Jorge Ayala Blanco

La disolvencia del cine mexicano


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Las movidas del Mofles nuestro simpático personaje anda arrastrando la cobija briaga por toda la película, sin lograr reponerse de la separación amorosa; por su nerviosismo de abandonado conyugal e irascible macho llorón, se bronquea con sus cuates del taller e intenta congratularse con ellos invadiendo en bola orgiástica la mansión con piscina de un generalazo (Víctor Junco) que los correrá encuerados y a balazos, es degradado de capataz a “mecánico raso” y se encula en un cabaret por la vedette Rebeca del Mar (Merle Uribe), choca con el carro de un diputado mamila (Alejandro Ciangherotti hijo) que le baja la tipa y lo manda al reclusorio; allí lo esperaban los asaltantes fallidos de la película anterior para cobrar venganza, pero los amigos del Mofles hacen coperacha y consiguen ponerlo en libertad a tiempo, hasta la celebratoria reconciliación final del grupo. En El Mofles en Acapulco, guardando poca relación con las movidas aventuras precedentes, el hastiado Mofles se autoexilia al paraíso más naco del Pacífico, en compañía de un contlapache carita (Pedro Infante hijo), para dar rienda suelta a sus frustraciones erotómanas y asumir el sometimiento a una organización criminal que le endosa un seudoamigo apodado el Caguamo (el Flaco Guzmán), entre hurtos en sus narices, extorsiones y cocteles “vuelve a la vida” en cantidades industriales para reponerse de sus incursiones como lanchero llevando rubias a playas desiertas con dobles intenciones narcogenitales.

      De las tres películas, la más filosa, representativa y analizable resulta sin duda Las movidas del Mofles, aunque su dramaturgia caricaturesca sea tan gruesa y arbitraria como la de las otras partes del tríptico. Tiene los diálogos albureros más ágiles, las escenas colectivas y privadas mejor concertadas, las interacciones entre mecánicos más graciosas y mitológicas, los retorcimientos más inesperados y los detalles ambientales menos sobados. En última instancia la difusa trama no es más que un conjunto de sabrosas escenas de chacota alcohólica, en rebanadas y con buenas botanas, como si debieran funcionar de manera autónoma. Un catastrófico retorno de borrachera (ya ampliamente descrito), dos secuencias de festejos en el garage mecánico (en segundo término y al final), varios sketches improvisatorios de lumpenclub nocturno con desatados chistes mariconazos (a cargo del Pelón Solares y Arturo Cobo, Cobitos: “Ay comadre, por eso le dicen la Rocky IV, porque Stallone y Cobra”) y la extensa escena de la mansión invadida en plan ebriorgiástico (“¡Qué ricos tan güeyes, tienen alberca sin sol!”), más brevísimos episodios de enlace para hacer avanzar al relato estancado.

      Las movidas del Mofles es un himno a la compañía de los cuates del chupirul. En el taller Los Pits, cualquiera que lleva su auto a reparar se gana una buena albureada (“Mire, lo echo a andar y luego se me para” / “Felicidades”). Allí atienden cinco mecánicos de overol y cachucha que todo el santo día se la pasan pomeando y chacoteando (“No mameyes, Nacho Trelles, que me voy con esos güeyes”), con gestos medio putones al restregarse entre sí (“Le ando rondando la rondana”), cínicamente aplastadotes, planchando el diferencial o leyendo el diario deportivo en vez de talonearle a las entregas del día (“Sin fut la vida no vale nada”). Con brillantes razonamientos verbalizados (“Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa”), el capataz Mofles resuelve crucigramas en su oficina, y le tupe al valemadrismo, pero en cierta ocasión se encabrona, les quita el pomo colectivo a los subalternos y lo estrella contra la pared (“Es taller, no piquera”), luego patea una silla y una lata al salir contrito limpiándose una lágrima entre rechazos (“Vete por la sombrita, no te vayas a aprietar”); cuando sus cuates (“Cuates los huaraches”) le niegan incluso un sitio en la mesa del cabaret pone cara de funeral (“Parece que tiene diarrea”), bebe hasta las chanclas a solas, sale sonándose los mocos producto del llanto y vomita tras un auto, tirita en cueros bajo una cobija cual Calzonzin para que su impresionante amiga-hermanita del cabaret (Elsa Montes) le dé cachuchazo, pide gimoteante perdón a los ofendidos (“La regué, me manché con ustedes”), se desquita tirándose a la insaciable gatota uniformada Chivis (María Cardinal) en una cava (“Apenas llevamos tres” / “A mí ya nada más me gotea”) chapoteando con ella disfrazado de Rambo en un jacuzzi, y por último se dispara a sufrir de impotencia con la soñada cantante silicona Rebeca del Mar (“Agua de coco / para que la bebas / poquito a poco”), silbándole a su miembro (“Espero que me suba la marea, pero no más pura espumita”), antes de ser pateado en el antro por los guaruras del politicastro.

      ¿Y el espaaacioo de los cuates? El velador veladuerme Rondana (Raúl Chóforo Padilla) juega hockey con la basura de la fiesta en el taller que quedó por la mañana, se pelea a cubetadas junto a la sofisticada alberca con el mecánico jovenazo el Rebaba (Óscar Fentanes), se rehusa a explicar su apodo (“Por qué te dicen Rondanas?” / “Si la sueltas, te digo”) y encabeza el baile con la sirvienta morenaza en tanguita (Yirah Aparicio) que el Mofles en fingida retirada ataca por detrás. El mecánico barrendero de cachucha al revés el Balatas (Manuel Flaco Ibáñez) hace visajes de guajolote estreñido cuando protesta, pero se le sube la vanidad como a nadie cuando lo nombran capataz sustituto (“Don Rebaba, por favor, y ese motor tiene que estar a las tres, una dos tres”). Y por el lado de la nostalgia pura, el vetusto mecánico chaparrín Abrelatas (Joaquín García Borolas) sacraliza este renovado hervor de chupirules con sus versos románticos para toda ocasión (“Bello licor / lindo tormento / ¿qué haces afuera? / vente pa dentro”). Pero todos exhibirán letreros en los glúteos desnudos, bajo la pistola del añejo general rabioso (“Censurado” / “Próximo estreno”). Frenéticos de sentimentalismo, masoquistas e impotentes a su turno en varias instancias, cual reflejos del propio Mofles, de quien no pueden desligarse, pero siempre desmadrosos y contentos, alimentando la manía vitalizante de la amistad parrandera como una coartada de forma maravillosa.

      Las movidas del Mofles dicta una imperecedera lección de amistad, tajante como un cadalso o una pústula de mexicanidad inefable. Los humillados compañeros solidarios del Mofles le levantan la Ley del Hielo y se sacrifican monetariamente para sacarlo del bote, pero, antes del advenimiento glorioso del perdón, todavía lo hacen que mendigue un pozolito nocturno en la fonda, que madrugue por unas refacciones y componga un auto en pleno bailongo. Sólo entonces le darán la sorpresa de que el festejo es en su honor, ya aprendida y reaprendida la lección de la amistosa humildad, franciscanamente báquica. La amistad a la mexicana debe ser solapadora, cómplice en la holgazanería pachanguera y quebrantadura de reglas en beneficio del pequeño grupo primario.

      En pie de bronca contra la soledad, en pro del alcoholismo y la genitalidad chacoteras (“Licor de reyes / por poco se la acaban esta bola de güeyes”), se moderan los instintos de la traición inata y la soberbia, otorgándole continuidad épica a los valores defensivos, únicos que admite la madurez cómica de ese Mofles con rondana al cuello, como símbolo de la ojetez domada, del orgullo de clase y de la abierta invitación sexual (“¿Qué se necesita para hacer chillar tu trompo?”).

      La risa protuberante

      Aunque navega a sus anchas en los infinitos grises esparcidos durante la larga afrenta a las mujeres, renovable cada mañana (“Clarín corneta, y no me vayas a desentonar”), aún se solivianta para repeler los abusos más inmediatos y previsibles (“Pase, pero no se propase”). Al parecer, malhablada y todo, el personaje cómico de la Pelangocha, máxima (y única) creación de la comediante Maribel Fernández, posee un espíritu afanoso e hiperdomesticado. Lo respondón no quita lo obsecuente, ni lo obediente. La portera ardiente (Mario H. Sepúlveda, 1988) sólo sabe arder en la llama mortecina y ostracista del hogar comunal, a su imagen y semejanza, como buenota sombra furtiva y omnipresente.

      Cual espejo tendido al ritmo vital de un vecindario intocado por los rayos de claridad que podrían llegar desde afuera, en el ajetreo de las primeras horas Macaria Maca / Macaca (Maribel Fernández la Pelangocha) inaugura el día del subempleo y el parasitismo social, con inabarcables tareas domésticas. Aún no se extinguen los sabrosones ecos de las melodías arrabaleras del antro cercano, cuando ya agarra el aire por la nariz, sale apresurada de su vivienda conserjeril, saca las grandes llaves del madrugador delantal imprescindible, abre la puerta de lámina que permitirá la entrada a sus dominios, pero sólo a quien ella quiera, y se queda un momento paradota, los brazos en jarras y los morrillazos separados en posición de coloquial desafío. Antes de que arriben los últimos desvelados a esa inmóvil lancha salvavidas, antes de que acaben de fornicar los rucos vecinos