Jorge Ayala Blanco

La disolvencia del cine mexicano


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escuálidas protestas femeninas (“Yo soy decente” / “Lo gozas igual”).

      Nada falta. Por fin, todos los elementos están en su sitio. Feria de albures archirrebotados y sobados (“Mi santo es San Expedito” / “Y el mío San Zacarías”), encueres bisexuales al por mayor, acuestes frenéticos sin preparativo alguno, fóbicos lances homosexuales en abundancia, carne que te quiero carne hasta en una carnicería (propiedad del veterano papá suegro Pedro Weber Chatanuga), grado menos diez de la expresión cinematográfica (aunque con ágil fotografía de Raúl Domínguez), arbitrarias situaciones de vodevil aletargado / paquidérmico o desparramado / hiperkinético, actuaciones exageradas hasta la caricatura y el guiñol, restos de subgénero de ficheras con opulentas desnudistas de museo de cera (pero untables con aceite para masaje), un populacherismo para autoconsumo de Los verduleros (Los marchantes del amor) (A. Martínez Solares, 1986-1987), y Los gatos de las azoteas (G. Martínez Solares, 1987) en Los lavaderos (Javier Durán, 1986) y en La lechería (Ugalde, 1987), gruesos equívocos que saltan a la vista, fatigosos sobretrabajos genitales casi próceres, humor picoso ultraprevisible, desfachatado tono festivo de la desinhibición sin fronteras de censura por una temporada (“Y luego papas, güey”), más un buen piquete de culo que oportunamente le asesta lo improbable a lo inverosímil ostentoso.

      Son los andrajos postreros, los últimos despojos de la industria de la diversión, los únicos mensajes intocados / reprimidos / desechados por el discurso televisivo dominante, el póstumo rebajamiento de un cine vuelto residual. Son las boqueadas glotonas y jubilosas del nuevo cine cómico mexicano, el género más cuantioso dentro del cine nacional de los ochentas. Es la ingenuidad convertida en alegría afrentosa / afrentada y airoso regodeo insano, al fin, a sus anchas.

      Olvidando haberse agüitado porque lo habrían mandado a la goma, el machismo se despereza y se exacerba; sienta sus lares en la comedia alburera con nalguitas, gracias a su pertinaz artífice el Güero Castro, y hallando su bolita en el flaco perfil buchacón y las gafas ahumadas del Caballo Rojas; de hecho, Un macho en el salón de belleza es la número veinte de las treinta sexycomedias léperas que dirigiría Castro en los ochentas (desde La pulquería, 1980, hasta La más rápida del oeste, 1989, pasando por la pulverizada Sexo contra sexo, 1989, o la abreboquetes Perico el de los palotes, 1984) y la segunda con Rojas como estelar absoluto. No se trata de un neomachismo. Es el mismo machismo de siempre, apenas remozado, pero sostenido, pero acorralado en el exceso, pero igualmente degradante y brutal.

      Pero hoy las películas nacionales de cañonazo taquillero ya pueden invocar y consagrar la palabra “macho” desde su título, sin disfraz, antes bien con cinismo y orgullo. Así, la serie de Un macho se inició con Un macho en la cárcel de mujeres (Castro, 1987), donde el Caballo interpretaba al “infeliz” Chava, un novio despreciado y travestido que daba con sus huesos en un penal / panal femenino, para agasajarse con celadoras y reclusas. Era un simple refrito de Hilario Cortés el Rey del Talón (Javier Durán, 1980), que había sido concebido en su época a la medida de las ectoplásmicas autodenigraciones de Alfonso Zayas.

      He aquí, pues, tan exuberante como el fáunico Tin-tán en Simbad el mareado (G. Martínez Solares, 1950) al Caballo en Un macho en el salón de belleza, su segunda y más reveladora salida erotómano-quijotesca, cabalgando sobre el suelo del mercado de Xochimilco a una guapa traficante de joyas, para ser perseguido por el policía tarolas Polo Ortín que lo cree contrabandista, y debiendo refugiarse en el salón de belleza del maricón hiperromántico Fabrizio (Manuel Flaco Ibáñez), para agasajarse ahora con clientas “pecadoras” y peluqueras, pero teniendo que travestirse como solterona en cada una de sus fugas clandestinas e inventarse un falso padeciniiento de sida en la heroica resistencia a las ardorosas acometidas de su patrón y protector.

      El mimetismo del filete garantiza lo inagotable del filón. He aquí bien ufana, pues, la filosa jeta del Caballo, ese inofensivo placero Nacho El Bicho a quien habíamos conocido enjaretándole brasieres a un viejuco libidinoso (“¿Su dueña las tiene como melones, como naranjas ombligonas, o como huevos?” / “Como huevos, pero estrellados”) o a una tetona descomunal (“Ay mamacita, si te agachas te vas de hocico”), ese vendedor juguetón que se desataba bailando con una cauda de amigos entre puestos de frutas o jitomates en una apertura apoteósica que era una mezcolanza de ronda coreográfica para cargadores de Ismael Rodríguez (Nosotros los pobres, 1947) y videorrola xochimilca, ese simpático hombrecillo incallable cuyos floridos pregones entablaban de entrada un duelo alburero de altos vuelos con el mercader de chiles, ese duendecito desairado con furor testerino cuyos ruegos eran inútiles ante su nacota noviecita buenona Mireya (Diana Ferreti) que lo cortaba porque papá Chatanuga merecía casarla con un babeable licenciadete alfeñique, ese “menso degenerado mental que se la pasa en su puesto gritando obscenidades”, ese inasible fugitivo que les aplasta quesadillas en la faz a sus perseguidores y se finge enano para levantar de los tenates a los policías, sin sospechar todavía que el destino manifiesto lo llevará a las más envidiables circunstancias del cine cómico mexicano de los años ochenta destrampados.

      Muchas oportunidades, e incluso mejores ansias erotómanas de las que tendrá el Caballo como sacristán virginal en El inocente y las pecadoras (Castro, 1988), pero en su situación de huida estacionaria nuestro macho sólo conseguirá agudizar sus temores más profundos a ser desvirilizado, castrado, metamorfoseado degenerativamente. Afeitándose de buenas a primeras su barbita rala en el salón de belleza (automutilación transferida) y ostentando exageradísimas pelucas de Tootsie rositas o celestes (definición a contrario), Nacho se traviste gozoso, a veces en parte, a veces por completo, y se transforma en El Bicho desalmado, un zalamero mariconcete explotador de mariquitas crédulos y atrevido heterosexual embozado. Ha cambiado de personalidad, engaña con habilidad en un mundo de pelmas, se aprovecha de las confianzas, se finge sidoso para inspirar compasión y manipular, invade lujuriosamente la sagrada / mercenaria intimidad hogareña de su futuro suegro tablajero, seduce a su novia babas con subterfugios y continúa en fuga despavorida, hasta el súbito enriquecimiento del final feliz.

      ¿Por qué corre el Caballo Rojas? Acaso por mero alboroto equino. Acaso porque, como supuesta esencia con base biológica, como comportamiento corriente, como cultura popular y como resorte de comicidad homofóbica (se inventa una ridiculez gay que se les endilga a los homosexuales para mejor escarnecerlos), el machismo es una cobardía, una huida, un refugio; ¿un pánico que se encierra en la cárcel de mujeres, o un pavoneo atemorizado que se maquilla en el salón de belleza? Toda degradación del macho Nacho, toda abyección es poca si se trata de conjurar al miedo, si se trata de salvaguardar contra el terror a la desmasculinización, si se trata de sublimar el vacío profundo de esa prepotencia tan amenazada (por exceso de funcionamiento heterosexual, por tentador asedio homosexual) como aquel simbólico chorizo que descuartiza con saña el carnicero suegro Chatanuga ante los aterrados ojos del Caballo.

      A fin de cuentas, el triunfo del machismo miedoso se apareja con la omnipresencia de una homosexualidad ganosa. No es por azar que el Caballo Rojas aparezca con centelleantes pelucas y luciendo su rutina de amaneramientos en más de las tres cuartas partes del film. No es por azar que el segundo personaje más presente en la trama sea el patrón del salón de belleza Fabrizio, soberanamente encarnado por un Flaco Ibáñez fofo y blancuzco, depilado y efusivo, ganoso y blandengue, descontrolado hasta el masoquismo y la impudicia gloriosa; representa el amor a primera vista que lanza su flechazo poderoso desde que el Bichito le hace implacables ojitos hipocritones, encarece el amor generoso que ampara al evadido sin esperar retribución, se desespera durante el goloso monólogo ante un bulto fálico que sobresale en la sábana, remeda el abnegado amor maternal soportando sádicos tironeos de cabeza en la sala de masaje, calma sus ansias echándose alcohol sobre el cuerpo cada vez que lo roza el “sidoso” objeto amado (alcohol hasta en el trasero durante el gag más cruel del film), rehabilita el amor loco al que poco le importa el producto de unas joyas vendidas, se atreve por fin a desafiar al contagio a cambio de unos instantes de goce carnal y reivindica la confianza amorosa por la vía del absurdo seguro de sí mismo (“¿Qué tienes ahí atrás?” / “Ay, un tesoro”).

      El discurso del machismo ya no es, como en Dos tipos de cuidado (I. Rodríguez, 1952), el de una homosexualidad velada o latente, pero al final tan misógina y cómplice como la de El cumpleaños del perro (Hermosillo, 1974) o tan triunfalista