocurre de manera desgraciadamente esporádica.

      Fallidas alusiones de doble sentido durante las jornadas en la tortería (“Una de pierna con jamón y otra de jamón con pierna para la señorita”), profusión de chistes obscenos en torno al sobrenombre del tortero el Chile (“No me gusta ese apodo, como que no me entra”), pobrediablesco babeo ante números escénicos de Las Primas (“José, José, qué bien que se te ve”) y la descomunal Yuyito disfrazada con ropa interior de niñota (“¿Les gusta jugar con las pelotas?”), cretina trama de joyas escondidas en latas de chiles, tortas de regalo para una torta con tetas contentas (“De pechuga no le traje porque tiene tanta”), buena rutina verbal del socio tortero el Migajón (César Bono) que escupe a las carotas cada vez que pronuncia la ch como sh (“¿De qué quieres tu shisharrón?”), paseos romántico-turísticos por la navideña ciudad de México al lado de Yuyito como la Anita Ekberg fellinesca que nos merecemos (“Bebamos más leche”), final baboso de policías contra mañosos y algún exabrupto generosísimo aquí o allá (“Como dijo el pendejo, aún hay más”). Tal parece que Rojas hubiera perdido en la lucha contra sus propios materiales cuando podía expresarse más a sus anchas, tal parece que de repente desdeñara los espontáneos resortes de su vieja comicidad sin proponer nada nuevo, tal parece que su mundo se hubiera vuelto vergonzante (ante todo para él mismo). Un macho en la tortería, un macho con el rabo entre las piernas.

      En balde el Caballo Rojas había conseguido batir y superar en gracia anárquica a los golosos cómicos travestidos del cine clásico mexicano (Enrique Herrera, Joaquín Pardavé, Tin-tán, Manolín), dentro de un terreno erotómano menos sainetero pero más equívoco. En balde porque el “adecentamiento” del mundo cómico de Rojas parece hoy irreversible. Ya desde su primera incursión como actor-director, en El garañón 2 (1988), había recurrido al gag hipersimbólico de un trasplante de pene, a lo Lando Buzzanca, con quince años de retraso, para proseguir las aventuras libidinosas de El garañón 1 (Crevenna, 1988), película donde el zoofílico y sodomizable personaje del título había sido herido y emasculado durante una pastorela nocturna, y provisionalmente había terminado cantando como castrato amariconado en un coro de iglesia. Nunca segundos penes fueron buenos. Mucho menos sus segundos trasplantes.

      La comicidad decrépita

      Desde su mustia decadencia, la comicidad decrépita añora el vértigo de las hazañas aventureras. Con hervor de retorno descolorido, tras unas vacaciones tan merecidas como funestas, el ojeroso explomero padrote Rigo Fuensanta (Alfonso Zayas) se restriega sabrosamente bajo la regadera y enseguida se abandona, sobre la planta de unos baños públicos, a los cuidados masajistas de un negrazo; pero, al escucharse sus clamores de placer (“Ay qué manotas, así, así, ¡cómo me gusta!”), el acto sólo consigue confundir la mente cochambrosa de su second el Pelón (Alfredo Solares). Está dado el tono exacto de El rey de las ficheras (Los plomeros 2) de Víctor Manuel Güero Castro (1988), último rebote de cierto tipo de comedia alburera.

      Disipado